Los niños corrían, incansables, entre la sauna y el lago. Aku, Laura y las hijas de los Mustonen. Timo Korvensuo los observaba y no sentía más que alegría, alivio y una agradable sensación de vacío tras unos días muy atareados.
La hija menor de los Mustonen llevaba un bañador rosa, la mayor una braguita de bikini roja y una parte superior a rayas verdes y blancas. Le gustaba, no le molestaba, seguía hablando con sus invitados y percibía los detalles al margen. Las gotas de agua en el brazo, cómo la mayor se pasaba la mano por el pelo de una manera muy particular, y el agua que le salpicaba el brazo cuando las chicas corrían alrededor de la mesa.
Jugaban a policías y ladrones, y el perseguido era siempre Aku, las muchachas se tiraban encima de él y le hacían cosquillas y Aku reía, pero permanecía impasible; saltó de nuevo al agua y las chicas le siguieron. Nadaron lejos, se les oía reír en la distancia.
—¡Tened cuidado, por favor! —gritó Marjatta.
—¿Qué quieres que les pase? —dijo Arvi.
—¿Quién quiere más carne? —preguntó Korvensuo.
Johanna y Marjatta negaron con un gesto, Arvi levantó la mano.
—¿Tú también, Pekka? —preguntó Korvensuo.
—Bueno…, pues sí —murmuró Pekka.
A Korvensuo le divertía pensar en su joven empleado. Cuando se trataba de vender casas, Pekka Rantanen no era ni la mitad de tímido que ahora. Sentado en la silla, haciendo esfuerzos por parecer relajado, apenas había pronunciado una palabra y había comido muy poco. Qué diferentes podían ser las personas dependiendo de las situaciones.
Korvensuo repartió la carne en los platos, dio una vuelta sobre sí mismo sin que los demás parecieran advertirlo, se sentó y se puso a comer con ganas, mientras que Arvi se explayaba sobre la situación del equipo nacional finlandés de fútbol.
—Tienen buena gente pero no saben qué hacer con ellos, créeme, será otra vez un fracaso —dijo, y Korvensuo rió, mientras las risas de los niños se iban acercando de nuevo.
—Mala racha de lesiones —musitó Pekka.
—Ya que estamos con ello, enciende el televisor, el equipo juvenil juega hoy un partido de preparación.
—Claro, si las mujeres no tienen nada en contra —dijo Timo Korvensuo, pero las mujeres estaban enfrascadas en una conversación sobre tiendas de segunda mano Korvensuo sacó a la terraza el pequeño televisor sin dejar de sonreír. Lo puso encima de una silla, lo encendió e intentó colocar la antena en la posición correcta
—¿Te ves hasta los partidos del equipo juvenil? —preguntó Pekka desde atrás.
—Sólo si los jóvenes son buenos llegaremos algún día a estar entre los primeros —objetó Arvi.
La imagen no era demasiado buena, pero bastaba.
—Desde luego, podríais compraros un televisor nuevo, éste parece una antigualla —dijo Arvi.
—Casi nunca vemos la televisión cuando estamos aquí…, y además funciona, ¿no? —dijo Korvensuo, señalando a la pantalla.
La imagen, en efecto, se veía ahora con mayor nitidez, los finlandeses estaban en poder de la pelota.
Korvensuo se volvió y miró hacia abajo, al lago. Las chicas estaban de pie en el sol del atardecer y se daban empujones, hasta que Laura, con un chillido, se cayó al agua. Aku ya se había vestido, se acercó a ellos y dijo que quería un helado.
—Enseguida —gritó Marjatta. Korvensuo se sentó y se dejó arrullar un rato por la charla de Arvi sobre el fútbol finlandés. De vez en cuando metía baza Pekka. También el juego que se desarrollaba en la pantalla surtía un efecto cansino y el calor de la tarde le envolvía como una manta. De vez en cuando se le cerraban los ojos.
Marjatta sacó el helado y los niños, hablando todos al mismo tiempo, cogieron los platos que les tendía. Había desaparecido el sol, pero daba casi la impresión de hacer más calor. Vio al locutor de las noticias en la pantalla. Iba a preguntarle a Arvi si había terminado el partido o sólo el primer tiempo, pero Marjatta le hizo una pregunta que percibió como a través de un velo, y entonces vio algo que le irritó…
—¿Hm?
—Que si quieres helado, el poco que ha quedado —repitió Marjatta, poniéndole el helado delante de las narices, pero él no podía quitar los ojos de la imagen que veía y que…, a su alrededor parloteaban las niñas y Aku se puso a llorar…
—Voy a sacar otro vaso de helado de la nevera, así estarán todos contentos, y Aku también —oyó decir a Marjatta, y notó cómo se levantaba.
Se acercó.
—¿Qué ha pasado? —preguntó a Arvi al pasar a su lado, pero Arvi no le oyó, porque estaba discutiendo animadamente con Pekka.
Aku había dejado de llorar.
—Yo también quiero más —dijo Laura.
Korvensuo se arrodilló ante el televisor sin apartar los ojos de la pantalla e intentó concentrarse en las palabras que salían del aparato. Buscó con la mano el botón del volumen.
