ENERO
El día de su despedida, Ketola se levantó a las seis de la mañana.
Se duchó con agua fría y se puso la ropa que había dejado preparada la noche anterior junto a la cama. Una chaqueta verde oscuro y un pantalón negro a juego.
Se comió dos rebanadas de pan con poca mantequilla, leyó el editorial del periódico, se bebió una taza de café, un sorbo de vodka y un vaso de agua para disimular el olor del alcohol.
Aclaró el vaso y la taza y los colocó en el armario, dobló el periódico y se quedó cinco minutos sentado a la mesa mirando por la ventana, a través de la oscuridad, los árboles nevados del jardín de los vecinos.
Pasados los cinco minutos se levantó, cogió el abrigo del perchero, se lo puso y se dirigió al coche. Aunque estaba protegido por un tejado, la noche había sido muy fría y los cristales estaban helados.
Rascó el hielo de las ventanillas, se subió, puso en marcha la calefacción y esperó hasta que le pareció que podía ver con nitidez. Condujo a través de la espesa nieve por la carretera comarcal en dirección a Turku.
El coche se iba calentando y Ketola empezó a notar el cansancio. No había dormido en toda la noche. Se había levantado de vez en cuando y había intentado entretenerse con algo. Durante un rato había estado leyendo un libro, pero al terminar una página ya no sabía lo que había leído, había encendido y apagado el televisor varias veces y las últimas horas se las había pasado mirando al techo y esperando el incómodo pitido del despertador.
Encendió el reproductor de cedés para mantenerse despierto y escogió la pieza que últimamente solía escuchar de camino al trabajo; no sabía mucho de música, pero esa pieza le gustaba, un dueto de flautas cuyo compositor desconocía. El cedé procedía de su hijo Tapani, se lo había regalado unos años antes por su cumpleaños.
Tapani le había dado el cedé sin una carátula que contuviera información alguna sobre la música. Típico de Tapani, Ketola se había alegrado del regalo, pero era también típico de Tapani, darle un cedé sin carátula y ahora era demasiado tarde para preguntarle por el compositor, probablemente, aunque se propuso intentarlo la próxima vez.
La pieza le gustaba, la tristeza de la música era verdaderamente extraordinaria, era tan patente que durante las últimas semanas Ketola, al oírla, se había sentido cada vez un poco mejor.
Tenía que hacer esfuerzos por mantener los ojos abiertos y dos veces en el intervalo de pocos segundos soltó una carcajada porque había tenido uno tras otro dos pensamientos que le habían divertido o, cuanto menos, le habían hecho reír.
Que sería una pena, justamente en su último día de trabajo, morir en un accidente causado por él mismo. Y que quizá, más tarde, cuando Nurmela comenzara su esperado discurso, podría por fin dormirse. Nurmela no podría tomárselo a mal… justo este día…
Ketola siguió riéndose aún durante un buen rato y luego la música empezó a ponerle triste y apagó el reproductor de cedés.
El zumbido del ventilador llenaba el espacio. El interior del coche ya se había calentado, Ketola sintió el calor y se autoconvenció de que por primera vez advertía la diferencia entre el calor dentro del coche y la fría oscuridad del otro lado de las ventanillas.
Se le cerraban constantemente los ojos, no había nada que hacer, pero ya estaba llegando, estaba ya en el correoso tráfico del centro, del que sabía a ciencia cierta que parecía peor de lo que en realidad era, su viaje no duraría ya más que unos minutos.
La nieve se mezclaba con el humo de los tubos de escape, las luces delanteras amarillas y las rojas de los frenos, formando una imagen muy peculiar que tenía la sensación de ver por primera vez, por lo menos de esa manera. Lo cual era, naturalmente, un sinsentido, estaba empezando a hacer justo lo que habría querido evitar, se puso a buscar lo que ese día de invierno tenía de especial, ese día que era, en realidad, igual que todos los demás.
Giró por fin a la izquierda y entró en la calle, algo más estrecha y con menos tráfico, que llevaba hasta el gran edificio donde se hallaba su puesto de trabajo.
