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Ketola vio la bicicleta junto a la cruz en las noticias de la tarde.

A última hora había venido a verle su hijo Tapani. Sin avisarle, por sorpresa, como siempre. A veces Ketola no sabía nada de él durante semanas, a veces incluso meses, y luego, un buen día, tenía a Tapani ahí, delante de su puerta, sonriendo y mirándole con unos ojos tras los que se escondía un mundo insondable, vacío o lleno de sabe Dios qué.

Un mundo, en cualquier caso, que Ketola no comprendía.

Tapani, sentado frente a él en el sofá, contaba cosas que le habían ocurrido, o, mejor dicho, que quería que le ocurrieran. Encuentros con personas que no existían. Que no podían existir. Aunque la realidad y la fantasía no eran siempre fáciles de distinguir.

Aproximadamente hacía un año Tapani había sido detenido en el norte de Finlandia, al salir de una tienda con un lector de deuvedé debajo del brazo, seguramente con la esperanza de que el robo, al ser tan evidente, pasara desapercibido. Al final, y tras la intervención de Ketola, se había retirado la denuncia y Tapani había vuelto a pasar una temporada en el psiquiátrico. Ketola había ido a verle todas las semanas, pasaban el tiempo sentados en su habitación. Tapani contaba y Ketola callaba.

Lo mismo sucedía ahora. Tapani hablaba de hombres que se marchaban a los bosques y nunca volvían e insistía en el hecho que él les había advertido, pero que nadie le escuchaba, que nadie le tomaba en serio.

—Yo te tomo muy en serio —dijo Ketola.

—Ya…, pero los demás, o sea, los demás no entienden nada. Quiero agua —dijo Tapani.

Ketola asintió y cogió una botella de agua y dos vasos. Tapani bebió con ansia, puso el vaso sobre la mesa y anunció que le gustaría aprender flic-flac, a ser posible en los próximos días.

—¿Qué? —preguntó Ketola.

—Flic-flac. Como los gimnastas acrobáticos —dijo Tapani—. Así podría moverme más deprisa, es mucho más rápido que andar. Sólo tengo que encontrar a alguien que me enseñe.

Ketola volvió a llenar su vaso y el de Tapani de agua y, al mirar hacia arriba, creyó ver un destello en los ojos de Tapani, y entonces Tapani rió, y Ketola también.

—No lo decía del todo en serio —dijo Tapani.

Eran, para Ketola, los mejores momentos, los momentos en que Tapani, durante unos segundos, era como antes. Nadie había logrado dar una explicación cabal por completo de lo que había ocurrido con Tapani. Ningún médico, ningún psicólogo. Lo que esa gente decía se lo habría podido imaginar Ketola por sí mismo. Drogas.

Aparentemente una mezcla salvaje. Consumo excesivo. Eso Ketola lo sabía hacía tiempo, pero sabía también que no todo tenía una explicación tan fácil.

Tapani les había comunicado a él y a Oona la noche antes de su fiesta de graduación que había conseguido sacar los exámenes con ayuda de ciertas sustancias, que tenía una cierta propensión y que se lo contaba porque se había propuesto terminar con ellas. Porque tenía la sensación de que, a largo plazo, no le iban a sentar bien.

Tapani, sentado en ese mismo sofá, les había puesto al corriente de la situación de manera objetiva, deliciosamente objetiva. Ketola le había gritado, le había dado una bofetada y no había asistido a la fiesta de entrega de diplomas.

En eso, en su estrepitoso fracaso de entonces, era en lo que pensaba mientras Tapani le hablaba de una casa en España que había comprado para pasar allí los próximos años.

Sabía perfectamente que Tapani no sólo no había abandonado el consumo de drogas, sino que lo había intensificado de forma notable. Había empezado a estudiar ingeniería en Joensuu, aunque la ingeniería en realidad no le interesaba lo más mínimo, y, mientras tanto, se atiborraba de cocaína y drogas sintéticas.

Por entonces Ketola se había separado de Oona, su mujer y madre de Tapani, porque ya no soportaba vivir con ella por motivos que hoy ya no habría podido explicar y, durante esos años, había mostrado bien poco interés por Tapani. Jamás se le había ocurrido, por ejemplo, preguntarle por qué demonios estudiaba ingeniería.

Joensuu estaba a cientos de kilómetros, Ketola tenía la esperanza de que a su hijo le fuera bien y evitaba pensar que el panorama quizá fuera distinto. Hacía unos dos años, justo cuando su colega Kimmo Joentaa había perdido a su mujer, Tapani se había derrumbado. Se había presentado una tarde delante de la puerta, había comentado algo sobre lo agradable del viento y había mirado a su padre con una mirada que se le había clavado en las entrañas.

Poco después se había puesto en contacto con él una funcionaria y le había dado a entender, con locuciones burocráticas, que Tapani Ketola había sido detenido en la pista de aterrizaje del aeropuerto de Helsinki y enviado al psiquiátrico para dos semanas. Y si no sería conveniente que Ketola o la madre, Oona Ketola, nacida Väisänen y con domicilio en Tampere, se ocupasen un poco de su hijo.

Tapani había pasado una temporada en su casa y luego los tres juntos, con Oona, que había venido durante unos días, habían amueblado un apartamento en un edificio a las afueras de Turku. Había sido una temporada bonita, que pasó muy deprisa y que era necesaria desde hacía tiempo, aunque Ketola, al mirar hacia atrás, no sabía muy bien por qué.

