17

—Entra, Kimmo —dijo Ketola.

No pareció sorprenderse de la visita de Kimmo, aunque eran ya cerca de las tres de la madrugada. Las casas parecían fantasmas a ambos lados de las calles mientras conducía a casa de Ketola.

Siguió a Ketola al salón. La puerta de la terraza estaba abierta.

—Estoy sentado fuera. Hace una noche estupenda —dijo Ketola buscando su mirada, como si quisiera su aprobación.

Joentaa asintió.

Ambos en silencio, sentados en las sillas del jardín, en el umbral entre la noche y el día.

Ketola tenía una mano puesta sobre la maqueta, colocada otra vez sobre las ruedas. El prado, los árboles, la bicicleta, el coche rojo.

Sobre la mesa había una tarta de chocolate con frambuesas y kiwis.

—¿Quieres un trozo? —preguntó Ketola.

—No, gracias —dijo Joentaa y se inclinó, tras dudarlo un instante, sobre la mesa, porque le intrigaba el orden de las frambuesas.

—A y K —explicó Ketola—, Antsi Ketola. El nombre del festejado.

—¡Ah! —dijo Joentaa.

—La ha hecho mi hijo —dijo Ketola.

Se quedaron otra vez callados, Joentaa estaba esperando que le llegara el impulso de expresar en palabras aquello que aún ni siquiera había terminado de pensar.

Ketola parecía encontrarse a gusto en el silencio.

Kimmo dijo:

—Sinikka Vehkasalo.

Ketola alzó la vista:

—Sinikka Vehkasalo —respondió.

—Acudió a una fiesta de cumpleaños. Hace unos meses. Una amiga habló de ello y Heinonen, ya conoces su manía por el orden, anotó el lugar donde se había celebrado la fiesta, la dirección, aunque parecía carecer totalmente de importancia.

—Sí, sí, Heinonen… —dijo Ketola.

—Oravankatu, 20. Ésa es la casa de al lado. Son tus vecinos.

—Eh… —dijo Ketola.

Permanecieron en silencio un buen rato.

—Durante esa fiesta, Sinikka desapareció de repente —explicó al fin Joentaa.

—Tardó bastante tiempo en regresar y parecía cambiada. Como si hubiera pasado algo serio. Pero no quiso decirle ni siquiera a su amiga de qué se trataba. Se lo guardó como un valioso secreto.

—Ya… —dijo Ketola.

—Estuvo aquí. En tu casa. ¿Por qué? ¿Qué ocurrió ese día? —preguntó Joentaa.

—Nada —respondió Ketola.

—¿Nada?

Ketola asintió.

—¿Estuvo aquí? —preguntó Joentaa.

—Sí, claro.

«Claro —pensó Joentaa—. Claro».

—¿Por qué? —preguntó.

—Pregúntame algo más fácil —dijo Ketola.

—¿Por qué? —repitió Joentaa.

—No lo sé.

Joentaa esperó.

—Estaba sentado en la terraza. Como ahora. Las chicas corrían por el jardín e incluso saltaban a la piscina, aunque hacía mucho frío. Empezó a llover. Entraron todos a casa. Menos Sinikka. Sinikka saltó la valla y se acercó a la terraza.

—¿Por qué? —preguntó Joentaa.

—Por qué…, realmente no lo sé… Sabía que yo había trabajado en la policía, se lo había contado la hija de los vecinos…, probablemente sentía curiosidad. Y me preguntó por qué estaba triste.

—¿Qué?

—Curioso, ¿no? A mí también me lo pareció. Una muchacha de la edad de Pia Lehtinen… salta la valla y se pone a hacerme preguntas sin sentido…

—¿Y luego?

—¿Y luego qué?

—¿Qué pasó después?

—Yo estaba sentado aquí, como ahora, y seguramente me quedé mirándola como un idiota. Y entonces ella se echó a reír.

Joentaa pensó en la foto. Esa expresión tan seria detrás de la cual él había creído ver una risa abierta.

—Sí… —dijo Ketola—, dijo que me había estado observando y que no hacía más que preguntarse qué me pasaba, y entonces empecé a contarle todo.

—¿Contarle todo? —preguntó Joentaa.