Como siempre durante muchos años, su mirada se alzó hasta el tercer piso, hacia la ventana de su despacho. Aún no había luz, hoy sería el primero, y era justo que así fuera, dado que había sido siempre el primero, durante decenios.
Durante los dos últimos años, sin embargo, desde que Kimmo Joentaa había perdido a su mujer, había visto a menudo la luz encendida y a Kimmo sentado ante el zumbido del ordenador al entrar en el despacho. Ketola había salido hoy de casa intencionadamente un poco antes que de costumbre para ganar esa pequeña y estúpida competición, si bien sospechaba o, mejor dicho, estaba seguro de que Kimmo no percibía esa competición como tal, sino que se limitaba a llegar tan pronto a la oficina cuando no soportaba estar en casa.
Las razones de Kimmo para estar tan pronto en la oficina las entendía en cualquier caso mejor que las suyas propias. Durante los primeros años de servicio había sido seguramente la ambición, la tentativa de perfilarse, lo que finalmente había conseguido.
Más tarde, sin embargo, esa razón se había vuelto superflua, ya que Ketola había logrado el puesto directivo deseado, y no tenía ni idea de por qué entonces seguía sintiendo la necesidad de llegar el primero a la oficina.
En cualquier caso… Kimmo seguro que se cuidaría mucho de no llegar demasiado pronto. Sí, tal y como conocía a Kimmo, llegaría hoy más tarde que de costumbre, sólo para darle a Ketola, en su último día de trabajo, la posibilidad de hacer en el despacho vacío lo que tuviera que hacer, aunque fuera sólo estar tranquilo y reflexionar.
Ketola rió por lo bajo mientras caminaba por la tormenta de nieve, que arreciaba cada vez más. Le gustaba Kimmo, su integridad, o como quiera que se llame; era algo penetrante, esa manera que tenía de tomárselo todo tan en serio…, pero de verdad le gustaba y, durante dos años enteros, había coqueteado con la idea de hablar con Kimmo en algún momento de la muerte de su mujer, porque no podía evitar la sensación de que ese hombre se iba a volver loco en silencio por la muerte de su mujer y Ketola, con locos, y en particular con locos jóvenes, tenía bastante experiencia.
Saludó como cada mañana al portero, con un gesto de la cabeza, y el hombre tras la cristalera le contestó con el mismo gesto. Si no se equivocaba, ambos se habían saludado de esa manera cada día, sin decir palabra durante todos esos años. Tendría que pensarlo luego, pero así, de buenas a primeras, no recordaba haber mantenido con él ni una sola conversación.
Ketola subió en ascensor al tercer piso y caminó por el oscuro pasillo hasta su despacho. Prendió la luz, se sentó a su mesa y puso en marcha el ordenador. Un aparato nuevo, con todos los adelantos de la técnica, a pesar de que los anteriores funcionaban perfectamente y sobre todo Ketola había conseguido, tras mucha práctica, manejar el sistema.
Pero la dirección estaba tan orgullosa de la inversión, que incluso había logrado publicar un gran artículo en el periódico acerca de ella. Nurmela había posado de buena gana y con bastante convicción ante uno de los aparatos, a pesar de que Nurmela era, en el equipo, el único que de nuevas tecnologías entendía aún menos que el mismo Ketola.
Y Tuomas Heinonen había demostrado a la impresionada periodista lo que podía uno hacer con esos ordenadores y la perfecta sincronización del sistema, porque Heinonen entendía mucho de esas cosas, había ayudado a Ketola muchas veces cuando de repente se encontraba ante una pantalla negra o le aparecían advertencias de errores, y Heinonen había demostrado siempre una paciencia digna de mención.
Por darle gusto a Nurmela, Ketola había participado en los seminarios que impartían unos engreídos especialistas en informática, a pesar de que todos sabían que no iba a trabajar con los nuevos ordenadores más que unas semanas. Se le escapaba la risa al pensar en los días de los seminarios, realmente se había dejado ir un poco, a veces hacía chistes como un escolar en clase, una vez incluso se había balanceado en la silla tanto que acabó cayéndose hacia atrás.
Heinonen, que estaba sentado a su lado, se llevó un susto, Petri Grönholm había soltado una sonora carcajada e incluso Kimmo, que siempre estaba serio, había hecho una mueca, y el profesor, por fin, había cerrado la boca durante unos segundos, mirándole como si fuera un extraterrestre.
