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Timo Korvensuo llegó a Turku hacia mediodía, pero prosiguió el viaje. Dio la vuelta a la ciudad. En círculo. Una y otra vez. Le parecía importante mantenerse en movimiento. Vio la catedral, que se elevaba hacia el cielo, desde diferentes perspectivas.

La facultad de matemáticas estaba entonces, cuando vivía allí, muy cerca de la catedral y solía pasar bastante tiempo en ella, durante las pausas o por la tarde, sentado en su frío interior, sin pensar nada en concreto.

Siguió viajando en círculo, una y otra vez, hasta que, por la tarde, se encendió la luz de la reserva. Entró en una gasolinera y luego tomó el camino directo hacia su meta.

Conocía el camino. Por la autovía en dirección a Tampere hasta el pequeño barrio residencial rodeado de árboles.

La hierba a los bordes de la carretera estaba amarilla y seca. El supermercado seguía estando allí donde solía estar, sólo el cartel era de otro color y anunciaba el nombre de una conocida cadena. En el edificio lateral había un quiosco, antes estaba allí el único bar del lugar. Pasó por delante despacio, su mirada se posó sobre rostros desconocidos.

También el polideportivo seguía allí. La pista de atletismo parecía nueva, el rojo del pavimento le llamó la atención. Sobre el campo de hierba tres chicos chutaban contra una portería. Faltaba la piscina cubierta. Ya no estaba. Simplemente, suprimida.

En su lugar se extendía una superficie de asfalto donde se podían aparcar los coches.

Korvensuo sintió un pinchazo en el estómago y, durante algunos segundos, una vaga sensación de alivio. Había pasado allí muchas tardes de invierno, porque Susanna, la muchacha de la casa de al lado, entrenaba allí. Llevaba siempre un bañador verde y a veces le sonreía, porque vivían en la misma colonia, y él se sentaba al borde de la piscina, sintiendo el agua cada vez más fría en las piernas y sin quitarle el ojo de encima, intentando que no se notara.

Lo recordaba muy bien. Era el tiempo en que todo había comenzado, eso que no sabía muy bien qué era, y tampoco podía decir a ciencia cierta cuál era el momento preciso en que había comenzado, probablemente no existía un momento determinado.

Ni un principio ni un final. Y tampoco una razón. Ninguna razón aceptable, ni para él mismo ni para los demás. No había nada parecido, y esa piscina en la que nadaba Susanna, la chica de la casa de al lado, tampoco existía ya.

Los chicos que estaban jugando al fútbol empezaron a pelearse por el resultado.

Korvensuo se volvió a subir al coche y lo dejó deslizarse en punto muerto por la cuesta.

Pasó ante la parada de autobús.

Giró a la izquierda y entró en la estrecha rampa que llevaba al edificio donde había vivido.

Todo lo que había estado planeando durante el viaje había dejado de tener vigencia. Aparcar el coche a una distancia prudencial. Llegar a última hora de la tarde, protegido por la oscuridad, que de todos modos no iba a ser más que una ligera penumbra. Un lento y trabajoso atenuarse de la luz del sol, durante horas, sin llegar a desaparecer del todo.

Era inútil, ya ni siquiera pensaba en ello. Temblaba, y sin embargo, se sentía completamente tranquilo. No vio ningún pequeño coche rojo. Claro que no. Se bajó del coche, el sol calentaba y le provocó un escalofrío en la espalda. El contenedor de basuras seguía estando en el mismo sitio. Sólo que ahora eran varios contenedores.

Basura clasificada. Un hombre de mediana edad estaba tirando unas botellas. Llevaba un pantalón de chándal. Las botellas se hacían añicos al estrellarse. Un ruido en sordina.

El hombre dobló luego la bolsa donde había llevado las botellas y pasó a su lado sin levantar la cabeza. Korvensuo no le conocía. Por supuesto que no. El hombre no sería más que un niño cuando él aún vivía aquí. Y estudiaba matemáticas. Por motivos que carecían de explicación. Todo era diferente. Había pasado una eternidad. Volvió la vista y vio el parque de los niños. Había otros juegos diferentes. Nuevos y de colores vivos.

Zumbaba un motor. Pärssinen estaba al volante de un vehículo rojo chillón y cortaba la hierba.

Korvensuo se le quedó mirando mientras trabajaba. Eso le calmaba. Pärssinen iba y venía regularmente por toda la superficie. Cortaba también la hierba de los bordes con gran esmero. Había envejecido. Era un hombre mayor, aunque ya entonces no parecía demasiado joven.

