El edificio Korvalankatu 86-90 era un macizo de hormigón, una fila de casas rectangular rodeada de una zona verde sorprendentemente bien cuidada.
Tuomas Heinonen estuvo un rato contemplándola y se preguntó si había visto alguna vez en su vida un césped tan sano y bien cuidado en un verano tan caliente como ése. De los aspersores salían manantiales de agua en todas direcciones.
El edificio debía de albergar docenas de pisos, pero no se veía a nadie. De una ventana abierta salía música clásica, en el parque infantil se columpiaba un niño. Junto a los contenedores de basura un hombre con una enorme barriga de cerveza daba unos pasitos hacia delante y otros hacia detrás. Hacia delante y hacia atrás. Heinonen supuso que se trataba de una especie de juego que sólo el cerebro beodo del hombre lograba comprender.
La casa que buscaba se hallaba en el bajo. Las persianas estaban cerradas.
Heinonen entró en la sombra de la escalera y pulso el timbre de la casa de Pärssinen.
Olavi Pärssinen. Uno de los últimos nombres de la lista que le había dado Sundström por la mañana.
Mientras esperaba, se preguntaba qué era lo que Sundström deseaba escuchar después. Que se había hablado con los hombres, que ahora ya se sabía qué marca de coche habían conducido entre 1974 y 1983 y que ninguno de ellos había confesado haber asesinado a Pia Lehtinen y, aún menos, a Marika Palniemi, y menos todavía a Sinikka Vehkasalo.
Volvió a pulsar el timbre y se restregó la cara y los ojos con la palma de las manos mientras esperaba. Olavi Pärssinen no parecía estar en casa. Por lo que fuera.
—¿Me busca usted a mí?
Se dio la vuelta y se encontró con la cara de un hombre mayor y quemado por el sol con una caja de herramientas en la mano.
—¿Olavi Pärssinen? —preguntó Heinonen.
—Sí, soy yo —respondió el hombre.
—Mi nombre es Heinonen —le mostró al hombre su carnet—. Necesitamos que nos dé un par de datos para la investigación de un caso de desaparición.
—Ah —dijo Pärssinen.
—Sí.
—Bueno…, si puedo ayudar… —dijo Pärssinen mirándole fijamente a los ojos.
Heinonen esperó unos segundos e intentó formarse una idea. La mirada del hombre parecía tranquila y algo ensimismada.
—¿Entramos? —propuso Pärssinen.
Heinonen asintió y Pärssinen abrió la puerta.
—Adelante —dijo Pärssinen.
Heinonen entró en una casa completamente oscura y sucintamente amueblada.
—¿Una cerveza? —le invitó Pärssinen.
—No, gracias —dijo Heinonen.
Pärssinen sonrió, desapareció en la cocina y volvió con una caja, que abrió y colocó encima de la mesa.
—Coja una, son estupendas —dijo, cogiendo una galleta—. Suelo acompañarlas con aguardiente de ciruelas, pero está usted de servicio, así que… —dijo Pärssinen haciendo un gesto con las manos y sonriendo.
Heinonen asintió.
—Pero coja una galleta, están buenísimas. Y siéntese, por favor.
Pärssinen señaló al sofá.
—Gracias —dijo Heinonen.
Se sentó y cogió una galleta. El sabor del chocolate era exageradamente fuerte y le produjo una náusea inmediata. «Y encima aguardiente de ciruelas. ¡Salud!», pensó Heinonen. El hombre que tenía enfrente seguía igual de tranquilo. La casa estaba meticulosamente ordenada. De la pared colgaba una enorme pantalla de plasma, en la estantería se alineaban en perfecto orden fundas de deuvedés, todas ellas blancas. Olía a limón, como si alguien acabara de hacer limpieza.
—Bien… —dijo Pärssinen.
—Necesitamos para nuestra investigación algunos datos acerca de un utilitario rojo —empezó Heinonen—. Usted tuvo un utilitario con esas características entre 1974 y 1983, ¿no es cierto?
—Un Ford rojo —respondió Pärssinen—. Lo tuve incluso más tiempo…, se escacharró a mediados de los ochenta…, y lo había comprado en el 72. Pero de eso hace ya…
—¿Sí? —preguntó Heinonen.
