A las seis de la mañana Timo Korvensuo estaba ya sentado en el vestíbulo del hotel. Una señorita muy amable le preguntó si deseaba leer el periódico. Declinó con un gesto de la mano y siguió mirando a los camareros preparar el bufet del desayuno.
Seguía sopesando la idea que, desde que se había despertado, le rondaba la cabeza.
Pärssinen. «Un viejo portero amable». ¿A cuántas personas habría violado y asesinado?
En todos esos años.
«Tantos años», pensó. Volver para encontrárselo todo como antes. La casa de Pärssinen. El viejo sofá. Los sueños no existen.
La misma amable señorita le preguntó si podía traerle un café.
Dijo: «No, gracias». Servicio atento. Buen hotel.
Sintió que andaba y que hablaba con el joven empleado de la recepción. Sí, se quedaba una noche más. Un día y una noche. El joven observó una pantalla y tecleó algo.
—No hay ningún problema, señor… Korvensuo.
—Gracias.
En el comedor de desayunos rompió un huevo. La yema se derramó sobre un panecillo y al final se tomó un café. Se comió un yogur, al que había añadido un poco de mermelada.
En algún momento los camareros empezaron a retirar el bufet y a quitar los manteles de las mesas con prontitud. Una niña de unos dos o tres años corría por la sala y se le quedó mirando, curiosa, con los ojos como platos. La madre la cogió en brazos y se disculpó.
—No tiene importancia —dijo él haciendo una mueca.
La niña sonrió azorada.
Volvió a su habitación, la cama ya estaba hecha. Se oía cerca, en la habitación de al lado, el zumbido de una aspiradora, y Pärssinen se empeñaba en limpiar de su coche manchas que no podía haber.
Tomó el ascensor hasta el garaje y se subió al coche. La carretera secundaria estaba muy soleada. Qué verano tan estupendo. Si seguía así. Eso nunca se sabía. De ninguna manera.
Aparcó en una altura desde donde se podía ver el edificio de hormigón. La casa de Pärssinen entre los árboles. La ventana. Las persianas cerradas. El parque infantil.
Niños. Un niño y dos niñas. Las niñas se tiraban por el tobogán, el niño se columpiaba.
A Pärssinen no se le veía por ningún lado.
Bajarse del coche, andar pausadamente, saludar a los niños, llamar con los nudillos a la ventana y un desconocido abriría la puerta y diría: «¿Pärssinen? Nunca he oído ese nombre. ¿Quién es?».
Aku. Laura.
Las niñas se tiraban por el tobogán, el niño se columpiaba. Como un loco. Cada vez más alto, tanto que Korvensuo estuvo seguro de que iba a dar la vuelta.
Pero eso era imposible. Lo había aprendido de niño. Por mucho que uno se esforzara, uno no podía nunca dar la vuelta con el columpio.
Uno podía caerse y hacerse daño, eso sí. Eso le había pasado. Le habían sangrado las rodillas y, muchos años después, un médico opinó que su lesión de menisco podría ser consecuencia de esa caída.
El niño se frenó, se bajó ileso del columpio y apartó a una de las niñas del tobogán. El niño se tiró por el tobogán y las niñas corrieron al columpio.
Pärssinen salió de su vivienda y se estiró. Les gritó a los niños algo incomprensible. A Korvensuo la voz le llegaba muy atenuada. Pärssinen se encaminó con un trotecillo hacia el supermercado y desapareció de su vista.
«Esperar —pensó—. Esperar a que Pärssinen vuelva. Hacerle una pregunta. Obtener una respuesta. Y decirle al final: "No volveremos a vernos"».
Llamó a Marjatta. Estaba en el centro con Aku. Aku le arrancó el teléfono de la mano y le preguntó si ya estaba de camino hacia casa.
La voz de Aku.
«Sí», pensó, y no dijo nada.
Luego le explicó a Marjatta que la cosa se iba a alargar un poco. Uno o dos días.
No lo sabía.
Marjatta le preguntó si había visto la tertulia de Hämäläinen, con la mujer, la madre de la muchacha que había sido asesinada entonces, y el policía que había dirigido las pesquisas.
Respondió que no.
Pärssinen volvió. Llevaba una bolsa blanca en cada mano. Leche, azúcar, huevos.
Aguardiente de ciruelas.
Estarse un rato sentado en casa de Pärssinen. En la sombra. Viendo películas viejas.
Respondió que no, que se la había perdido. Preguntó qué habían contado.
Marjatta dijo que la mujer le había dado mucha pena.
Aku quería ir al cine. Korvensuo les deseó que lo pasaran bien y apagó el móvil.
Sentía escalofríos.
Pärssinen había entrado en casa y no había vuelto a salir. También el niño se fue en algún momento a su casa, probablemente para el almuerzo. Las niñas se marcharon en bicicleta. Pedaleaban con mucha energía. Como Pia Lehtinen.
—¿Listo? —le había preguntado Pärssinen.
Y él había contestado:
—¿Qué quieres decir?
Timo Korvensuo seguía sentado en el coche, con la mano en la portezuela, listo para bajarse. Hacerle a Pärssinen una última pregunta. Despedirse. Abrió la portezuela y volvió a cerrarla. La abrió y la volvió a cerrar. Varias veces se bajó y anduvo unos pasos. Luego volvió al coche, se dejó caer en el asiento y siguió contemplando el cuadro vacío.
Pia Lehtinen pedaleaba con fuerza y se le acercaba.
El niño volvió y siguió columpiándose. Como un poseso. Frenaba y cogía impulso de nuevo…
Timo Korvensuo se bajó del coche. Anduvo con pasos pausados. El niño no le prestó ninguna atención hasta que se quitó la chaqueta y la dejó en la hierba y se sentó en el otro columpio.
—¿Apostamos a ver quién llega más alto? —propuso Korvensuo, y el niño se le quedó mirando.
Korvensuo se catapultó hacia las alturas. Un pinchazo en el estómago. Oyó al niño reírse.
Vio volar a su lado la ventana de Pärssinen.
—¡Venga, empújame! —gritó.
El niño dudó un momento, y luego se tiró del columpio y le empujó con todas sus fuerzas. Korvensuo sintió un pinchazo y un tirón y la posibilidad de dar la vuelta.
Pia Lehtinen siguió su camino. Él se bajó del pequeño coche rojo, la vio alejarse y sintió el sol en la frente.
Cuando llegó el momento se soltó.
Le pareció que caía en blando.
—¡Hostias! —exclamó el niño.
Korvensuo cogió la chaqueta y se dirigió, por la hierba, hacia los árboles.
Paso a paso.
Se subió al coche y se marchó. El dolor agarrado al tobillo y al hombro derechos.
La ventana de Pärssinen estaba tapada por las persianas y el niño seguía con la cadena del columpio en la mano.