Korvensuo se preguntó si Pärssinen habría escogido el color. El color rojo de la segadora. Quizás esos modelos eran siempre rojos. Volvió a tener la sensación de arena fluyéndole por el cuerpo. Despacio y sin pausa. Pärssinen levantó la cabeza y la volvió a bajar sin dar señales de haberle reconocido.

Korvensuo se acerco. Metro a metro. Sentía frío y arena en el cuerpo.

—Hola —dijo cuando estuvo lo bastante cerca.

Pärssinen alzó la mirada de la hierba, le miró inquisitivamente, se encogió de hombros y se señaló las orejas, como para darle a entender que no podía oírle. El motor zumbaba.

—¡Hola! —gritó Korvensuo otra vez.

Pärssinen apagó el motor y dijo en el silencio:

—¿Qué pasa, joder?

—Soy yo…, nos conocemos —dijo Korvensuo.

—¿¡Ah, sí!? —preguntó Pärssinen.

Korvensuo asintió con la cabeza.

Pärssinen se le quedó mirando.

—Sí…, ya caigo… —musitó.

Korvensuo tiritaba. Escalofríos. Carne de gallina. Un día caluroso.

—Timo… —dijo Pärssinen.

Korvensuo notó que asentía.

Pärssinen realizó un par de operaciones y se apeó del vehículo.

—Hace mucho tiempo —dijo, estrechando la mano a Korvensuo.

Una mano sudada con durezas y ampollas. Korvensuo la sintió en su piel.

—Sí —dijo Korvensuo.

—Vamos a beber algo —propuso Pärssinen, y se adelantó.

Korvensuo le siguió pensando marcharse a casa enseguida. Junto a las personas que eran su vida.

—¡Qué sorpresa! —exclamó Pärssinen, casi parecía alegrarse, mientras abría la puerta de su casa. Persianas cerradas. Manchas de sol en el suelo.

—¿Una cerveza? —preguntó Pärssinen.

Korvensuo asintió.

Marcharse. Coger el coche y marcharse, pensó.

—¡Siéntate! —le gritó Pärssinen desde la cocina.

Korvensuo se sentó en uno de los blandos y gastados sillones, el mismo en que solía sentarse treinta y tres años atrás. También el sofá era el mismo. Allí donde había estado la pantalla había ahora un gran televisor. Un modelo nuevo y caro.

—¿No está mal, eh? —dijo Pärssinen, que había seguido su mirada.

Korvensuo asintió.

—Es nueva —explicó Pärssinen, alcanzándole una de las botellas—. ¡Salud!

Korvensuo bebió un trago.

—¡Por nuestro reencuentro! —brindó Pärssinen.

Korvensuo observaba el suelo. La sensación de arena en el cuerpo había disminuido, el dolor de cabeza le había vuelto. Manchas de sol. Debajo de la ventana había un vídeo y un deuvedé, en la estantería estaban las fundas, cuidadosamente alineadas.

—¿Vemos una película? —propuso Pärssinen.

Korvensuo vio la botella en su mano y, durante un momento, se sorprendió de haberse bebido ya casi la mitad. Entonces empezó a reírse. Por lo menos sonaba como una risa. Irrumpió desde su interior. Duró sólo unos segundos. Ya no sentía arena dentro del cuerpo. No sentía absolutamente nada, sólo el dolor de cabeza.

—Perdona —dijo.

Pärssinen seguía tan tranquilo.

—No tienes de qué disculparte —dijo—. ¿Así que de veras no quieres ver una película?

—No —dijo Korvensuo—, de veras, no. Quería… preguntarte una cosa…

Quiero…, ¿por qué?

Pärssinen se llevó la botella a los labios y se quedó como a la espera de que él precisara su pregunta.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Korvensuo.

—¿Por qué he hecho qué? —preguntó Pärssinen.

—La muchacha que ha desaparecido, justamente en el mismo lugar donde nosotros…, entonces…

—¡Ah, eso quieres decir! —dijo Pärssinen. Parecía sonreír.

Korvensuo se levantó. Sentía la botella fría en la mano. Cerveza helada. Ahora, a casa, pensó.

—¿Por qué lo has hecho, cerdo? —gritó, tirando la botella a la mancha de sol que había junto a sus pies. Con todas sus fuerzas.

