Timo Korvensuo sintió el calor del sol que parecía colgar, lejano, sobre su cabeza.
Aceleró el paso, subió de una zancada los tres escalones de la entrada y le dedicó aún una sonrisa a la mujer antes de abrir la puerta.
—Creo que le podría gustar —dijo, dejando que las palabras surtieran su efecto.
La mujer se quedó un momento quieta en el umbral, porque ya desde allí podía ver, a través de la ventana del salón, el sol sobre el lago y Timo Korvensuo sabía perfectamente que durante esas semanas, con ese tiempo y a esa hora se hallaba siempre en un ángulo muy peculiar, iluminando el lago con una belleza casi irreal.
Había enseñado la casa ya a ocho posibles compradores y, aunque ninguno de ellos se había decidido aún, el efecto de esa imagen nunca había fallado. Korvensuo estaba de pie junto a la mujer, pensando que le gustaba esa casa y que, a pesar de los defectos de la construcción, incluso la habría comprado él mismo si no hubiera sido porque, casualmente, tenía ya una casa de fin de semana justo en ese lago, a pocos minutos de allí. Después, cuando terminara esta última cita del día, se dirigiría hacia allí con toda tranquilidad y tendría aún algo de tiempo para sí mismo antes de que llegaran Marjatta, los niños y los huéspedes. A lo mejor le daba incluso tiempo a tomar una sauna y darse un baño en el lago.
—¿Le echamos un vistazo al interior de esta joya? —preguntó a la mujer.
—Sí, claro —contestó la mujer—, creo que me gusta de verdad.
Korvensuo asintió y le enseñó las habitaciones que, como siempre, se había encargado de limpiar y decorar, de manera que no podían sino gustar.
Nunca ocultaba nada, también a esta posible compradora le explicó, durante la visita, todos los inconvenientes que tenía la casa, pero, al mismo tiempo, prestaba siempre mucha atención a presentar los objetos que ofrecía para la venta en sus facetas más positivas. Y cuando los dueños no eran capaces de ocuparse de ello, él ayudaba un poco. Hasta ahora ninguno se había quejado por eso.
—Tiene mucho… encanto, a pesar de sus defectos. Me lo pensaré —dijo la mujer al final, y Korvensuo asintió.
Se estrecharon la mano y Korvensuo esperó hasta que la mujer se subió al coche y se puso en marcha antes de subirse al suyo. Estaba contento. Observó aún durante un rato, a la luz rojiza del atardecer, la casa que pronto encontraría un nuevo dueño.
Arrancó el coche y se puso en camino hacia el otro lado del lago, donde se hallaba su casa. Tal como había supuesto, aún disponía de un poco de tiempo antes de que se desencadenara el ruido. Los niños estarían seguramente de buen humor, porque hoy empezaban las vacaciones estivales.
Se alegró de pasar el fin de semana todos juntos, era el primero desde hacía tiempo, porque últimamente a menudo había estado de viaje. Sin embargo, en los días anteriores había logrado colocar dos pisos que, con el tiempo, habían llegado a convertirse en un peso, y se sentía ahora aliviado y decidió no entrar primero en casa y en la sauna, sino saltar directamente al lago.
Bajó del coche y se dirigió hacia el embarcadero. Se quitó la ropa, dobló todo de manera que formara un cuadrado, colocó los zapatos al lado, formando un ángulo recto, metió el reloj primero en el izquierdo y luego, al fin, en el derecho, y saltó al agua. Se dejó hundir hasta el fondo, se catapultó de vuelta a la superficie y nadó hasta aproximadamente el centro del lago.
Se daba ahora cuenta de verdad del estrés que le habían causado esos inmuebles y del gran alivio que sentía por no tener que volver a ese barrio periférico de Helsinki para mostrar esos dos pisos necesitados de reforma como quien ofrece leche agria. Había sido un error ya desde el principio hacerse cargo de esos pisos, sobre todo porque el vendedor había sugerido un precio muy poco realista, y era, además, una persona desagradable, pero Korvensuo, dada la actual situación financiera, no tenía elección. Y al final había valido la pena, había conseguido librarse de ellos gracias a un maestro de obras que pretendía reformarlos él mismo e incluso se alegraba de ello.
Nadó de nuevo hacia la orilla, se izó sobre el embarcadero y se vistió. Dentro de media hora llegarían Marjatta y los niños, y media hora después, los invitados. Johanna y Arvi Mustonen con sus dos hijas. Y Pekka, su joven colega, que le caía muy bien, hacía un buen trabajo y era callado y sano.
Iba a ser una velada agradable. Se echó al brazo la chaqueta y la corbata, tenía una camiseta en el maletero del coche. Se encontraba a sus anchas. Dio una vuelta sobre sí mismo, y luego, tras un par de segundos, se volvió a girar en la otra dirección y subió entonces la cuesta hacia el coche.