—Todo, desde el momento en que empecé a pensar en Pia Lehtinen. En mi último día de trabajo, lo recordarás. Todo lo que, desde aquel momento, se me había pasado por la cabeza. Todo sobre Pia. Todo aquello que recordaba. Todo lo que pensé durante los meses después…, después de mi despedida… He tenido mucho tiempo para romperme la cabeza… Supongo que fue el monólogo más largo de mi vida.

Ketola se calló.

—¿Y? —preguntó Joentaa.

—Ella escuchaba, sentada ahí. Estaba… sorprendentemente tranquila. Hablé y hablé y, en algún momento, tuve la impresión de que nunca…, de que nada de lo que he dicho en mi vida era… tan directo…, es difícil de explicar…, tenía de verdad la sensación de que me escuchaba, de que lo entendía todo…, sin interrumpirme ni una sola vez, sin hacer ni una sola pregunta… Y, luego, al final…

Joentaa esperó.

—Al final señaló a la maqueta y me dijo, como si nada, que conocía bien ese sitio.

El lugar donde se encuentra la cruz es por donde ella pasa siempre para ir al entrenamiento de voleibol. Y luego…, estuvimos un rato callados. A mí ya no se me ocurría nada que decir. Y entonces, de repente, ella dijo que yo tenía que encontrar al hombre que mató a Pia Lehtinen…

Ketola enmudeció.

—¿Y entonces? —preguntó Joentaa.

—… y entonces pensé que era un comentario infantil y que tenía delante a una repipi sabelotodo. O que estaba soñando o que me había vuelto loco, o ambas cosas a partes iguales… ¡Qué sé yo!

Ketola se incorporó, se calló un momento y se sirvió un trozo de tarta, como si llevara mucho tiempo esperando poder hacerlo.

—¿Tú también? —preguntó.

Joentaa no reaccionó, pero Ketola no se dejó disuadir:

—Está muy buena, venga, hombre, pruébala —dijo, cortando un segundo trozo.

Joentaa cogió el plato que Ketola le tendía. Mordió la cobertura de jugoso chocolate y pensó que se sentía como debió de sentirse Ketola esa noche. Sundström se plantaría ante su puerta dentro de nada y le despertaría.

—Llovía mucho —prosiguió Ketola, limpiándose los labios. Parecía ahora más relajado, como si lo peor ya hubiera pasado—. Siempre que pienso en ese día, me parece oír la lluvia… en el toldo. Le dije que era muy tarde, que hacía ya muchos años, algo parecido, y ella… Sinikka… dijo que, en ese caso, tendría que pasar otra vez.

—¿Tendría que pasar otra vez?

—Sí. Que tendría que suceder otra vez en ese mismo lugar exactamente lo mismo.

Y entonces el asesino volvería, porque eso no le dejaría en paz…

—¿Y tú aceptaste?

—Por supuesto que no. Me pareció la idea más disparatada que había oído en mucho tiempo.

—Pero…

—Ella dijo que lo haría. Dijo que se había bajado tantas veces de la bicicleta y que se había preguntado tantas veces quién sería Pia Lehtinen, que, ahora que lo sabía, quería hacer algo. Quería ser la muchacha desaparecida. De todos modos, sus padres le tocaban las pelotas, perdona, pero fue así como lo dijo, y tampoco se llevaba muy bien con la gente del colegio, y por eso tenía ganas de desaparecer durante un tiempo. Tanto como fuera necesario. No está mal, ¿no?

—¿Cómo dices?

—La tarta —dijo Ketola.

—¡Ah!

—Bueno… Yo, naturalmente, pensé que sólo intentaba darse importancia.

Probablemente no pensé nada. Se marchó. Dijo, antes de irse, que tendría que tener un poco de paciencia, porque lo que sí quería era aprobar el curso y que la cosa tendría, pues, que esperar hasta las vacaciones. Y luego se marchó.

—Sigue —apretó Kimmo al ver que Ketola se recostaba otra vez en la silla.

—Me quedé aún un buen rato sentado en la terraza. Por la noche bajé la maqueta al sótano. A mi trastero. En el último rincón.

Ketola levantó la vista y miró a Kimmo a los ojos por primera vez desde que había empezado a hablar.

