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Ruth Vehkasalo estaba en la cama despierta. También Kalevi se había quedado dormido ya de madrugada. Su cara parecía relajada y, al mismo tiempo, retorcida de dolor.

Ruth Vehkasalo se dio la vuelta y se tumbó de espaldas. Se sentía aliviada de estar, por fin, sola. Por fin sola de verdad. Durante la noche se había hecho la dormida para no tener que hablar con Kalevi. Porque no tenía fuerzas para intercambiar con él ni una sola palabra más.

Kalevi había estado dando vueltas por la casa todo el tiempo. Luego se había tumbado y, al cabo de pocos minutos, había vuelto a saltar de la cama, había salido de la habitación, había regresado y se había vuelto a marchar, una y otra vez. Se había sentado derecho en la cama, concentrándose en respirar conscientemente y, de vez en cuando, se había inclinado hacia ella para asegurarse de que dormía. Luego le había acariciado el hombro muy suavemente, sin dejar de concentrarse en la regularidad de su respiración.

Por la tarde habían visto en televisión un lago y el coche de un hombre que había fallecido en él, dentro del lago. Ruth Vehkasalo arrodillada delante del televisor. Kalevi, sentado hacia delante en el borde del sofá, había farfullado cosas que no tenían ningún sentido. Que le iba a dar su merecido. A un hombre que ya no vivía y al que no conocían de nada. Ni siquiera su nombre.

En algún momento Kalevi había dejado de insultar a un desconocido sin nombre y había llamado a la policía para enterarse de lo que había ocurrido. Pero no sabían aún nada más. Por lo menos, no se lo habían dicho.

Entonces se había sentado al borde del sofá y había empezado a hablar de Sinikka.

Había empezado y no había parado de hablar de Sinikka, había sacado a la luz recuerdos desde los rincones más oscuros, hablando con una voz que parecía llegar de lejos, de otra habitación, y ella había hecho todo lo posible por no escucharle. Se había quedado esperando que se agotara.

En televisión había empezado un concurso y Kalevi había ido al sótano a buscar películas y había conectado la cámara al aparato de vídeo, sin preocuparse de saber si ella tenía algo en contra.

—Vamos a intentarlo —había dicho—, si no es bueno, lo dejamos. Pero creo que nos sentará bien… —había dicho, con la cara roja, como cuando comía demasiado deprisa o cuando volvía de correr los domingos.

En la pantalla el concurso fue sustituido por un panorama de los Alpes.

—Austria —dijo Kalevi—, hace cuatro… no, cinco años. En invierno. Como puede verse. Allí hizo Sinikka su primer curso de esquí.

Había visto a Sinikka bajando una pendiente. Primero hacia la cámara y luego pasando de largo. A gran velocidad. En uve. No del todo segura sobre los esquís, pero con decisión.

—Seguro que te acuerdas —le había dicho Kalevi pasando rápido la película hacia delante, como si quisiera encontrar algo en particular, pero no había nada en particular, sino sólo la necesidad de despertar a Sinikka a la vida en una pantalla.

—Kalevi… —había dicho, pero él no quería escuchar.

Había pasado la película para adelante y para atrás, diciendo todo el tiempo:

—Un momento. Espera. Ya casi lo tengo. Espera.

Al cabo de un rato ella se había levantado, se había lavado y se había metido en la cama. Se había tomado dos de las pastillas que le había dado el médico. Abajo se oía la voz de Sinikka. Y la de Kalevi. Y la suya. Algo metálica, pero reconocible.

Se había quedado sentada en la cama.

Más tarde había llegado Kalevi, se había quitado la chaqueta y el pantalón y se había echado a su lado.

—Perdona —le había dicho—, estaba un poco… histérico.

—No tienes que disculparte —le había contestado ella.

Y luego habían estado echados uno junto al otro esperando a que llegara el sueño, que, por fin, había llegado. Para Kalevi, no para ella. Aunque se había tomado otras dos pastillas, que en teoría eran muy fuertes.

Miró a Kalevi, su rostro marcado por el dolor y el cansancio. Incluso mientras dormía parecía cansado.

