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Central del FBI. Washington, DC.

Martes, 14.06

El edificio del FBI en Washington, DC, era un monstruo de cemento y cristal que alguien había considerado «arquitectura moderna» en décadas anteriores. Como albergaba a la Brigada de Investigación Criminal, el poco atractivo edificio había sido apodado «el palacio de los enigmas».

Rascándose con frecuencia la piel reseca y pelada por el sol, la agente Dana Scully permanecía sentada ante el ordenador de su pequeño despacho. Era un alivio estar de vuelta en Washington, al menos unos días. No podía contar con quedarse mucho tiempo allí, así que las horas libres las dedicaba a recopilar sus notas para enviárselas al subdirector.

Cumplir con las formalidades de ordenar los datos solía ayudarle a esclarecer el caso que tenía entre manos, seleccionar las preguntas e hilvanar explicaciones, despejando cualquier duda.

Scully bebió un sorbo de café recién hecho —con nata y sin azúcar—, disfrutando del sabor de la primera taza decente en muchos días. Repasó sus notas, examinó otro folio de papel, leyó por segunda vez un comunicado de prensa y siguió escribiendo:

La Marina ha hecho público que el Dallas, destructor de la serie Spruance, se hundió debido a la inesperada fuerza del tifón que el sábado por la mañana azotó el archipiélago Marshall. Todos los miembros de la tripulación se dan por perdidos. Según el servicio meteorológico nacional, dicho huracán era una clase de la que apenas se tienen datos, tanto por su extraño e impredecible comportamiento como por su insólita intensidad, sobre todo en los alrededores del atolón Enika. Los meteorólogos que han analizado las imágenes del frente tormentoso registradas por el satélite en el momento en que el huracán azotó el atolón, siguen sin poder explicar semejante comportamiento.

Los equipos de rescate que acudieron a Enika en respuesta a la llamada de socorro del agente Mulder, no encontraron supervivientes entre los miembros del equipo de Yunque Brillante. El refugio que albergaba el centro de operaciones del proyecto había sido arrancado de sus cimientos, como muestran las fotografías adjuntas. No se rescataron cadáveres, lo que, según la Marina, no es sorprendente, dada la inusitada violencia del huracán.

Hizo una pausa para mirar fijamente la brillante pantalla.

El personal del Instituto de Investigaciones Nucleares Teller, de Pleasanton, California, se ha visto sacudido, según se informa, por dicho desastre. La pérdida de tantos empleados carece de precedentes y el único suceso comparable en la historia del instituto tuvo lugar en 1978, cuando se estrelló un pequeño avión que se dirigía al polígono de pruebas de Nevada.

Curiosamente, la representante del Departamento de Energía en el instituto Teller, Rosabeth Carrera, presentó un informe oficial en el que explicaba que el equipo de científicos de Enika estaba dirigiendo un «reconocimiento hidrológico de las corrientes marítimas alrededor del arrecife». Sin embargo, a partir de mi experiencia personal de los acontecimientos, esta afirmación es descaradamente falsa y recomiendo que se dé poco crédito a tales explicaciones. Sospecho que los datos más exactos se encuentran en expedientes confidenciales.

Después de otro largo sorbo de café, Scully releyó lo que había escrito y se sorprendió de su abierto escepticismo acerca de la versión oficial. Eso no era lo que quería oír el comité de supervisión, pero por mucho que quisieran encubrirlo, Scully conocía la existencia de Yunque Brillante y la prueba. No podía afirmar lo contrario en su informe.

Volvió a hojear sus notas y prosiguió.

El subdirector Skinner sostuvo la puerta de su despacho para que Mulder entrara.

—Pase —dijo.

Habían apagado el deslumbrante destello de los fluorescentes y dejado que la brillante luz del sol de la tarde proporcionara toda la iluminación.

—Gracias, señor —respondió Mulder, entrando y dejando el maletín sobre el escritorio de madera.

Colgados en la pared, los retratos del presidente y del fiscal general lo observaban.

Ese despacho le traía recuerdos desagradables. No era la primera vez que lo llamaban para reprenderlo por insistir en explicaciones que el Bureau no quería oír siquiera o por revelar información que otras personas preferían mantener oculta. Skinner a menudo se había encontrado en una posición incómoda entre un persistente Mulder y los que movían los hilos secretamente.

Skinner cerró la puerta, luego se quitó las gafas y las limpió con el pañuelo. Tenía la calva cubierta de gotas de sudor y Mulder advirtió que hacía mucho calor en el despacho.

—Ha vuelto a estropearse el aire acondicionado —comentó Skinner para entablar una conversación cordial—. No se ha bronceado mucho en sus viajes, agente Mulder… primero a California, luego a Nuevo México y finalmente a los mares del Sur.

—Estaba de servicio, señor. No tuve tiempo de tomar el sol, y menos en pleno tifón.

Skinner bajó la vista hacia las notas manuscritas que había arrancado del húmedo cuaderno de Mulder. Éste había prometido mecanografiarlas más tarde, pero el subdirector había guardado las arrugados folios de papel con una expresión cansina en el rostro.

—No se moleste en escribir un informe más formal, agente Mulder —dijo—. No puedo enviar esto a mis superiores.