A su edad podía uno permitirse esas pequeñas extravagancias, opinaba Ketola, y tampoco tenía ninguna curiosidad por saber qué se contaba de él por los pasillos, ya sólo de pensarlo le entraba casi un mareo.
Mientras tanto, habían aparecido en la pantalla los múltiples iconos sobre fondo azul. La modalidad estándar del fabricante. Todos los demás habían encontrado diferentes imágenes para sus nuevas pantallas: Heinonen una playa soleada, Grönholm la estrella del equipo nacional de hockey sobre hielo, que jugaba en la liga profesional americana, y Kimmo Joentaa la fotografía de una iglesia roja junto al agua azul.
Siempre que Ketola veía esa foto se le revolvía el estómago y, para ser sinceros, le parecía excesivo tener que verla, más o menos conscientemente, cada día. En el cementerio que había entre la iglesia roja y el mar estaba enterrada la mujer de Kimmo, Ketola había asistido al entierro. El hecho de que Kimmo hubiera escogido una foto de esa iglesia como salvapantallas le obligaba a plantearse algunas preguntas. Por ejemplo, qué era lo que le pasaba por dentro. ¿Cómo podía alguien superar una experiencia semejante teniéndola delante todos los días? Ketola no lograba comprenderlo.
Estuvo un rato sentado, apoyado en el respaldo, y mirando por la ventana. Seguía estando igual de oscuro, sobre el cristal se iban acumulando los copos de nieve y se iban amalgamando poco a poco en una blanda masa blanca.
Si Ketola no andaba errado, ya no tenía mucho que hacer allí. Había limpiado su mesa de trabajo la semana pasada, se había llevado aquello que quería conservar y había tirado lo que era para tirar. Había querido evitar tener que hacerlo el último día, con prisas y quizás, al fin, en un estado de ánimo empañado de turbación. Tampoco es que fueran demasiadas las cosas que se había llevado, habían cabido todas en una caja de zapatos, y ni siquiera podía atribuirles un significado particular.
Naturalmente tampoco iba a trabajar, ese día. Las semanas anteriores las había pasado, en su mayor parte, instruyendo a su sucesor, Paavo Sundström, un colega de Helsinki a quien Ketola veía, al cabo del tiempo, como una persona muy difícil, pero no carente de simpatía, que quizá poseía dotes aún por descubrir. Si por lo menos hubiera sido uno de esos afanosos arribistas…, pero Sundström era sólo diez años menor que él y el rasgo más sobresaliente de su carácter era un extraño humor, al borde del cinismo, que incluso para Ketola iba a veces demasiado lejos. Sundström era un hombre alto y anguloso con grandes entradas y un aspecto externo impresionante, y Ketola temía que para muchos, en su trivialidad, eso bastara ya para considerarle alguien con capacidad de mando. Aunque tenía que admitir también que, si uno prestaba atención a los resultados que Sundström había conseguido durante sus primeras semanas, no se le podía negar una cierta diligencia. Y aparte de eso, no se trataba más que de una primera impresión de Ketola, quizá no del todo libre de prejuicios.
Ketola se levantó, o mejor dicho, saltó de la silla de repente, sin saber por qué.
Para librarse de sus reflexiones sobre Sundström o simplemente porque estaba un poco nervioso. Quizás había sido un error llegar justamente ese día más pronto que de costumbre. Habría sido mejor llegar hacia el mediodía, o incluso entrar al despacho cuando Nurmela ya hubiera empezado su discurso. Habría escuchado un cuarto de hora, habría saludado con un hasta luego y se habría marchado.
Pensó que quizás era lo que tenía que hacer. Tenía aún todo el tiempo del mundo para volver a casa, echarse en la cama, ahora se sentía cansado de veras, y mucho más tarde, cuando las cosas ya casi hubieran pasado, le daría a Nurmela las gracias por su discurso y se despediría entonces breve y definitivamente.
