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Kalevi Vehkasalo se había preparado unas palabras. Todo un discurso.

Había estado sentado en su despacho, mirando a Ville y los demás mientras trabajaban y pensando en qué le diría a Ruth, de qué hablarían por la tarde, cuando llegara a casa; le rondaban tantas cosas referentes a Sinikka por la cabeza…

Quería, por ejemplo, agradecerle sin falta a Ruth una vez más que hubiera impuesto su deseo de tener niños, al principio en contra de su voluntad, porque, en cualquier caso, Sinikka era lo mejor que le había sucedido en su vida.

Aunque no siempre lo hubiera demostrado. Aunque Sinikka seguro que no lo sabía, era la verdad y si ya no iba a poder decírselo nunca a Sinikka, por lo menos quería decírselo a Ruth.

Por la tarde había llegado a casa y Ruth se había apartado cuando intentó darle un beso en la mejilla.

Luego él había dicho que en la empresa había un follón enorme, pero que todo se arreglaría.

Y luego había estado sentado, en silencio, enfrente de Ruth, con la sensación de que ya no tenía más que decir.

Ruth había pelado una manzana y se la había comido.

Más tarde se había levantado y había encendido la televisión. Se había quedado arrodillada muy cerca del aparato, mientras que él seguía sentado a la mesa, pensando que quería abrazar a Ruth, pero no había sido capaz de moverse.

Habían esperado juntos.

Pocos minutos después apareció la foto de Sinikka. La noticia ya no ocupaba el primer puesto, sino que había pasado al centro del programa. Probablemente porque no había novedades.

Ruth había apagado el televisor y le había mirado con una expresión que no había visto jamás en ella y que no fue capaz de resistir. Había dicho que quería echarse un rato, él había asentido y, por fin, se había levantado y la había abrazado.

—Me gustaría que lo consiguiéramos —había dicho, buscando los ojos de ella, y Ruth se había soltado del abrazo y se había marchado sin decir palabra.

Kalevi Vehkasalo deseó que lograra dormir.

Era la única posibilidad. Dormir mucho tiempo, tanto tiempo que, al despertar, todo hubiera pasado. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que Ruth había salido de la habitación. Quizás horas. O minutos. No tenía ni idea. Sabía sólo que le gustaría dormir. Hasta el momento en que pudiera volver a respirar. Inspirar, expirar.

Volvió a encender el televisor y buscó la noticia en videotexto. Leyó el breve texto. Su mirada se quedó prendida en el nombre. Sinikka. Así se llamaba también su hija. Oyó ruido de agua. Ruth estaba despierta.

Se quedó quieto un rato, como si su quietud pudiera inducir a Ruth al descanso.

Luego bajó las escaleras hacia la habitación de Sinikka. Se quedó un rato en el umbral, mirando a la oscuridad. Encendió la luz. Se dio cuenta, por primera vez, de que era una luz cálida y agradable.

Levantó la vista hacia la lámpara y vio que estaba cuidadosamente cubierta de telas y papeles de diferentes colores. Sinikka se había fabricado su propia lámpara y se había creado su propia luz, y a él le gustaba, y se propuso decírselo en la primera ocasión.

—Quiero que nos separemos —dijo Ruth a sus espaldas.

No la había oído llegar. Se volvió y la vio en el umbral.

—Pensé que estabas durmiendo —dijo.

—Sinikka era lo único que nos mantenía unidos —dijo Ruth—, ¿o lo ves tú de otra manera?

Miró su cara pálida. Estaba mareado. Estaba frente a Ruth y veía a una mujer bella, y Ruth se acercó a él y empezó a golpearle. Esperó sin inmutarse. Ruth le abrazó y tiró de él hacia la cama de Sinikka. La almohada era muy blanda. Ruth se tumbó encima de él, podía sentir sus lágrimas en las mejillas y en la lengua.

Después de un rato, Ruth se levantó, fue hacia el equipo de música y lo puso en marcha.

—Lo último que Sinikka escuchó —dijo ella.

Él asintió. No conocía la canción. Una canción sin letra, sólo dos guitarras acústicas. Le gustaba y le sorprendió que también a Sinikka le gustara.

Ruth había cerrado los ojos. Él apoyó su cabeza sobre el hombro de ella y sólo ahora recordó que le había gritado a Sinikka. La última vez que la había visto. Hacía pocos días. Sinikka había permanecido en un silencio férreo y se había marchado a su habitación en cuanto él había terminado de gritar. En su última mirada había odio. No lograba recordar el motivo por el que se había enfadado.

Le preguntaría a Ruth más tarde, en cuanto abriera los ojos.