—¿Ha pasado algo especial? —oyó preguntar a Marjatta a sus espaldas, pues estaba justo detrás de él, mientras subía el volumen con cuidado.
Marjatta le puso una mano sobre el hombro.
El oía la voz desapasionada de un locutor de noticias.
—Sube el volumen, algo ha pasado —dijo Arvi.
En la pantalla se veía una bicicleta. Un campo. Un campo al sol. Junto a la bicicleta, Korvensuo reconoció una cruz. Una cruz plantada en el suelo delante de un campo, y detrás, en el campo, una bicicleta, la bicicleta estaba tirada al sol. La voz del locutor hablaba de la cruz y de un caso similar ocurrido treinta y tres años atrás.
Apareció en pantalla la foto de una muchacha. La voz pronunció su nombre y su edad y explicó que había sido asesinada hacía treinta y tres años.
—¡Qué horror! —oyó exclamar a Johanna, y entonces vio en la pantalla un coche rojo, no una foto, sino el dibujo de un pequeño coche rojo. Se incorporó de golpe. Algo le hizo estremecerse. Una sensación de calor. Seco. Como la arena. Pasó junto a los demás y volvió a la silla en la que estaba sentado antes. Los otros estaban de pie alrededor del televisor y hablaban, pero sólo oía la voz de Arvi, mientras que una arena seca y caliente le recorría todo el cuerpo.
—Uno se pregunta qué cerdo habrá podido hacer otra vez algo así —dijo Arvi.
Como nadie contestó, añadió:
—Desde luego, se te quitan las ganas de tener hijos.
Luego nadie dijo nada durante un rato. Los niños estaban un poco confundidos delante del televisor y comían helado. Marjatta propuso hacer café y Johanna la siguió a la cocina. Aku aprovechó la ausencia de su madre y se sirvió otra ración de helado.
—¿Puedo? —preguntó.
Korvensuo asintió.
Arvi y Pekka volvieron a su sitio y siguieron observando la pantalla, estaba empezando el segundo tiempo. Las niñas bajaron al embarcadero con un juego de cartas.
Korvensuo lo veía todo con gran claridad. Sentía el cuerpo lleno de arena.
Marjatta sirvió el café.
Arvi y Pekka celebraron un gol de los futbolistas finlandeses.
—Uno tiende a pensar que en Finlandia no pasan esas cosas —dijo Marjatta; Johanna asintió. Arvi y Pekka estaban enfrascados en el juego. Korvensuo asintió.
Seguía asintiendo con la cabeza y mirando a la pantalla. Se llevó la taza a los labios.
—¿Entendéis? —preguntó Marjatta.
—Naturalmente —dijo Johanna.
—Cerdos los hay en todas partes —intervino Arvi sin volver la cabeza de la pantalla.
—Fuera de juego —dijo Pekka.
Korvensuo sentía que los ojos de su mujer le miraban.
—Seguro —dijo—, seguro.
Se volvió a llevar la taza a los labios. Ante sus ojos vibraba una imagen a cámara lenta. Una falta.
—En las noticias han dicho que exactamente en ese mismo sitio fue asesinada una muchacha hace treinta años —dijo Johanna.
—Hace treinta y tres años, han dicho —subrayó Pekka.
—Justo en el mismo sitio. Al lado de la bicicleta estaba la cruz en recuerdo de la muchacha muerta —añadió Johanna.
—No deja de ser extraño —dijo Arvi—, el autor del crimen de entonces será ya un jubilado.
—Depende —dijo Pekka.
—Seguro que la cruz la puso la familia de la muchacha —dijo Marjatta—. Y ahora han vuelto a… profanar el lugar
—Hombre, profanar… —replicó Arvi.
—¿La familia, crees tú? —preguntó Korvensuo.
—Sí. Bueno, mejor dicho, lo supongo, no lo han dicho pero han mencionado que la chica vivía a pocos minutos de allí. La chica que fue asesinada entonces.
—¿Han dicho qué edad tenía? —preguntó Korvensuo.
—¿La muchacha de entonces?
—Sí.
—Trece —dijo Pekka.
Korvensuo asintió. Seguía asintiendo.
—Algo positivo tiene. A lo mejor así logran pillar al hombre. A lo mejor esta vez ha cometido algún error —aventuró Arvi.
—No puede ser el mismo. Después de treinta y tres años… —dijo Pekka.
—¿Y quién si no? —preguntó Arvi.
Korvensuo cogió la taza. El centelleo ante sus ojos aumentaba. Oyó a los niños reírse. Se sentía extrañamente ligero. El partido no se acababa nunca. Marjatta sirvió más café y repartió galletas de chocolate.
—Dime una cosa… —empezó Korvensuo. Su mirada se encontró con la de Marjatta.
—¿Qué has dicho? —preguntó Marjatta.
—Bah, no es nada.
