Sinikka era pequeña y delgada. Una persona pequeña y delgada que caminaba con gran decisión unos metros por delante de ellos en el bosque, mientras Kimmo reflexionaba sobre la sensación que había tenido por la mañana temprano, mientras pisaba el césped de Ketola para marcharse.
Una sensación que le sentaba bien, que le gustaría conservar, una sensación de ligereza.
La sensación de estar un poco más allá, de caminar sin poner los pies en el suelo.
El fresco a la sombra de los árboles era muy agradable. Al principio se habían cruzado con deportistas corriendo o en bicicleta, que les habían mirado con curiosidad.
Luego los senderos se hicieron más estrechos y Sinikka siguió andando, como si no quisiera pararse jamás. Nurmela le seguía el paso e incluso, de vez en cuando, la adelantaba, aunque no conocía el camino. Sundström caminaba junto a Kimmo más bien como quien da un paseo.
Joentaa pensó en la conversación que habían mantenido por la mañana, en la sala de reuniones. Sundström les había explicado a los demás cuál era la situación. El mensaje había tardado en ser asimilado. Grönholm, que solía hablar mucho y muy fuerte, se había hundido en el silencio, dejándose caer en la silla. El callado Heinonen había soltado juramentos en voz alta. Kari Niemi se había apoyado contra la pared, sonriente. Nurmela había mirado a Sundström fijamente, como si así pudiera obligarle a retirar lo dicho. Pero Sundström no se había dejado amedrentar y había terminado su exposición de lo acaecido con la siguiente frase:
—A mí me parece que la chica tiene mucho sentido del humor.
Luego habían ido a casa de los Vehkasalo. Les había abierto la puerta el padre. En pijama, con los ojos enrojecidos. Ruth Vehkasalo estaba sentada con Sinikka en la cocina, con un brazo alrededor de su hombro. Sinikka tenía delante un tazón con leche y copos de avena.
Nurmela intentó decir algo. Los demás permanecían en silencio.
—Sinikka… ha vuelto —dijo al fin Kalevi Vehkasalo.
Ruth Vehkasalo lloraba en silencio.
—En el bosque —había contestado Sinikka cuando Nurmela le preguntó dónde había pasado los últimos días.
En el bosque, por el que caminaban ahora.
—¿Falta mucho? —preguntó Nurmela por enésima vez.
Sinikka negó con la cabeza y siguió andando, hasta que Joentaa se imaginó que no llegarían jamás, y entonces Sinikka se detuvo y pareció sorprenderse de que sus acompañantes estuvieran sorprendidos.
Señaló hacia arriba. Nurmela suspiró, como tras un gran esfuerzo. Sundström, al cabo de un par de segundos de estupor, empezó a reírse por lo bajo.
Se quedaron un rato de pie, con el cuello estirado, contemplando la casa en el árbol contra el cielo límpido.
—No la he construido yo. Sólo la he encontrado. El verano pasado.
—Ah —dijo Nurmela.
—Supe enseguida que lo haría así. Por aquí no pasa nunca nadie.
—Ya me imagino —contestó Nurmela.
—Increíble —dijo Sundström.
Sinikka trepó hacia arriba. Nurmela tomó impulso, resbaló y se cayó al suelo.
—Esto no es lo mío —dijo, colocándose la chaqueta.
—¡A quién se lo dices! —dijo Sundström.
También Joentaa necesitó un par de intentonas hasta conseguir trepar hasta la casita. Se sentó junto a Sinikka. Estaba mareado. Las cosas que le enseñaba Sinikka las veía como a través de un velo. Una bolsa con provisiones. Sobre todo latas. Una pequeña radio cuadrada.
—Se oía bastante bien —dijo ella mientras él miraba la radio.
La casa parecía estable y era bastante espaciosa. Sinikka tenía la mano izquierda vendada.
—Las heridas… ¿te las hiciste tú misma? —preguntó Joentaa.
Sinikka asintió.
—La sangre era importante, ¿no?
—Probablemente —contestó Joentaa, y pensó en lo que había dicho Ketola. Una idea peregrina. La más peregrina que se podía uno imaginar.
—¿De verdad creíste que… funcionaría?
Ella se le quedó mirando. Luego se encogió de hombros y respondió:
—Ni idea.
—¿Cuánto tiempo te habrías quedado aquí? Si no… ¿si tu plan no hubiera funcionado?
—No lo sé —dijo—, todo lo posible.
—Lo que no entiendo… Habrás pensado… en tus padres… y también en tus amigos del colegio…, te habrás preguntado cómo iban a reaccionar…
Ella se le quedó mirando otra vez.
—¿Todo en orden, allá arriba? —gritó Sundström desde abajo.
Joentaa se asomó y vio a los dos parados debajo del árbol. Nurmela se sujetaba el brazo y soltaba improperios en voz baja. Debía de haberse hecho daño al caerse.
—Bajamos enseguida —gritó Joentaa.
No obtuvo de Sinikka ninguna respuesta a su pregunta. Posiblemente no la había.
Al menos, no una que él pudiera comprender.
Volvieron por el mismo camino. Esta vez iban delante Nurmela y Sundström.
Nurmela hablaba perentoriamente con Sundström, haciendo planes para las próximas horas del día. Mantenía el brazo en ángulo recto como si estuviera roto, y hablaba sin parar. Pero tranquilo y controlado. A uno podía caerle mejor o peor, podía llegar a ser patético, como ahora con lo del brazo, pero nadie podía echarle en cara que no fuera capaz de mantener la cabeza fría en los momentos difíciles.
Sinikka caminaba junto a Kimmo y escuchaba con atención lo que decían los dos que iban por delante. Joentaa tenía la impresión de que ahora, al oírles discutir con vehemencia, empezaba a darse cuenta del alcance de su acción.
En el coche circularon en silencio. Nurmela garabateaba notas en un cuaderno y comentó de pasada que probablemente sólo se había torcido el brazo, por si acaso estaban preocupados.
—No temas, no estamos preocupados —dijo Sundström.
Ante la casa verde claro Ruth Vehkasalo esperaba a su hija.