15

A última hora de la tarde llegó Tapani. Para felicitarle por su cumpleaños. Le plantó una tarta delante de las narices. Tarta de chocolate con kiwis y frambuesas.

—Gracias —dijo Ketola, mirando las frambuesas, que parecían formar cifras. No logró entenderlo.

—AK —le explicó Tapani al cabo de un rato—. Antsi Ketola. El nombre del festejado.

—¡Ah! —exclamó Ketola.

—¿Es lógico, no? —dijo Tapani.

—Absolutamente —convino Ketola, dándose cuenta en ese instante de que seguían en la puerta.

Invitó a Tapani a entrar.

Se sentaron en el salón y cada uno de ellos se comió un trozo del pastel de Tapani.

—Por cierto, lo he hecho yo mismo —dijo Tapani.

—Sabe estupendo —dijo Ketola.

El televisor estaba funcionando. Ketola lo había puesto nada más volver y desde ese momento había visto todas las ediciones de las noticias. La dieron en todas las cadenas. El presunto asesino, presumiblemente, se había suicidado. Su nombre era Timo K., vecino de Helsinki. Timo K. había muerto y Antsi K. celebraba su cumpleaños.

Ketola estaba demasiado cansado para reírse, aunque tenía la sensación de que era algo divertido.

Todo parecía tan lejano. El viaje a Helsinki. El coche en el lago. El cuerpo sin vida en el asiento. Kimmo. Kimmo, sentado a su lado sin decir palabra. Nurmela en chaqueta y corbata, a más de treinta grados de temperatura. Y ni siquiera sudaba.

De todo ello podía hacer una eternidad. El orden de los hechos se trastocaba. Y ahora estaba allí Tapani, de manera que eso era el presente. Tapani, comiéndose el pastel a pequeños bocados, mientras que al fondo aparecían en pantalla los rostros de Pia Lehtinen y Sinikka Vehkasalo, y Ketola pensó en cierto día de primavera, unos meses atrás, un día particularmente frío. En la lluvia, en el ruido de las gotas sobre el toldo y en un determinado tipo de vacío en su cabeza. Qué trascendencia tan sorprendente había adquirido ese lejano día de primavera.

Sintió nostalgia. Una nostalgia lacerante que, sin embargo, no podía definir, no lograba asignarle ningún contenido concreto, sentía sólo su enorme envergadura y que parecía calarle más a cada minuto que pasaba.

—Tengo también un regalo para ti —anunció Tapani.

Ketola miró a su hijo.

—Fuera. Bien escondido, claro.

—Eso me hace mucha ilusión —confesó Ketola.

—Ven —dijo Tapani.

Ketola siguió a Tapani, que abrió la puerta y se dirigió decidido hacia el jardín.

—Mira —dijo, apartando un matorral.

—Una bicicleta —dijo Ketola.

—Justo —dijo Tapani.

Ketola tuvo que morderse la lengua para no preguntarle cómo había pagado la bicicleta.

—Y como tú ya tienes una bicicleta, podrías prestarme la nueva de vez en cuando —propuso Tapani.

—Claro —dijo Ketola.

En el jardín de al lado, la niña se tiró de cabeza a la piscina. Ketola tenía la impresión de que los vecinos le observaban y que les habría encantado hacerle un montón de preguntas.

Sobre lo que decían en las noticias. Si sabía algo más concreto. Eso les interesaba, por supuesto, y él había trabajado tanto tiempo en la policía…

—Pues claro, te la presto cuando quieras —dijo Ketola—. Y te lo agradezco mucho. Yo… no soy muy bueno diciendo las cosas, pero me alegro mucho de que hayas venido. Me alegro mucho, de verdad.

Tapani se le quedó mirando y asintió, pero no pareció comprender lo que Ketola quería decir.

—¿Entiendes? —preguntó Ketola.

Tapani volvió a asentir.

Se quedaron un rato callados y luego Tapani dijo:

—Entonces ¿me la prestas?

—¿Hm?

—La bicicleta. ¿Me la prestas?

—Claro. Ya te lo he dicho.

—Quiero decir… ahora. Tengo que marcharme… al bosque. Tengo que impedir que la gente… haga tonterías.

Ketola sintió un pinchazo en el estómago y pensó en lo insensato que era. Qué insensatez de emociones.

—Pues claro —respondió.

—Gracias —dijo Tapani.

Se subió de un salto a la bicicleta, pedaleó un par de veces con brío para coger impulso, y desapareció, muy derecho, hacia Dios sabe dónde.