Ya no sabía lo que había querido decir. Probablemente se había propuesto cambiar de tema. Volver a hablar del fútbol finlandés, pero no le habían salido las palabras. Se sentía ligero, muy ligero y tenía el estómago algo revuelto. Los ojos de Marjatta seguían puestos sobre él, y Arvi y Pekka hablaban sobre la muchacha desaparecida.
—La encontrarán en el mismo lago donde encontraron a la otra —estaba diciendo Arvi.
—Probablemente —convino Pekka.
—Pero es de todos modos extraño. No he oído nunca que se repitiera algo semejante así como así después de treinta años —dijo Arvi.
Pekka farfulló algo que Korvensuo no logró entender. En la pantalla unos jugadores acorralaban al árbitro.
—¿Ha pitado un penalti o qué? —preguntó Arvi.
—Eso parece —respondió Pekka.
Ambos se echaron hacia delante para oír la opinión del comentarista. Korvensuo observaba la pantalla. El penalti. El jugador engañó al portero, un tiro raso al ángulo inferior izquierdo. Algunos jugadores lanzaron gritos de júbilo, y Arvi dijo:
—Lo mismo pasa en todos los partidos de mierda. A tres minutos del final.
—¿Cómo van? —era su voz—, ¿pero cómo van?
—Uno a uno. Te veo muy metido en el tema —dijo Arvi.
—No está mal, entonces —respondió Korvensuo.
—¿Qué quiere decir, no está mal? No basta, con eso, si las cosas se ponen serias, llegamos como mucho al tercer o cuarto puesto del grupo.
Abajo, en el embarcadero, los niños reían. A su derecha Marjatta y Johanna parecían estar hablando de la muchacha asesinada. Sí, hablaban del miedo que les daba.
Korvensuo se llevó la taza a los labios y mordió una galleta de chocolate. En la pantalla, un jugador respondía a una entrevista.
—Dime una cosa… —volvió a empezar Korvensuo.
—¿Eh? —preguntó Arvi.
—¿Cuántos juegos faltan aún?
—¿Qué quieres decir?
—¿Cuántos partidos de calificación? En el grupo A.
—No lo sé. ¿Tres?
—Cinco —intervino Pekka.
—De todos modos, no servirá de nada —opinó Arvi.
Korvensuo seguía asintiendo, concentrándose en las risas de los niños, que estaban jugando a las cartas en el embarcadero. La vibración ante sus ojos había disminuido, pero en cambio sentía otra vez escalofríos. Muy ligeros, pero constantes, arena a través del cuerpo. Arvi apagó el televisor. Marjatta cogió la cafetera vacía.
—Deja, yo lo hago —dijo Korvensuo.
Se había puesto de pie muy deprisa y tuvo que luchar contra una ligera náusea mientras se encaminaba a la casa. Una vez en la cocina, encendió la cafetera y se quedó mirando cómo goteaba el café en la jarra. Más tarde tendría que reflexionar. Cuando se hubieran marchado los invitados. Cuando Marjatta y los niños se hubieran ido a la cama. Tendría que pensar con calma en un par de cosas.
Vio por la ventana a Arvi bajar la cuesta. Probablemente quería tomar una sauna.
Johanna y Marjatta charlaban animadamente, tranquilas. Seguro que ya no estaban hablando de lo que habían visto en las noticias. Pekka se había echado un poco hacia atrás en la silla y miraba el cielo. Korvensuo cogió la cafetera y salió al exterior.
—¿Puedo ofrecerte algo? Tenemos también bebidas frías. ¿Limonada? —propuso al llegar a la mesa.
—Oh, sí —respondió Pekka.
Se dirigió otra vez a la casa, entró en la cocina y sacó de la nevera una botella de limonada. La sentía, fría, en la mano. En su cabeza explotó una vena. Por lo menos, eso le pareció. Una sensación de calor se extendió por su interior, desde la frente, pasando por las mejillas, hasta invadir todo su cuerpo.
Salió otra vez y entregó a Pekka la botella. Pekka le dio las gracias. Korvensuo asintió con la cabeza. También él tenía sed. Volvió a entrar en la cocina y cogió otra limonada de la nevera. Bebió con ansia. Toda de un trago y luego sintió cómo tomaba impulso y, con todas sus fuerzas, estrellaba la botella contra la pila. La botella reventó en sus manos. Vio por la ventana que todos se sobresaltaron.
—¡No ha pasado nada! Ahora lo limpio. Se me ha caído una botella —gritó.
Marjatta se dirigió hacia la casa.
—No ha sido nada —explicó él cuando la vio en la puerta. Le dio la espalda y se puso a buscar en el armario un cepillo y un recogedor—. Lo limpio enseguida. No ha pasado nada.
—Cuidado con los cristales —dijo Marjatta.
Korvensuo asintió.
—No te preocupes —dijo.
La mayor parte de los cristales estaban en la pila. Algunos se le habían quedado enganchados a la camiseta y a los brazos. Le salía un poco de sangre de un dedo, pero era sólo un rasguño. Se cerró la herida con un pañuelo y metió los cristales en una bolsa de basura.
Miró por la ventana. Vio a Arvi correr de la sauna al lago y tirarse al agua completamente desnudo, para regocijo de los niños.