Al final, sin embargo, cambió de parecer. El motivo de ello fue una idea que tomó forma en un instante. Mucho más tarde Ketola se preguntó muchas veces de dónde le había venido ese pensamiento tan lejano en ese momento, debía tener algo que ver con la caja de zapatos y con los trastos que había metido dentro, o quizá con la oscura cristalera de la ventana nevada que estaba mirando justo mientras le llegaba ese pensamiento a la cabeza. Era el recuerdo de algo olvidado hacía mucho tiempo y era el instante en que Kimmo Joentaa entraba en el despacho.
—Hola —le oyó saludar Ketola.
Levantó el brazo, observó la expresión inquisitiva de Kimmo y dijo:
—Tengo que buscar algo.
Se dispuso a salir, dejando a Kimmo parado.
—¿Necesitas ayuda? —le gritó Kimmo cuando ya había salido, y Ketola no quiso contestar, al principio, pero al fin se volvió y respondió:
—Sí, a lo mejor sí. Ven conmigo. Quiero buscar una cosa.
Bajaron las escaleras deprisa y en silencio y Ketola murmuraba, más para sí que para Kimmo:
—Fue antes de que llegaras, hace una eternidad…
Vio de reojo cómo Kimmo asentía con la cabeza y aceleró el paso, porque ahora tenía algo en la cabeza que quería resolver lo antes posible; ahora que había pensado en ello, era una cosa que había quedado sin resolver hacía… hacía precisamente casi treinta y tres años.
—Debió de ser hace treinta años —murmuró—. No…, treinta y dos…, treinta y tres años.
Kimmo asintió.
—Qué locura… —dijo Ketola.
El archivo central del departamento se hallaba en el primer piso y ocupaba tres espaciosas habitaciones consecutivas, parcamente amuebladas. Sentado a una mesa blanca en la primera habitación había un hombre joven a quien Ketola no había visto jamás, probablemente un ayudante.
—Estamos buscando algo —dijo Ketola, que parecía esperar que el hombre se lo diera.
—Sí, claro… ¿De qué se trata? —preguntó el joven archivero.
—Es una especie de… maqueta.
El joven asintió vagamente con la cabeza.
—Una maqueta. El caso ocurrió hace treinta y tres años.
El joven asintió de nuevo.
—1974. Era el año de los mundiales de fútbol, tiene que haber sido en 1974.
—Pues sí…, hace… bastante tiempo… —dijo el joven.
—Dime una cosa, ¿trabajas aquí?
—Yo…
—Quiero decir si trabajas aquí siempre o si estás sólo de ayudante y por tanto quizá no sabes dónde podemos encontrar lo que ando buscando…
—No, no, trabajo aquí, pero… sólo desde hace tres semanas…, estoy aún en período de prueba.
—Hm, ya veo —murmuró Ketola—. ¿Y dónde está Päivi? Es ella quien normalmente lleva esto.
—Ya, pero… Päivi está de vacaciones, por eso ésta es mi primera semana solo…
—Entiendo —dijo Ketola—. No importa. Vamos a ver. El caso es de hace treinta y tres años, los del departamento técnico habían construido una maqueta… una especie de… tren eléctrico sin tren. —Ketola soltó un suspiro, porque la explicación le había salido bien, pero el joven no era de gran utilidad y siguió sin entender nada—. ¿Entiendes? Buscamos una maqueta, una maqueta rectangular de plástico… ¿Dónde podría estar algo así?
El joven pareció por lo menos pensárselo.
—¿Alguna idea?
—Así que treinta y tres años…, eso es…
—¿Hace mucho? —le ayudó Ketola.
—Sí… Aquí arriba no tenemos nada tan viejo, y menos una maqueta o así. Como mucho, abajo, ahí tenemos…
—¿Sí?
—Abajo hay una habitación con un montón de cosas, a Päivi le horroriza, es una especie de trastero…
—¿Ah, sí?
—Sí, porque está todo en desorden y no tiene ya ningún sentido.
—Pues entonces, bajemos.
—Ya. El caso es que yo no puedo moverme de aquí
—¿Cómo te llamas?
—Eh, Antti. Antti Lappeenranta.
