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Kimmo Joentaa estaba sentado en el embarcadero. En la inestable mecedora en la que se solía sentar Sanna durante los últimos meses de su vida. Envuelta en mantas.

Kimmo había bajado al lago nada más volver a casa y había sacado la mecedora de la caseta donde había estado guardada los últimos dos años.

Miró la tranquila superficie del agua y pensó en el otro lago, en el deportivo plateado y en el cuerpo encogido en el asiento del conductor.

Recordó el día en que él y Sanna habían comprado juntos la mecedora, en un centro comercial, muy barata. Poco después de conocerse y poco antes de irse a vivir juntos.

Sanna había llevado la silla como un trofeo y la había metido en el maletero, parecido a lo que había hecho Ketola con la maqueta sobre ruedas. Bajo la nieve. No hacía tanto tiempo.

La mecedora estaba húmeda y, en algunos puntos, podrida. Y eso que siempre había estado en seco, Sanna siempre la había metido en la caseta cuando llovía o nevaba, pero siempre le salpicaban gotas de agua cuando Sanna se levantaba, se acercaba al borde del embarcadero y se tiraba de cabeza al agua. Eso había sido antes, no durante los meses previos a su muerte, durante ese tiempo Sanna ya no tenía fuerzas para nadar.

En algún momento, pensaba Kimmo, en el momento en que menos se lo esperara, la mecedora cedería bajo su peso y Sanna, si pudiera verlo, se habría reído al verle caído en el embarcadero con el brazo de la mecedora en la mano.

Cerró los ojos e intentó durante un momento poner en orden sus ideas, pero no era posible, era de todo punto imposible, y al fin se dejó ir.

Vio imágenes trémulas y desenfocadas y escuchó palabras que se habían dicho.

Hoy y durante todos esos años. O quizás ahora mismo, en su fantasía.

Sanna envuelta en mantas. Sundström que todo lo puntualizaba. En frases precisas y claras. En la sala de reuniones, bajo una luz demasiado clara. En la misma sala donde Ketola, hacía una eternidad, había anunciado la desaparición de Pia Lehtinen. Ketola en la oscuridad, con la cabeza apoyada en las manos, delante de una pantalla de ordenador.

En una casa ajena, en una habitación que consistía en ángulos rectos perfectos. Los colaboradores del equipo de rescate haciendo pacientemente su trabajo. Despacio, metro a metro. Elina Lehtinen en el jardín de su casa. Bizcocho de arándanos y té en tazas blancas. Pia riéndose a carcajadas en una foto y Sinikka mirando muy seria a la cámara.

Niemi, que había dicho que Sinikka estaba triste. Sencillamente triste. Un niño que le gritaba algo y un balón rojo. Y una tarjeta de visita. Timo Korvensuo, Agente de la Propiedad. Un número bajo el cual Timo Korvensuo, agente de la propiedad, ya no estaba localizable. Pero la mujer que les había abierto la puerta esperando ver a su hijo.

Aku. Hasta la vista, señor Joentaa. Un número al que no llamaría. Y una vaga sensación de haber visto algo. En algún momento que no podía precisar. Algo que era, sin duda, secundario.

Habían estado sentados en la sala de reuniones y Sundström estaba justo intentando integrar, con frases breves y claras, la figura del agente de la propiedad Timo Korvensuo en el contexto general de las investigaciones, cuando llegó la llamada del colega de Helsinki. Kimmo a punto estuvo de reírse al ver la cara de irritación de Sundström. Sundström, que estaba tan lanzado, había sido frenado bruscamente.

Los tiempos no cuadraban. Tan sencillo como eso. Timo Korvensuo había salido para Turku el domingo, el viernes, el día de la desaparición de Sinikka Vehkasalo, estaba aún en Helsinki. Lo corroboró su colaborador en la oficina. Lo corroboró su mujer, Marjatta. Y, tras una llamada de Heinonen, lo corroboró también el hotel de Turku.

—No quiere decir nada —había dicho Sundström, tras pensárselo un momento—. También puede haber ido a Turku el viernes a mediodía y haber regresado a Helsinki por la tarde. Es factible.

—Si no he entendido mal, el empleado de Korvensuo ha dicho que Korvensuo tuvo varias citas en Helsinki el viernes —había rebatido Heinonen.

—Sí, sí, tenemos que hacer comprobaciones —había dicho entonces Sundström, añadiendo que saldría para Helsinki por la mañana temprano. Y que Kimmo le acompañaría.

Pensó en Marjatta Korvensuo y en que la vería al día siguiente. Y en el niño, Aku.