En cualquier caso, desde entonces no había vuelto a ver a Oona y tampoco había sabido nada de ella, y Tapani había ido deslizándose poco a poco cada vez más en un mundo extraño al que Ketola había dejado de tener acceso tiempo atrás y que, en su opinión, no tenía una explicación plausible ni con las drogas ni de ninguna otra manera.

Su hijo se había transformado simplemente en un enigma, y el enigma estaba ahora sentado, después de mucho tiempo, en su sofá y Ketola se alegraba de verle y, al mismo tiempo, estaba completamente desesperado.

—¿Tienes algo de comer? —preguntó Tapani.

—Pues claro.

Ketola se levantó de un salto, aliviado de tener algo que hacer. Mientras estaba en la cocina oyó voces nuevas, Tapani había puesto en marcha el televisor.

—Mafia de mierda, la televisión —musitó Tapani cuando Ketola volvió.

Tapani empezó a atiborrarse de bocadillos y siguió hablando de la casa que había comprado en España.

—Allí uno no necesita nada; por ejemplo, no necesitas toallas, con el calor que hace —dijo, mientras Ketola observaba la pantalla y veía una bicicleta tirada en un campo y una cruz junto a la bicicleta—. ¿Entiendes? Allí tienen de todo… —continuó Tapani, y Ketola sentía que se hundía el suelo bajo sus pies, quiso levantarse, pero se derrumbó aún más en el sillón y se quedó mirando la televisión.

Tapani siguió la dirección de su mirada.

—Una bicicleta… claro, tengo que comprarme sin falta una bicicleta nueva —dijo, mientras aparecía en la pantalla el rostro de Pia Lehtinen.

La foto de sus actas la recordaba perfectamente. Un caso parecido, dijeron.

Sacaron un artículo de periódico de entonces, en el centro un dibujo de un coche pequeño, el pequeño coche rojo que no lograron encontrar. Luego una entrevista con Nurmela en la escalera que llevaba al edificio de la policía. Dijo que aún no se sabía nada seguro, que lo tomarían muy en serio, en la esperanza de que al final no fuera tan dramático como temían. A la pregunta de si se podía imaginar que existiera una vinculación con el crimen de hacía años, Nurmela contestó que era demasiado prematuro especular sobre ello.

—¿Me regalas una bicicleta por mi cumpleaños? —preguntó Tapani.

—¿Qué…, qué es…? —dijo Ketola.

—Que si me regalas una bicicleta.

—Sí, sí… —dijo Ketola.

—Así que prometido —dijo Tapani.

—No, sí… —respondió Ketola sin apartar los ojos de la pantalla. Ahora estaban dando otra noticia, desde otra parte del mundo. Luego vino el tiempo y, al final, los deportes. Ketola lo miró todo sin ver nada, y también lo que decía Tapani retumbaba en el vacío. Empezó una película con Alain Delon.

—Ése me gusta —dijo Tapani—, la película me gusta, ¿pero qué pasa con la bicicleta?

—Hm… Sí, claro…, por tu cumpleaños…, lo hablamos en otro momento…

—No, la bicicleta que han encontrado en el campo de Naantali.

—Si… —dijo Ketola incorporándose.

—Lo que me llama la atención es… —dijo Tapani—, la chica que han sacado, esa foto…

—¿Sí? —preguntó Ketola.

Pia Lehtinen, pensó… acababan de sacar la foto de Pia Lehtinen en televisión, su foto, la foto que le había dado la madre de la muchacha…

—Si entonces tenía trece años, hoy tendría cuarenta y seis —dijo Tapani—, ¿entiendes lo que quiero decir?

—¿Qué? —preguntó Ketola.

—Que hoy sería una mujer ya vieja —respondió Tapani.

—Yo tengo más de sesenta —dijo Ketola mecánicamente.

—Ya sabes lo que quiero decir, esa muchacha hoy sería mayor, más mayor que yo —dijo Tapani.

Ketola miró a Tapani, su hijo, que parecía un niño, y se preguntó qué demonios estaba pasando y sintió que en su cuerpo entraba algo que no podía definir exactamente y que le hacía reír. Rió, al principio cloqueando bajito, luego a fuertes carcajadas. No podía parar y Tapani, eso fue lo mejor, le preguntó completamente en serio si se había vuelto loco, hasta que al final se contagió.

Hacía mucho tiempo que no se reían tanto y tan de buena gana juntos, serían decenios, si es que alguna vez se habían reído juntos de esa manera. Rieron hasta que Tapani se levantó de repente y dijo que tenía que acudir a una cita importante sobre la que, desgraciadamente, no podía decirle nada a Ketola.

Ketola asintió. Claro, por supuesto, pensó para sí. Acompañó a Tapani a la puerta, le abrazó brevemente y esperó a que, con sus pasos flexibles y seguros, doblara la esquina y desapareciera.

Ketola entró despacio en casa, al salón. Tapani estaba de buen humor. Más de una vez durante la velada, Ketola había sentido cuánto quería a su hijo. Se sentía agotado y vacío. Le regalaría a Tapani una bicicleta por su cumpleaños. Una buena de verdad, que le llevara deprisa adonde quiera que fuera, así por lo menos no tendría que aprender flic-flac.

Sacudió la cabeza. Menuda idea, la del flic-flac, de alguna manera estupenda, pensó.

El televisor seguía encendido, la película francesa que le gustaba a Tapani.

Ketola sacudió la cabeza, sacudía la cabeza sin parar mientras seguía de pie y quieto delante del televisor.