Joentaa se despertó y buscó la mano de Sanna, porque creía tenerla a su lado.
Durante unos instantes se preguntó, contrariado, dónde se habría metido a esas horas de la mañana.
Luego se incorporó. A través del ventanal la luz del sol inundaba la habitación. La superficie del lago parecía un espejo. Estaba tumbado en el sofá del salón. Se había quedado dormido leyendo las actas, que estaban esparcidas por la mesa y el suelo.
Tras la marcha de Ketola había pasado aún horas hojeándolas y esperando encontrar algo decisivo si las leía atentamente. Había luchado contra el cansancio, en algún momento había empezado a coger un acta nueva cada cinco minutos con la esperanza de que, de repente, la palabra clave le saltara a la vista. No lograba sacarse de la cabeza esa idea. La idea de haber visto algo importante sin darse cuenta.
Probablemente era sólo consecuencia del cansancio excesivo y de la extraña conversación nocturna con Ketola.
Al final se había concentrado sólo en la lista que habían confeccionado Grönholm y Heinonen. De los cincuenta y cinco nombres habían quedado, al final de la tarde, cuarenta y ocho. Otros siete fallecidos, tal como lo había expresado Petri Grönholm, y en consecuencia cuarenta y ocho hombres vivos cuyo denominador común era haber poseído un utilitario rojo entre los años 1974 y 1983 en Turku y sus alrededores.
Examinó la lista apretadamente impresa y se preguntó cómo iban a conseguir algo con eso. Un asesinato cometido treinta y tres años antes y una muchacha desaparecida hacía veinticuatro años. Vagos indicios sobre un utilitario rojo de los que ahora se desprendía esa lista. Nombres al azar sobre una hoja de papel. Mucho más que eso no era, esa lista, y, sin embargo, durante la noche había estado firmemente convencido, de repente, de que esa lista encerraba una respuesta. Había estudiado los nombres, las direcciones y los números de teléfono hasta que las letras habían empezado a bailarle. Y así debió de quedarse dormido. No lograba recordarlo.
Se duchó deprisa y se vistió. Mientras iba hacia el centro, pensó durante un instante en el despertar, cuando había creído tener a Sanna a su lado y que le bastaría estirar la mano para acariciar la suya. Un momento que dejaba tras de sí el vacío más absoluto, y la más absoluta certeza y que antes, a los pocos meses de la muerte de Sanna, se había repetido muy a menudo. A veces había dado vueltas por la casa buscándola, pensando que su muerte había sido un sueño, el último de la noche.
Ya en la oficina, se sentó frente al ordenador y observó la foto. La iglesia roja delante del mar, fotografiada justo ese día, el día del entierro. Ketola había guiñado los ojos cuando la vio por primera vez y Kimmo pensó durante un instante que tendría que decir algo para justificarse. Pero no lo había hecho, porque no había nada que decir.
Había escaneado la foto y la había puesto de salvapantallas, y, mientras lo hacía, no pensó que tuviera nada de particular. Había escogido esa foto porque no tenía otra que poner. Ésa era la respuesta a la pregunta tácita de Ketola.
Pensó en Ketola. Durante años había ido a trabajar con una sensación de malestar, sabiendo que le costaría mucha energía evitar las miradas críticas de Ketola. Siempre había admirado a Grönholm, que parecía soportar las explosiones de cólera de Ketola con mucha serenidad, y también, claro está, a Kari Niemi, que incluso en los momentos más enloquecidos había tenido siempre para Ketola una sonrisa apaciguadora.
La silla giratoria de Ketola seguía allí. Nadie la utilizaba, pero tampoco se le había ocurrido a nadie retirarla. Sundström se había traído su propia silla y se había instalado en un despacho privado, del que salía en ese momento con mucho ímpetu.
—Kimmo, qué bien que ya estés aquí —dijo manoteando con unas hojas de papel—. Quiero que esto esté listo antes de mediodía. Reunión a las dos —anunció.
Joentaa cogió la lista y vio otra vez los nombres que había estado estudiando toda la noche.
—Sí… —dijo.
—Ya sé que es muy vago, más que vago, por eso no debemos dedicarle demasiado tiempo, pero no quisiera tener que darme cuenta después de que el agresor estaba de verdad en esa lista.
Joentaa asintió.
—Heinonen y Grönholm han filtrado cuarenta y ocho nombres, por el momento.
Son doce para cada uno de nosotros. He marcado con un círculo quién hará las comprobaciones sobre qué personas. Llamada de teléfono o visita, me da igual. Lo importante es que a las dos todos tengan algo que decir al respecto.
Joentaa asintió y les echó un vistazo a los nombres. Oraniemi, Palolahti, Pärssinen, Peltonen, Seinäjoki, Sihvonen. Llamar a los padres de Sanna.
—Niemi acaba de comunicar que el grupo sanguíneo se corresponde. La sangre que encontramos es, casi con certeza, la de Sinikka Vehkasalo.
Kimmo asintió. No era una información sorprendente. Se enderezó en la silla y contempló los nombres que Sundström le había asignado.
—Empiezo ahora mismo —dijo.
—Estupendo —dijo Sundström—. Solo faltaría que no encontráramos al bromista…
Joentaa se le quedó mirando incrédulo.
—Al cabrón. Al hijoputa. Al agresor —precisó Sundström—. Para mí un café, ¿para ti té? —preguntó.
—Sí, gracias —respondió Joentaa.