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La mañana era fresca. Timo Korvensuo sintió, al despertarse, un pinchazo, breve y agudo, en la espalda. Su brazo izquierdo estaba apoyado al volante y durante unos segundos no consiguió moverlo, era como si el brazo hubiera dejado de ser parte de su cuerpo.

Esperó un rato, mirando el aparcamiento por el parabrisas, mientras el dolor trepaba por su brazo y luego pasaba progresivamente a todo su cuerpo.

Se incorporó y recordó otra mañana, muchos años antes. Había estado sentado con unos amigos en un bosque, alrededor de una hoguera. Toda la noche. Algunos se habían quedado dormidos, otros habían contemplado en silencio las llamas temblorosas, él se había levantado, había farfullado una despedida y se había echado a andar.

Tuvo que abrirse camino entre matorrales y árboles hasta dar por fin con el sendero del bosque, pero había tomado la dirección equivocada y no lograba encontrar su bicicleta. Le escocía una herida que tenía en el brazo y cada vez que respiraba sentía los pulmones llenos de humo.

Había deambulado durante horas por el bosque y todo le parecía igual. Cada árbol, cada sendero, cada encrucijada.

Cuando por fin encontró su bicicleta hacía bastante más calor y brillaba el sol. Las bicicletas de los demás ya no estaban.

Se había pasado todo el camino a casa indignado consigo mismo por haberse marchado antes que los demás para luego llegar a casa más tarde. Los otros seguro que se habrían sorprendido al ver que su bicicleta aún estaba allí. O quizá no.

Probablemente ni siquiera se habían dado cuenta. Luego no había vuelto a hablar del asunto con ninguno de ellos. Todos estaban agotados después de esa noche.

Había sido durante las vacaciones. Habían estado hablando toda la noche. Habían comido carne, bebido cerveza y aguardiente y no habían parado de hablar. No lograba recordar ni una palabra, recordaba sólo el cansancio de por la mañana y el miedo difuso que había sentido al caminar por senderos siempre idénticos en un bosque donde todo era igual.

Fue al hotel. Aparcó el coche en el garaje y subió en ascensor directamente al quinto piso. No se encontró a nadie.

Su habitación estaba vacía. Sobre la mesa zumbaba su ordenador. Junto a él, la funda del deuvedé. Se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de la silla. El reloj del televisor marcaba las cinco y media.

La cama estaba hecha y fría. Se tumbó de espaldas y pensó en el desayuno.

Dentro de una hora bajaría a desayunar. Tenía hambre. Estaba muerto de hambre.

Tenía verdaderas ganas de ése estupendo desayuno, yogur fresco con fresas, huevos revueltos con bacon y salmón ahumado con pasta de rábano picante y un café con mucho azúcar. Tenía un hambre colosal, y en una hora podría saciarla.

Su brazo izquierdo yacía a su lado aún como un cuerpo extraño. Siguió mirando cómo pasaban las cifras del reloj del televisor, contando en voz baja.

Jamás se había alegrado tanto de comer. En la habitación contigua un hombre tuvo un ataque de tos excepcionalmente fuerte. Luego enmudeció durante un rato, para volver a empezar después con fuerza renovada. Timo Korvensuo podía oír incluso cómo se desprendían las flemas.

Contaba los minutos y sentía que algo estaba pasando. Algo importante.

No sabía qué era, pero, fuera lo que fuera, era algo muy significativo y le hacía sentirse ligero.