Kimmo Joentaa jamás había visto a Sundström y a Ketola así. Sundström gritaba.
Después de cada frase, se caía algo en la mesa o al suelo. Probablemente un archivador o algo parecido, pensó Joentaa. Ketola no decía nada. Ni una palabra.
Heinonen se esforzaba por mirar a la pantalla de su ordenador, Grönholm seguía comiéndose, sin inmutarse, un bocadillo. Joentaa intentó escuchar a través de la puerta cerrada del despacho de Sundström lo que decía Ketola, pero no oía nada. Cuanto más vociferaba Sundström, más tozudo parecía el silencio de Ketola.
En algún momento Ketola salió del despacho. Parecía casi relajado. Sonreía. En segundo plano se veía a Sundström sentado a su mesa con la cara desencajada.
—¿Puedes venir un momento, Kimmo? —le dijo Ketola, ya casi desde el pasillo.
Grönholm levantó una ceja, Heinonen no apartó la vista de la pantalla y Joentaa siguió a Ketola por el pasillo.
Caminaron en silencio, bajaron en ascensor y se sentaron a una mesa en la cafetería. Ketola se cogió un café. Había dejado de sonreír y Kimmo tenía la sensación de que no estaba en absoluto relajado. Sino más bien tenso, de mal humor y cansado.
Ketola le dio vueltas al café durante un buen rato y Joentaa vio que le temblaba la mano.
—Lo siento —dijo—, tendría que haberos consultado.
—Sí —dijo Joentaa.
—Pero yo soy una persona privada. Puedo hacer o dejar de hacer lo que me parezca.
—Eso no está en duda —dijo Joentaa.
—Me llamaron de la redacción de Hämäläinen y acepté.
Joentaa asintió.
—Porque estaba seguro de que era lo correcto. Lo sé, simplemente —dijo Ketola.
—¿Qué es lo correcto? —preguntó Joentaa.
—Quiero preguntarte una cosa, una cosa importante —dijo Ketola—. ¿No crees que es posible que, por una vez, sea yo quien tiene razón?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Joentaa, aunque intuía adonde quería llegar Ketola.
—Que el tipo ha vuelto a las andadas… y que eso significa algo, ¿entiendes?
—¿Qué quieres decir exactamente?
—Quiero decir que esta vez tenemos la posibilidad de…, quiero decir que él… ve ahora lo que sucede…, a lo mejor ha visto la entrevista…
Joentaa asintió.
—Él…, ha sido él quien ha vuelto a poner las cosas en marcha —prosiguió Ketola—. Es muy fácil. Se mueven de nuevo. Después de treinta y tres años.
—Olvidas que aún no hemos encontrado a Sinikka Vehkasalo —dijo Joentaa.
Ketola siguió dándole vueltas al café.
—A lo mejor está viva.
Ketola negó con la cabeza.
—A lo mejor tu intervención sirve para que mate a Sinikka. Porque tiene miedo, porque se siente acorralado.
—Tonterías —murmuró Ketola.
—¿Por qué tonterías? —preguntó Joentaa.
Ketola se le quedó mirando un buen rato.
—Porque la chica está muerta —sentenció finalmente—. Así de fácil. Buscamos a un asesino, no a un secuestrador.
—Pero…
—¡Se acabó!
La misma voz punzante y soterradamente agresiva que Joentaa tantas veces había oído.
—Yo vi lo que quedó de Pia Lehtinen. Ya no tenemos que preocuparnos por Sinikka Vehkasalo —insistió Ketola.
Se había incorporado y miraba fijamente a Joentaa a los ojos.
—¿Entiendes?
Joentaa no dijo nada.
—Y otra cosa —dijo Ketola, repentinamente tranquilo—, ¿habéis mirado si hay otros casos parecidos? ¿Menores desaparecidos y asesinados durante los últimos treinta y tres años?
—Por supuesto. Grönholm y Heinonen se encargan de eso —respondió Joentaa.
—¿Y hay ya alguna aproximación?
—Hoy a mediodía presentarán sus resultados.
Ketola asintió.
—Ya sé que en los años sucesivos no sucedió nada comparable —dijo Ketola—, por lo menos no en Turku. Durante los primeros años estuve siempre al tanto, me ocupé del tema. Todos nos ocupamos de él. Pero en algún momento, claro, lo olvidamos. Y la red de comunicación no era como hoy en día…, no había ordenadores ni todos esos cacharros…, los primeros que tuvimos, más tarde, eran para echarse a reír…, yo mismo tuve que vérmelas con un caso parecido, la muchacha era aún más joven, se aclaró rápidamente. Un miembro de la familia…, el hermanastro, para ser precisos…, pero quizás hubo casos similares en otras ciudades… Casos de los que yo nunca llegué a enterarme…, sobre todo casos de desaparecidos, quizás incluso en Turku, que jamás he visto… En algún momento la cosa se olvidó…
Ketola bebió un sorbo y se quedó observando a dos mujeres policía de uniforme que estaban en la mesa de al lado. Al cabo de un rato ellas se volvieron a mirarles inquisitivamente y entonces Ketola apartó la mirada. Carraspeó y preguntó:
—¿Me tendrás informado?
Joentaa no contestó.
—Te llamo. Esta noche, quizás.
Joentaa asintió.
—Ah, por cierto, mi hijo… —dijo Ketola.
—¿Tu hijo…?
—Se llama Tapani. Está… loco. Como una cabra.
—¿Qué…?
—Sólo quería decírtelo. De repente me pareció importante.
Se terminó el café de un sorbo y se levantó.
—Te llamo —dijo—, hasta luego. Y…, si quieres, cuando quieras…, podemos charlar… sobre ti… y tu…, sobre Sanna…
Joentaa asintió.
—Sólo si te apetece, claro —dijo Ketola, y se marcho sin ni siquiera volverse.