Ella se levantó, con cuidado de no despertarle, y bajó a la cocina. Puso agua a hervir. Tenía ganas de una infusión. De una manzanilla. Cuando uno estaba enfermo, la manzanilla atenuaba los dolores, le había enseñado su madre. Había muerto hacía unos años. Ruth Vehkasalo se sentía aliviada de que su madre no hubiera tenido que vivir lo que estaba ocurriendo. El agua hervía. Escogió una taza grande y blanca. Se sentó a la mesa de la cocina. Le llegó hasta la cara una vaharada de vapor. Tendría que esperar unos minutos para poder beberse el té.

Miró por la ventana.

Fuera, en la escalera, estaba sentada Sinikka. No ella, claro. Durante un momento le había parecido verla. Era culpa de las pastillas. Por lo visto sí que hacían efecto, aunque no el deseado.

Se acercó a la ventana y miró a la muchacha más de cerca. Estaba mirando al otro lado de la calle, y Ruth Vehkasalo esperó que no se volviera, porque entonces se daría cuenta de que la estaba mirando. Se parecía mucho a Sinikka. Incluso llevaba el pelo corto, ese peinado de chico por el que Kalevi se había enfadado. Habían tenido una pelea increíble y, al final, hasta ella se había puesto de parte de Kalevi. Aunque era un peinado bonito. Lo que decía Kalevi no era cierto…, que no parecía una chica, que la tomarían por un chico y que si era eso lo que pretendía.

Qué estupidez. Ruth Vehkasalo había visto enseguida que había una chica sentada en la escalera. A pesar del pelo corto.

Tenía un saco de dormir. Y una mochila colgada del hombro. Y una colchoneta enrollada en el suelo, a su lado. Por eso no podía ser Sinikka, porque Sinikka no tenía esas cosas. Y de todos modos, no podía ser Sinikka.

Tenía que decirle que se marchara de ahí. No podía ser que estuviera allí sentada una chica que se parecía tanto a Sinikka, ella no tenía la culpa, pero era una tortura insoportable, era sencillamente demasiado. Se lo diría a la muchacha. Le pediría con mucha calma que se marchara.

Fue por el pasillo hacia la puerta y sintió algo en la garganta, una sensación de opresión que casi no la dejaba respirar. Abrió la puerta y la volvió a cerrar enseguida, porque no podía respirar y tenía miedo de no ser capaz de hablar.

La muchacha se dio la vuelta y dijo:

—Estoy otra vez aquí, mamá.

El peinado, pensó. Bonito peinado. El dolor de la garganta pareció extenderse.

Hacia arriba, a las mejillas, y hacia abajo, al pecho. Retrocedió. Paso a paso. Estaba ya en el pasillo y la muchacha venía hacia ella. Parecía desconcertada.

—¿Mamá?

Ella tanteó buscando la barandilla de la escalera. Era mejor. Así podía sujetarse.

Oyó la voz de Kalevi. Arriba. Estaba arriba, al principio de la escalera.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Ella sintió cómo algo se le agolpaba en la garganta, algo que pugnaba por salir. Y sintió también otra cosa, sintió cómo en cuestión de segundos todo ello se desvanecía.

No era malo, al contrario. Agarró la barandilla y pensó que para esas cosas, las que acababan de pasar, tenían la cámara de Kalevi y los álbumes de fotos, y los iban a mirar.

En cuanto se presentara la ocasión, sin falta, pero sólo cuando se presentara la ocasión, y eso podía tardar, en algún momento se lo tendría que decir a Kalevi, a Kalevi, que en ese momento bajaba por la escalera, mirándola nervioso y sin saber a qué atenerse.

Kalevi bajó despacio y luego, al ver a la muchacha en la puerta, se quedó parado.

Se quedó parado.

—Sinikka —dijo.

Ella oyó el nombre, sintió cómo le entraba en el cuerpo. Y sintió también cómo el grito que tenía en la garganta se iba desplazando lentamente hacia arriba, de manera que eso también pasaría.

Kalevi estaba junto a ella. Sintió sus lágrimas en las manos y un grito en su garganta y vio a Sinikka, extraña y cercana, en la puerta.

Todo el resto tendría que esperar, porque la vida, la vida de verdad, acababa de empezar.