Elina Lehtinen se despertó temprano por la mañana con la imagen de Pia. Había llenado su sueño y se desvaneció en cuanto abrió los ojos.
Aún sentía el maquillaje sobre la piel y pensó en Ketola, con quien había estado hablando de lo divino y lo humano hasta las tantas, hasta que fueron los últimos clientes del café que había junto a los estudios de televisión.
Dos personas mayores que habían bebido demasiado. Probablemente, vistos desde fuera daban una imagen un tanto extraña. Al final, hasta el camarero les había dicho que hacían buena pareja. Elina había soltado una risita y Ketola se había quedado con la boca abierta.
Que iba a atrapar a ese hombre, había dicho Ketola por la tarde. Al hombre que Lo había hecho. Y que ya el día de su despedida lo tenía claro. Que tenía que hacerlo. Por motivos que se le escapaban.
Elina Lehtinen había asentido sin comprenderle, pero entendió enseguida que tenía sentido, y no lo dudó ni un instante, cuando él, a mediodía, después de treinta y tres años, se presentó ante ella para pedirle que dieran juntos una entrevista en televisión. Naturalmente, Hämäläinen. El programa con el récord de audiencia, que ella solía ver cada domingo. Hablar de Pia. Contestar a las preguntas de Hämäläinen.
Ketola le había explicado que se trataba de poner las cosas en marcha, de atraer a ese hombre hasta que cometiera un error y entonces, había dicho con su voz tranquila y firme Ketola, le atraparía. Por supuesto, había contestado Elina Lehtinen, mientras veía pasar por delante de su casa a Turre, su vecino, y se preguntaba cómo le iría a su mujer, que se había caído de la cama en el asilo.
Durante la entrevista había sentido la luz de los focos sobre la piel, y Hämäläinen había hecho preguntas, preguntas sobre las que había sido informada durante una entrevista previa, y había hablado despacio y con gran seguridad, había sopesado cada palabra hasta estar segura de que correspondía a la realidad.
Vestir de palabras la muerte de Pia. Por primera vez en su vida. Hablando con una persona a la que no conocía.
En la voz de Hämäläinen había una suavidad profesional, una tranquilidad apta para las cámaras. No se lo reprochaba. Hämäläinen había echado un vistazo a las preguntas, Ketola, a su lado, mantenía la cabeza baja, los focos producían una luz artificial y ella había hablado como en trance y dándose cuenta de que le faltaban las fuerzas —y a Hämäläinen el tiempo— para comprender de lo que se estaba hablando realmente.
Al final el público había aplaudido durante un buen rato y Ketola temblaba a su lado. Un actor que le gustaba entró en el plató, su sonrisa la rozó levemente, y luego Ketola, ya fuera del escenario, le había dado las gracias, diciendo que no estaba seguro de si había hecho bien obligándola a pasar por ese trago. Que no estaba seguro de que sirviera para algo, de que funcionara, y luego le había pedido que fueran a beber algo juntos.
En el café, sorprendentemente, no había hablado demasiado de Pia, y tampoco de Sinikka Vehkasalo ni del agresor que, tras treinta y tres años, había vuelto a las andadas.
Ketola había hablado de su hijo. Se habían reído mucho, porque las historias del hijo de Ketola eran sencillamente divertidas, una risa desesperada, por supuesto, una risa triste, y cuando el camarero trajo la cuenta y Ketola se puso a rebuscar en sus bolsillos para sacar el dinero, se había dado cuenta de que, por primera vez en su vida, estaba completamente borracha.
Le había resultado agradable, e incluso ahora, que acababa de vomitar en el lavabo, le seguía pareciendo agradable.
Mientras vomitaba pensaba, curiosamente, en Hämäläinen y en el hecho de que jamás habría podido participar en el programa en esas condiciones, y que incluso el actor alcohólico parecía completamente sobrio al entrar en el plató. Luego se preguntó si su vecino Turre habría visto el programa, o Hannu, su ex marido no divorciado. Y que, en cualquier caso, se trataba de su primera y última intervención de ese tipo.