Joentaa lo esquivó.

—¿Y qué más? —preguntó.

—Nada más —respondió Ketola.

—Nada más.

Se quedó mirando a Ketola y sintió ganas de reírse. A carcajadas. En vez de eso, se levantó y se acercó a la maqueta, que estaba, sobre sus gastadas ruedas, junto a Ketola.

—¿Qué quiere decir…? —empezó, pero oyó luego un zumbido ensordecedor, un zumbido que tapaba sus palabras, cogió impulso y le dio una patada con todas sus fuerzas a la maqueta, que rodó hasta chocarse con la puerta del jardín, se cayó de las ruedas y fue a parar a un parterre—. ¿Qué carajo quiere decir nada más? —gritó—. ¿Qué significa?

Ketola contemplaba la maqueta entre las flores.

—¿Dónde está Sinikka Vehkasalo? —gritó Joentaa.

—No tengo la menor idea —contestó Ketola.

—Sinikka Vehkasalo está… viva… —dijo Joentaa.

—Pues claro que está viva —dijo Ketola.

Pues claro…

—Sólo ha llevado a cabo aquello que había anunciado. Yo mismo no podía creerlo… Le di mil vueltas a cómo debería reaccionar… y al final decidí… darle una oportunidad.

—¿Una qué?

—Sí, he hecho todo lo posible para que saliera bien lo que se había propuesto…

La entrevista con Elina… También he intentado todo el tiempo… dirigiros… al buen camino…

—¿Al buen camino…?

—Sí. Yo sabía que Sinikka estaba viva, por eso quería que os concentrarais en Pia, que desempolvarais el caso de entonces…

—¿Has perdido el seso?

—¿Cómo?

—¿Has perdido el seso? —repitió Joentaa.

Ketola se quedó callado.

—¿Cómo pudiste aparecer ante los padres de Sinikka, sabiendo que su hija estaba viva?

—Sí, eso no fue fácil. Ya lo viste…, estaba…, fue una tortura…, seguro que te acuerdas…, cuando estuvimos en casa de los padres…

—Sí. Me acuerdo.

—Lo pensé mucho, y estuve a punto de contártelo todo ya el primer día, pero luego… Algo me impidió hacerlo, es difícil… No te lo puedo explicar… Probablemente he cometido un error…

—Probablemente.

—Pero mira lo que ha pasado… Eso es lo más absurdo de todo… Sinikka tenía razón…, ¡eso es lo más absurdo de todo!

Joentaa asintió.

—Todo ha terminado, Kimmo —dijo Ketola.

Joentaa asintió.

—La muchacha, Sinikka, volverá…

Joentaa asintió.

—Pronto —añadió Ketola.

—Seguro —dijo Joentaa, sintiéndose repentinamente muy ligero y muy cansado

—, seguro.

Se acercó entonces al parterre, se puso en cuclillas, recogió la maqueta y la volvió a colocar sobre las ruedas. La dejó junto a Ketola.

—Gracias —dijo Ketola.

Joentaa se sentó.

—Seguro —repitió.

Tenía un poco de frío y recordó una noche en vela y una madrugada junto al mar.

En una localidad costera de Holanda, había olvidado el nombre. Sanna dormía tumbada junto a él y sus ronquidos eran tan fuertes que tapaban el rumor de las olas.

—Sundström me retorcerá el cuello —dijo Ketola—, pero no te preocupes, hablaré con él. Ya lo arreglaremos…, acarrearé con todas las consecuencias, si es que las hay…

—Claro —musitó Joentaa.

Casi no le oía. Estaba pensando en Sanna. En el momento en que su pulso se había parado. Lo había sentido con sus dedos. La falta de pulso que marcaba la muerte de Sanna. Había pasado muchas noches, una tras otra, despierto, para poder estar junto a ella en ese instante.

Pensó en Sinikka Vehkasalo e intentó imaginarse el día en que Sanna apareciera ante la puerta de casa y le dijera que todo había sido de otra manera.

Buscó la mirada de Ketola, pero no la encontró.

«Pronto», había dicho Ketola.

Esa palabra le retumbaba en la cabeza mientras ambos miraban al vacío.