Y en la hija, Laura. Iba a ver cómo estaban. Iba a poder hacerse una idea. Iba a sentarse frente a Marjatta Korvensuo. Lo mismo que hoy por la tarde, mañana se sentarían también uno frente a otro. Iba a tener la posibilidad de empezar desde el principio, de hablar con ella una vez más. Pero de qué.

Abrió los ojos y vio la extensa y tranquila superficie del agua. El sol de medianoche brillaba pálido, pero inexorable. En algún lugar de su mente, en un ángulo muerto, se escondía un pensamiento sobre algo que había visto pero no había comprendido.

Intentó acercarse al pensamiento y se vio, junto con Ketola y Antti, salir del archivo y correr bajo la nieve.

A Antti le habían hecho fijo y parecía encontrarse muy a gusto en el archivo con Päivi Holmquist. Kimmo se alegraba por él.

El trastero de Päivi Holmquist.

Las viejas actas de Ketola.

La caligrafía de Ketola. El día que habían encontrado el cadáver de Pia. A Ketola le había temblado la mano al escribir una nota en una hoja de papel. Una nota de las antiguas actas.

Kahlevi Vehkasalo. El padre de Sinikka. También a él le había temblado la mano mientras estaba sentado en el sofá junto a su mujer, rogándole que mantuviera la calma.

Mañana Grönholm y Heinonen irían a hablar con los padres de Sinikka.

Intentarían establecer una relación entre un difunto agente de la propiedad inmobiliaria y su hija. Aunque Korvensuo no podía ser el que se cruzó en el camino de Sinikka el viernes pasado. Probablemente no.

Pensó en Sinikka. En su cara en la foto. En el mensaje que le había dejado su madre en el buzón de voz. Siempre el mismo. Que llamara, por favor. Al final la madre de Sinikka había gritado y casi llorado, como intuyendo la catástrofe, aunque aún no sabía que habían encontrado su bicicleta.

El mensaje de Ruth Vehkasalo no había salido de la casa, puesto que el móvil estaba en la habitación de Sinikka. Por qué… por qué Sinikka no había cogido el móvil al salir para el entrenamiento… Pensó que tenía que preguntarle a los Vehkasalo si su hija era olvidadiza y empezó a sentir somnolencia…, al cabo de un par de horas tendría a Sundström ante la puerta.

Sundström quería salir temprano y había propuesto recoger a Joentaa en su casa…

No sabía qué hora era, pero seguro que no faltaban más de un par de horas, tenía la impresión de que el sol de la noche se iba transformando en la madrugada…, pero tenía también la sensación de no querer dormir…

De repente se incorporó.

Pensó en la maqueta sobre ruedas. Bajo la nieve. Y, meses después, en casa de Ketola. Sobre la mesa del salón. Ketola se había reído…, increíble…, simplemente, no lograba comprenderlo…, lo mismo le había ocurrido a él…, y, sin embargo…, algo de lo que había visto…, algo secundario. Uno de los investigadores había mantenido una conversación, una de las menos relevantes…

Se levantó y fue hacia la casa. Algo que sus ojos habían rozado…, un pasaje sobre el que su vista no se había detenido porque no era de los más importantes y porque estaba demasiado cansado para concentrarse…, una conversación mantenida hacía poco…, abrió la puerta y fue al salón, las actas estaban desparramadas, desordenadas, buscó una declaración sobre Sinikka, algo sobre lo que había reflexionado porque se salía de lo normal, no era importante, pero sí raro.

Hojeó las actas en todas direcciones y no encontró la maldita página. Se sentó y se impuso mirar con calma en todos los archivadores, uno tras otro. Calma.

Tranquilo, Kimmo, le solía decir Sanna, aunque ella misma era capaz de ataques de cólera mucho más terribles que los suyos.

Ahí estaba el texto que andaba buscando… Lo había escrito Tuomas Heinonen, no era un protocolo, sino un resumen de diferentes conversaciones que había mantenido y que habían planteado cuestiones más o menos importantes, posiblemente aún por resolver…, una amiga había mencionado una fiesta de cumpleaños… Joentaa leyó su declaración una y otra vez y cuanto más la leía, menos entendía por qué era tan importante…, se había equivocado…, no se trataba del texto.

Pasó la página y vio una nota escrita en la caligrafía clarísima de Heinonen, bien distinta de los garabatos de Ketola…, bien claro, una palabra y una cifra.

Joentaa arrancó la página y leyó la palabra y la cifra y no tenía ni idea de lo que podía significar.

Se quedó paralizado durante varios minutos.

Entonces se levantó y salió de casa.

No lo entendía, ya no entendía nada, pero sentía un miedo indeterminado.

Y una esperanza muy determinada.