Ketola tuvo un acceso de buen humor y casi sintió ganas de bromear. Sacó su carnet de servicio, quizá por última vez, pensó, se lo puso al joven delante de las narices y recitó:
—Antti Lappeenranta, quedas detenido por sospechoso de… cualquier cosa. En todo caso, vas aviado. Sígueme.
Salió el primero y se cercioró mirando por encima del hombro de que Kimmo y el sorprendido joven le seguían.
Bajaron en ascensor hasta el sótano, al que no se podía acceder de ninguna otra manera porque la escalera terminaba en una puerta de la que nadie parecía haber tenido jamás una llave.
—Adelante —dijo Ketola cuando llegaron abajo, y el joven los condujo a un cuarto incluso más recóndito que el mismo sótano, un cuarto muy grande pero que, no obstante, dada la cantidad de cosas que en él se amontonaba, parecía a todas luces insuficiente.
Ketola se asombró y Kimmo dijo:
—Hm…
—Ya… —corroboró el joven.
En el cuarto se amontonaban, en varios estratos, cajas de cartón, algunas de ellas abiertas y dejando a la vista archivadores más o menos polvorientos de distintos colores en vías de desteñirse. Idénticos archivadores, de pie o tumbados, llenaban también las estanterías, junto a las paredes se alineaban los más diversos aparatos, fotocopiadoras, impresoras, proyectores. Ketola podía oler el polvo que todo lo cubría y, como tenía aún ganas de bromear, propuso:
—Päivi podría poner un poco de orden aquí, cuando tenga tiempo.
—Bueno…, esto es sólo provisional…, nosotros…, esto, el archivo, bueno, yo no estaba aún, pero Päivi me dijo que tenían que hacer sitio arriba y que de momento han traído aquí las cosas que ya no son tan importantes… y que muchas de ellas habrá que tirarlas…
—Por supuesto. Pero ¿dónde está mi maqueta?
—Bueno…, si todavía existe, estará aquí.
Kimmo se estaba ya abriendo paso por entre las cajas, se detuvo en el centro de la habitación y preguntó:
—¿Cómo es de grande? Quiero decir, ¿qué medidas tiene?
Ketola se lo pensó un momento.
—Calcula que tendrá el tamaño de una mesa pequeña. Y tiene ruedas.
—¿Ruedas? —preguntó el archivero.
—Sí, solíamos empujarla desde el despacho a la sala de reuniones y luego de vuelta. Tiene ruedas. Una mesa con ruedas.
Kimmo se dirigió hacia los aparatos que se hallaban junto a la pared, algunos de los cuales estaban tapados con una tela blanca. Ketola le siguió y tropezó con una caja y, justo en ese momento, Kimmo gritó:
—¡Aquí!
—¿Qué?
—Creo que es esto.
Kimmo se apartó, dejando ver la maqueta que Ketola buscaba. Ketola estaba aún apoyado en la caja, se incorporó y vio el rectángulo de plástico. Suspiró ante la visión que se le ofrecía, sólo lo oyó, no sabía de qué parte de su cuerpo procedía ese sonido y tampoco podía descifrarlo.
—Sí, eso es —dijo acercándose.
Se quedó un rato quieto, sintiendo cómo intentaba grabar en su mente cada detalle. Aún no lograba comprender por qué se le había venido esa historia a la cabeza.
Por qué de repente había querido encontrar esa maqueta a toda costa, si aquella historia estaba ya más que olvidada.
—Eso es —repitió.
El archivero, mientras tanto, se había acercado. Durante un rato contemplaron en silencio la maqueta, que representaba un campo amarillo y un paseo con árboles pegados con gran esmero y un carril para bicicletas junto a una carretera, también gris, de dos carriles. Todo ello estaba hecho en cartón y plástico, incluso habían pintado las líneas de la carretera y, aunque faltaba el sol, estaba claro que la maqueta intentaba dar la idea de un día de verano. En el campo de plástico había una bicicleta de plástico y al borde de la carretera un coche rojo. La maqueta era tan detallada como Ketola la recordaba.
—Hm… ¿Qué es esto? —preguntó el archivero.
—Una maqueta —contestó Ketola sin levantar la vista.
Ketola, por el rabillo del ojo, vio cómo el joven asentía vagamente. Kimmo no se movió.