Pärssinen cogió otra galleta y dijo:
—Una eternidad.
Se quedó un momento pensativo. Heinonen aguardaba.
—Hace una eternidad —repitió Pärssinen—. Ahora tengo un Golf. También rojo.
¿De qué se trata?
—¿Usted qué cree? —preguntó Heinonen.
—Ni idea.
—Habrá oído usted hablar de la muchacha desaparecida. De la bicicleta encontrada en un campo de Naantali…
—No —dijo Pärssinen.
«No», pensó Heinonen. El hombre permaneció impertérrito mientras lo decía.
—¿Ve usted de vez en cuando las noticias?
—No —dijo Pärssinen.
«No —pensó Heinonen—. No». Un hombre mayor. Un hombre mayor fuerte y quemado por el sol, un hombre mayor al que le faltaba un tornillo.
—Soy el portero del edificio —explicó Pärssinen—, desde hace más de treinta años.
Heinonen asintió.
—Coja otra —le invitó Pärssinen señalando la caja de galletas.
—Gracias —dijo Heinonen—. ¿Podría contarme qué hizo usted el viernes pasado? A ser posible sin interrupciones, desde las doce del mediodía hasta las once de la noche…
—Pues claro —dijo Pärssinen.
«Pues claro», pensó Heinonen, y Pärssinen sacó una agenda de un cajón.
—Por la mañana corté la hierba. Desde la diez hasta las doce y media. Es una superficie muy grande, ¿sabe? Requiere tiempo. Tiene que estar bonita. Luego le puse aceite al columpio, porque la vieja señora Kononen se había quejado del ruido. La vieja cacatúa… —se rió para sí, probablemente de la vieja Kononen—. A la una fui a casa de Virpi Jokinen, en el número 90, y le arreglé el televisor —levantó la vista y sonrió—. Eso no tengo por qué hacerlo, pero lo hago. Lo hago con gusto. Y, a cambio, me invitó a comer, me hizo incluso salchicha negra con patatas y salsa de setas, mi plato preferido.
Sí…, tengo anotado que estuve allí hasta las tres y media. Me estuvo hablando de Miko, su nieto, que va a empezar la universidad. Bueno, que quiere empezar, pero ha suspendido el examen y ahora no saben qué hacer…, los padres…, quiere estudiar medicina, le dije que vaya suerte que haya suspendido, hay que estar loco para pasarse la vida abriendo a gente en canal y cosiéndola después… —levantó otra vez la vista y pareció esperar la aprobación de Heinonen—. Luego me eché un rato la siesta… y, por la tarde…
—¿Puedo mirar? —preguntó Heinonen.
—Claro.
Pärssinen le entregó el cuaderno. Una caligrafía muy cuidada. Un poco artificial, como la de un colegial. Sin lagunas, en efecto.
—Lo llevo haciendo mucho tiempo —explicó Pärssinen—, muchos años. Pero no como diario, no vaya usted a creer… No, sólo para saber lo que uno ha hecho, dónde ha estado.
Heinonen asintió.
—Gracias —dijo, y se levantó—. Si tuviera más preguntas, le llamaría. Le localizo aquí, ¿no?
—Naturalmente. ¿Qué cree usted que sería de esta casa si no estuviera yo aquí?
Sonrió de nuevo, su mirada seguía igual de ensimismada. «Un infarto —pensó Heinonen—. O una ligera embolia cerebral. Algo de ese tipo». No entendía nada de ese tema. Era sorprendente que aún pudiera trabajar.
—Bien, pues entonces… —dijo Pärssinen.
—Sí. Le doy las gracias. Hasta la vista —dijo Heinonen. En cuanto salió al exterior, sopesó la posibilidad de ir a visitar a Virpi Jokinen, en el número 90, pero decidió no hacerlo. Sobre todo porque faltaban sólo veinte minutos para la reunión de las dos.
Antes de ponerse en marcha, Tuomas Heinonen cogió también un cuaderno. Hizo junto al nombre de Pärssinen un símbolo particular, que no había hecho junto a ningún otro nombre, dibujó con mucho esmero, casi con el mismo estilo del viejo portero, un signo de interrogación.