Se hizo el silencio. Trozos de cristal esparcidos por toda la habitación. Un hilillo de cerveza avanzaba hacia el zapato de Pärssinen. Pärssinen seguía tranquilo.

—Yo no he hecho nada —dijo.

Korvensuo se le quedó mirando.

—Siéntate otra vez —le pidió Pärssinen—, por favor.

Korvensuo se sentó en el brazo del sillón.

—No tengo nada que ver con ello —empezó Pärssinen—, me enteré ayer por la noche. Por casualidad. No suelo ver las noticias…, no me interesa toda la mierda que pasa por ahí. Da asco, toda esa mierda corrupta.

—Ajá —asintió Korvensuo.

—Tengo cosas mejores que hacer —añadió Pärssinen haciendo un gesto con la mano y llevándose de nuevo la botella a los labios.

Korvensuo pensó en Marjatta y en los niños. Marjatta daba un paseo, los niños estaban en la barca. Laura remaba y Aku tenía una mano en el agua.

—Claro… —dijo mientras miraba a Pärssinen tan tranquilo en su sillón.

Entonces había sido diferente. El día en el que… Pärssinen estaba fuera de sí, presa del pánico, como nunca le había visto.

—Claro… —repitió.

—¿Entiendes? Yo no tengo nada que ver. Y tú tampoco. Ni siquiera se me habría ocurrido pensar que tú…, es sólo… una casualidad…

—¿Una casualidad?

—Sí, una casualidad. Ha pasado algo. No sabemos qué. Nosotros no tenemos nada que ver. Y no nos interesa.

Korvensuo asintió.

—Tú no tienes nada que ver con ello. Yo no tengo nada que ver con ello.

¿Entiendes? Timo, nuestro…, lo que hicimos…, hace una eternidad…, ¿entiendes?

Korvensuo asintió. Lo que hicimos, pensó.

—Ya ha pasado —dijo Pärssinen.

«Ha pasado —pensó Korvensuo—. Pasado y acabado. No ha pasado nada. Nada, nada. —Pärssinen sonreía amistosamente—. Un viejo portero amistoso».

Reinó el silencio durante unos momentos. Luego Pärssinen dijo:

—Timo…, qué bien, volver a verte.

—Sí…

—He pensado en ti a menudo… Entonces, tu partida fue naturalmente un poco rara…, me preocupé, durante un par de días…, pensé que quizás irías a la policía…

Desaparecido de la faz de la tierra, por así decirlo…

Korvensuo asintió.

—Desde luego, eras un tipo raro —dijo Pärssinen riéndose.

Korvensuo seguía asintiendo sin parar.

—¿Y cómo te va ahora? ¿Tienes… familia o algo parecido?

Korvensuo buscó la mirada de Pärssinen y vio unos ojos que miraban a través de él, al vacío. «El vacío —pensó—. Nada, nada. Aku tiene una mano en el agua y le pregunta a Laura si le deja remar un rato».

—Me voy —dijo Korvensuo.

Pärssinen asintió.

—Siempre con prisas, ¿eh?

Korvensuo anduvo unos pasos.

—Una cosa más —le detuvo Pärssinen.

Se levantó y se acercó a la estantería de las películas. Korvensuo se quedó parado.

«Esperar. No moverse», pensó.

—Había aquella película, tu película favorita… —empezó Pärssinen—, con aquella chica que tanto te gustaba, la delgada del pelo oscuro… En la película se lo hace con dos hombres… y tiene un lunar en el hombro… ¿te acuerdas?

Pärssinen siguió buscando, no quería oír una respuesta. Encontró lo que buscaba y se acercó a él con una funda.

—Conseguí aún pasarla a deuvedé, la filmé con una cámara nueva. La calidad es incluso buena… y sobre todo, la chica… te la regalo.

Pärssinen sonrió y le tendió la funda. Una funda blanca, neutra. Con unas cuantas letras al margen, una clasificación que sólo Pärssinen podía entender. Y una fecha: el año en que fue rodada la película. 1973.

—Cógela —dijo Pärssinen.

Korvensuo cogió la funda.

—Pasa por aquí cuando quieras —añadió aún Pärssinen.

Korvensuo pasó bordeando la hierba cuidadosamente cortada hacia su coche.

Llamaría a Marjatta. Para decirle que había llegado bien. Que había sido una conversación productiva. Sobre adosados. Sentía su cuerpo tan pesado como el plomo y, al mismo tiempo, completamente vacío.

Dejó la funda sobre el asiento del copiloto y arrancó el coche.