—Se trataba del asesinato de una muchacha —dijo Ketola—, yo acababa de empezar aquí cuando sucedió. Fue violada y asesinada en ese campo, prácticamente junto a la casa de sus padres, por un individuo al que nunca logramos encontrar.
El joven volvió a asentir con la cabeza y Kimmo continuó en silencio.
La muchacha no aparecía en la escena, la habían encontrado mucho después, cuando ya no era una muchacha.
—Lo había olvidado por completo, no sé por qué me ha venido a la memoria justamente hoy… El comisario que dirigía las investigaciones quiso, unos meses más tarde, cuando por fin habíamos encontrado a la muchacha, que se realizara esta maqueta, mantenía que sería bueno tener una imagen…, se estaba volviendo loco, porque las cosas no adelantaban.
—Así que el caso no llegó a resolverse… —preguntó el archivero.
Ketola asintió.
—El comisario que llevaba entonces la investigación ya ha muerto —añadió.
—¿Qué coche es éste? —preguntó el archivero señalando al pequeño coche rojo.
—Hmmm… —dijo Ketola.
El pequeño coche rojo que nunca lograron encontrar. El objeto más importante de la imagen. Saltaba enseguida a la vista. A estas horas probablemente no sería más que un montón de chatarra, o ni siquiera eso. Seguro.
A lo mejor ni siquiera había existido, porque el testigo que dijo haber visto el coche era un niño pequeño que, hace treinta y tres años, pasaba por casualidad por el carril de bicicletas del lado contrario.
Jamás encontraron el pequeño coche rojo. Encontraron, sin embargo, a la muchacha, la sacaron de un lago, uno de los buzos no pudo evitar el vómito al verla, y Ketola tuvo que ir con un colega a dar la noticia a la madre.
No era la primera vez que hablaba con los familiares de alguna víctima, pero entonces había visto por primera vez cómo desaparecía la vida de los ojos de una persona. Ketola, como todos los demás, había dado por supuesto que, en algún momento, encontrarían a la muchacha muerta; seguramente también la madre había contado con la muerte de su hija, pero aun así durante los segundos que su colega mayor, hoy fallecido, pronunciaba las fatídicas palabras, Ketola había visto terminar la vida de esa mujer, de una manera que jamás habría podido describir.
—Bien… —dijo el archivero, al ver que el silencio de Ketola se alargaba.
—Bien…, me la quiero llevar —dijo Ketola—. ¿Me ayudáis?
Transportaron la maqueta por el sótano hasta el ascensor y luego, un piso más arriba, pasando por delante del portero, algo irritado, afuera, a la nieve. Consiguieron no sin esfuerzos meterla en el maletero del coche de Ketola. Mientras regresaban al edificio, Ketola cayó en la cuenta de que no había contestado a la pregunta del archivero sobre el coche rojo, pero como éste no volvió a preguntar, dejó las cosas como estaban.
No tenía ganas de seguir hablando del asunto. Lo importante era que tenía la maqueta de plástico y cartón en su maletero, ya tendría tiempo después, cuando hubiera pasado ese día, de preguntarse por qué lo había hecho.
—Bueno, pues entonces… —dijo el archivero cuando se abrió la puerta del ascensor en el primer piso.
—Gracias por la ayuda —dijo Ketola.
—No hay de qué —respondió el joven, y, despidiéndose con un torpe amago de saludo con la mano, volvió a su puesto de trabajo, mientras Ketola y Joentaa seguían su ascensión al tercer piso.
Ketola se sentó a su escritorio y se puso a contemplar alternativamente el azul claro de su pantalla, que en su opinión era preferible a cualquier tipo de imagen salvapantallas, y la ventana cubierta de nieve. Kimmo estaba sentado frente a él y seguía tozudamente callado, tal vez por consideración, o bien porque estaba dándole vueltas a qué demonios le estaba ocurriendo a Ketola.
—¿Cómo tan locuaz, hoy? —preguntó Ketola, con la convicción de que ninguno de sus días de trabajo había estado tan sereno ni de tan buen humor como éste, su último día.
—Estaba pensando en que no has contestado a la pregunta sobre el coche rojo, por eso creí que preferías no hablar del asunto.
