Poco después de las seis llamó Sundström.
—Estoy aquí, delante de la puerta de tu casa.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—Fuera —respondió Joentaa.
—¿Cómo?
—Las cosas se desarrollan de manera diferente a como pensábamos —dijo Joentaa.
—¿Qué?
—Salgo de aquí ahora mismo. Estaré allí dentro de media hora, y entonces hablamos.
—¿Pero dónde estás? ¿Oye?
—Hasta ahora —dijo Joentaa, y colgó.
Se levantó con gran esfuerzo.
—¿Sundström? —preguntó Ketola.
Kimmo asintió.
—Teníamos previsto viajar a Helsinki. Bueno…, hasta luego.
—Hasta luego —dijo Ketola.
Joentaa caminó por el césped, que parecía tragarse sus pasos, sintiéndose muy ligero. Mientras conducía pensaba vagamente en lo que iba a contar a Sundström.
Probablemente nada. Le diría que lo primero que necesitaba era dormir una o dos horas.
Y luego ya se vería. Dio un rodeo.
En la casa verde claro reinaba la calma. No tenía ni idea de lo que les iba a decir.
Sabía sólo que tenía que hablar con los padres de Sinikka. Enseguida.
Estaba a punto de bajarse del coche cuando vio a la muchacha por el retrovisor. A cierta distancia. Caminaba despacio, pero sin esfuerzo, casi como si volara, llevaba la cabeza baja y parecía concentrarse en contar sus pasos.
Se acercó. Joentaa pudo ver una mochila, un saco de dormir y una colchoneta enrollada bajo el brazo. Le sorprendió que los padres no hubieran notado la desaparición de esos objetos. Pero si había entendido un poco cómo era Sinikka, entonces seguro que habría comprado todo a tiempo y lo habría escondido.
Se había preparado a conciencia para su… aventura. Se detuvo delante de la casa verde claro. Al cabo de un rato se sentó en el primer escalón de la escalera que llevaba a la puerta de entrada.
Parecía estar esperando. A que sus padres se despertaran. O a sentir el impulso de llamar a la puerta. O a cualquier otra cosa.
Joentaa esperó también un rato, luego dio la vuelta al coche y se dispuso a comenzar un día que prometía ser tan veraniego como el que acababa de terminar.