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Kimmo Joentaa se puso de camino hacia Lenganiemi temprano por la mañana.

Durante la travesía en el transbordador se mantuvo fuera, al aire fresco, tenía los ojos cerrados y pensaba en Sanna. Sin crearse una imagen en particular, se limitaba a pensar en su nombre.

Cuando abrió los ojos, el capitán del transbordador le estaba; mirando con cara de fastidio o de aburrimiento. El hombre se dio la vuelta en cuanto sus miradas se cruzaron.

El cementerio estaba iluminado por la luz de la mañana. Joentaa era el único visitante. A veces se encontraba con el pastor, que le saludaba amablemente y casi siempre desaparecía enseguida en la iglesia de madera pintada de rojo. Pero alguna que otra vez se acercaba y entonces se quedaban ambos ante la tumba de Sanna y cruzaban un par de palabras.

Hoy Joentaa estaba solo. Regó las plantas, observó durante un momento la losa, el nombre que en ella se leía y los números que abarcaban la vida de Sanna, y la superficie azul del agua. Luego se arrodilló y empezó a hablar en voz baja.

Una vez, poco después de la muerte de Sanna, el pastor le había sorprendido así, se lo encontró de repente a sus espaldas. Joentaa se había incorporado bruscamente y había tosido, con la esperanza de que el pastor pensara que había estado tosiendo todo el tiempo, no que estaba hablando solo. El pastor había sonreído con dulzura y con cara de saberlo todo, con suficiencia, pensó Joentaa en aquel momento y, desde entonces, siempre se cercioraba de que no hubiera nadie en los alrededores antes de comenzar sus conversaciones. Conversaciones con Sanna. O quizá consigo mismo o con el sol, la lluvia o la nieve. Eso carecía de importancia.

Acariciaba la tierra de la tumba y contaba de todo, todo lo que le pasaba por la cabeza. Hablaba mucho rato y lo que decía se iba haciendo cada vez más informal y carente de sentido, cada vez más espontáneo y liberador, y de vez en cuando se reía porque sabía que Sanna también se habría reído al escuchar lo que estaba diciendo, y, a veces, incluso se olvidaba de controlar si había alguien cerca que pudiera oírle.

Hablaba sin parar hasta que se sentía agotado y vacío.

Luego se subía al coche y volvía a tierra firme.