Por supuesto. Poner el dedo en la llaga. Pero siempre con gran consideración.
Echaría de menos a Kimmo.
—Nunca encontramos el coche. Lo vio un testigo, un niño. Entonces, claro, hoy también él habrá…, hoy andará por los cuarenta…, extraño, de alguna manera. Pero todo ello no significa nada…, tampoco sé a qué viene ahora, hace decenios que no pienso en aquella muchacha… y en la madre…
—¿La madre de la muchacha asesinada?
—Sí…, fue… una experiencia muy particular, por así decirlo, llevarle la noticia a aquella mujer, yo acababa de empezar a trabajar aquí hacía tan sólo un par de meses.
Kimmo asintió y Ketola hizo un gesto con la mano para poner fin a la conversación, no quería volverse verboso al final.
—¿Sabes tú lo que está previsto para hoy? —preguntó en cambio.
Kimmo le miró inquisitivamente.
—La despedida, quiero decir. Para algo es mi último día, ¿no? —poco a poco las bromas empezaban a ser excesivas, pensó, pero sólo a lo mejor.
—Hemos… preparado un par de cosas —respondió Kimmo.
—Venga, hombre…
—Déjate sorprender —dijo Kimmo, e incluso esbozó una sonrisa.
Luego siguieron sentados en silencio, Kimmo ordenaba papeles que ya nada tenían que ver con Ketola, y Ketola miraba por la ventana, después de haberla limpiado de nieve. Miraba cómo la nieve empezaba a cubrirla de nuevo y buscaba por última vez el impulso decisivo para hablar con Kimmo de la muerte de su mujer y preguntarle si le iba algo mejor, pero naturalmente desechó la idea, porque habría sido simplemente ridículo; además, en ese momento entró al despacho Tuomas Heinonen y pidió a Kimmo que le acompañara porque tenían algo que preparar. Con un guiño. Al parecer, también Tuomas se estaba volviendo loco.
De manera que se quedó sentado, sin pensar nada en especial, contestando de vez en cuando llamadas telefónicas, todas ellas sin importancia, y hacia el mediodía llamó a la puerta Nurmela y entró en el despacho, con un gorro de cocinero y un delantal, balanceando una bandeja enorme.
Y detrás de Nurmela todo el equipo, estaban de verdad todos, hasta Petri Grönholm había acudido a la despedida de Ketola, a pesar de que estaba de baja con gripe.
Había salchichas con salsa de tomate, el plato preferido de Ketola. Nurmela sirvió la mesa de un humor excelente, Kari Niemi, el jefe del departamento de huellas, sirvió el champán, también de buen humor, pero eso, en el caso de Niemi, no era nada fuera de lo normal; Sundström, su sucesor, brilló con sus retruécanos especialmente carentes de sentido y todo el personal cantó la famosa canción finlandesa que, durante los últimos años, Ketola solía canturrear —«siempre, querido, todo el tiempo», insistió Nurmela— cuando reflexionaba o quería dar la impresión de reflexionar.
La interpretación de la canción fue muy buena, se notaba que los colegas habían ensayado, y mientras Ketola se preguntaba cuándo lo habrían hecho, Nurmela, como colofón, empezó con su esperado discurso, y en vez de quedarse dormido, tal como había planeado hacer, Ketola permaneció de pie, viendo como las palabras cobraban forma ante sus ojos, para ir luego desdibujándose y condensándose en un sentimiento, en la sensación de que Nurmela estaba pronunciando un discurso muy bien preparado, lleno de sinceras alabanzas y francamente emotivo, pero era sólo una sensación; cuando Nurmela al fin dijo la última frase, Ketola no habría podido referir ni una sola palabra.
Lo único que en esas circunstancias le quedaba por decir era: «Gracias». Y al ver que todos seguían de pie, como si esperaran que dijera algo más, añadió:
—Os estoy muy agradecido.
Poco después Ketola se marchó. Kimmo, Niemi y Tuomas Heinonen se habían marchado antes para investigar la muerte de una anciana a la que habían encontrado ante la escalera del sótano de su casa. Ketola se marchó con Grönholm, que volvía a su lecho de enfermo.
—Me ha alegrado mucho que vinieras —dijo Ketola.
Estaba mareado y la nieve seguía cayendo con la misma intensidad.
—Pues claro, hombre —dijo Petri Grönholm.
Y al llegar al coche de Ketola, añadió:
—Contamos con que vengas a vernos regularmente.
Ketola asintió con la cabeza.
—Que te mejores —dijo, antes de subirse al coche y arrancar.
Estaba realmente mareado, el champán había conseguido emborracharle, lo cual no dejaba de resultar sorprendente, teniendo en cuenta que ya no lo lograban ni el vodka ni el whisky.
Ketola escogió un camino bastante largo. Para su propia sorpresa, aún se acordaba de la carretera, una carretera sin apenas tráfico, también hoy, una carretera que no había transitado en mucho tiempo. En el lugar en que entonces encontraron la bicicleta de la muchacha había una cruz. Allí estaba, desde hacía treinta y dos años.
Mientras bajaba del coche y se dirigía hacia la cruz, intentaba recordar aquel día, hacerlo tangible, la imagen de esa mujer, en cuyos ojos había visto apagarse algo, que salió luego corriendo, con la cruz, como si la hubiera tenido preparada, como si hubiera estado en el ropero como un paraguas. Tanto él como su jefe habían salido corriendo detrás de la madre de la muchacha, y la mujer corría cada vez más deprisa, hasta que llegó exactamente al lugar; no estaba ni a cinco minutos de la casa en la que la mujer había vivido con su hija y su marido. El marido casi nunca había dado la cara. Ketola recordaba sobre todo que abandonó a su mujer un par de meses después de que encontraran a su hija.
La cruz seguía pues en el mismo lugar. Ketola apartó cuidadosamente la nieve y leyó el nombre que estaba grabado en la cruz: Pia Lehtinen. Justo, así se llamaba. En el coche había estado pensándolo, pero sólo recordaba el apellido. Y eso que el nombre era fácil, sonoro y, por aquel entonces, muy popular. Sorprendente, que hubiera logrado arrumbarlo. «Pia Lehtinen, asesinada en 1974», estaba escrito en la cruz.
Y a cinco minutos, a cinco minutos de distancia del lugar donde habían encontrado la bicicleta, vivía la madre de la muchacha. O, mejor dicho, había vivido; probablemente ya no viviría allí, cómo iba a seguir viviendo allí después de…, pero Ketola recordó en ese instante que había hablado brevemente con ella sobre ese tema, durante los meses en que las pesquisas seguían adelante y se daba por seguro que se cerrarían con éxito. La mujer había anunciado que de ninguna manera se mudaría, que no pensaba abandonar la casa, por lo menos hasta que no hubieran detenido al asesino.
Y eso no ocurrió nunca, así que, probablemente, seguiría todavía viviendo ahí. Ketola barajó durante un momento la posibilidad de ir a verla, de contarle que ése era su último día de servicio y que, por motivos que desconocía, justamente hoy había pensado en ella y en su hija.
Desechó, por supuesto, tal idea, y se dirigió por el contrario a su coche. Si era cierto que la mujer seguía viviendo allí, no quería que le viera.
Condujo hasta su casa. Era aún temprano por la tarde, pero ya había oscurecido.
La nevada parecía aminorar.
Aparcó el coche bajo el techado, cogió la más nueva de sus palas y quitó la nieve de la entrada.
Saludó en voz alta a la pareja que vivía en la casa de enfrente, que pasaba en ese momento por delante. Ambos se mostraron sorprendidos, quizá porque a menudo Ketola olvidaba saludar. La hija de los vecinos, calculó Ketola, debía de tener ahora más o menos la misma edad que la muchacha asesinada por aquel entonces.
Terminado el trabajo, Ketola guardó la pala en su sitio y se dirigió a la casa. Abrió la puerta, se sacudió los zapatos y entró. Fue directo a la cocina y se hizo un café, que mezcló con un chorrito de coñac.
Se sentó luego en el sofá del salón, encendió el televisor, puso la taza sobre la mesa y, por primera vez desde hacía mucho, mucho tiempo y con una enorme sensación de alivio, empezó a llorar.