—Entonces lo escribiré para mí y lo archivaré en un expediente X —respondió Mulder.

—Es usted libre de hacerlo, por supuesto —repuso Skinner—, pero es una pérdida de tiempo.

—¿Cómo lo sabe, señor? Son hechos que he visto con mis propios ojos.

Skinner lo miró fijamente.

—¿Se da cuenta de que no tiene pruebas que corroboren ninguna de sus explicaciones? Ni la Marina ni el instituto Teller aceptan su versión. Como de costumbre, me ha entregado un informe lleno de hipótesis disparatadas que no demuestran nada salvo su extraordinaria facilidad para inventar explicaciones sobrenaturales de sucesos cuyas causas han de ser racionales.

—Tal vez no siempre lo sean —replicó Mulder.

—Pues la agente Scully suele presentarlas.

—La agente Scully tiene su propia opinión —replicó Mulder—, y aunque la respeto como colega y agente del FBI, no siempre coincido enteramente con sus conclusiones.

Skinner se sentó, sintiéndose frustrado y no muy seguro de qué hacer con aquel agente recalcitrante.

—Y ella tampoco suele coincidir con usted. Pero por alguna razón trabajan bien juntos.

—Ya debe de haber hablado con el general Bradoukis del Pentágono, señor. Él puede corroborar muchos de los hechos que describo en esas notas, pues conoce Yunque Brillante y está al corriente de la existencia de fantasmas. Nos envió allí porque temía por su vida.

Skinner miró a Mulder sin parpadear. En los cristales de sus gafas se reflejaban las ventanas iluminadas por el sol.

—El general Bradoukis ha sido trasladado —repuso—. Ya no es posible hablar con él a través del Pentágono y su paradero actual es confidencial. Creo que está participando en un nuevo programa de pruebas experimentales.

—Muy oportuno —repuso Mulder—. ¿No le parece un tanto extraño siendo una persona oficialmente involucrada en este asunto? ¿Acaso no le facilitó información cuando habló con usted acerca de nuestra misión en el archipiélago Marshall?

Skinner frunció el entrecejo.

—Recibí una llamada telefónica anónima del Pentágono, agente Mulder. Se me solicitó que aprobara su viaje y eso hice, pero no conozco a ningún general Bradoukis.

—Qué raro… él afirmó conocerle —repuso Mulder.

—No conozco a ningún general Bradoukis —repitió Skinner.

—Muy bien, señor.

—Y en cuanto a esa prueba nuclear secreta, ese Yunque Brillante que no deja de mencionar… no quiero que aparezca en su informe oficial. Las pruebas de armas nucleares en tierra fueron prohibidas por el tratado de 1963.

—Lo sé tan bien como usted —asintió Mulder—. Pero nadie parece habérselo recordado al equipo de Yunque Brillante.

—Esta mañana hice ciertas averiguaciones antes de entrevistarme con usted. Hablé directamente con la señorita Rosabeth Carrera, lo suficiente para enterarme de que no consta en ninguna parte un proyecto llamado Yunque Brillante. Todas las personas con quienes he hablado niegan incluso la posibilidad de un arma nuclear que no deje poso radiactivo y que se haya investigado algo semejante. Afirman que es científicamente imposible. —Skinner asintió satisfecho.

—Eso tengo entendido. Y supongo que cree que el doctor Gregory, uno de los científicos nucleares más eminentes de nuestro país, estaba a cargo de un proyecto para trazar el mapa de las corrientes marinas y las temperaturas en los arrecifes del archipiélago Marshall. Eso es lo que dice la versión oficial.

—Eso no es asunto mío, agente Mulder.

Mulder se puso de pie.

—Lo que quisiera saber, señor, es qué le ha ocurrido exactamente a Miriel Bremen. No la hemos visto desde que nos rescataron y nos separaron en el avión de transporte que nos trajo a Estados Unidos. El teléfono de su casa ha sido desconectado y una de las enfermeras del hospital donde nos atendieron afirma que salió custodiada por dos hombres uniformados. Miriel podría corroborar nuestra historia.

—Verá, la doctora Miriel Bremen ha aceptado volver a trabajar en el proyecto del doctor Emil Gregory —explicó Skinner—. Dado que es la única superviviente relacionada con dicho proyecto, ha decidido cooperar con el Departamento de Energía para evitar que todas esas investigaciones caigan en saco roto.

Mulder lo miró perplejo.

—Ella jamás aceptará.

—Ya lo ha hecho —replicó Skinner.

—¿Puedo hablar con ella? Me gustaría oírlo de sus labios.

—Me temo que es imposible, agente Mulder. Ha sido trasladada a un gabinete aislado, pues están impacientes por reanudar la investigación y no quieren que se distraiga con desagradables interrupciones.

—En otras palabras, ha sido encerrada contra su voluntad y coaccionada para trabajar en algo de lo que perjuró.

—El estudio de las corrientes marítimas no tiene nada de malo. Vuelve a comportarse como un paranoico, agente Mulder.

—¿Yo? Sólo sé que Miriel tenía que enfrentarse a varias acusaciones graves: sabotaje, entrada sin autorización en zona restringida e incluso sospecha de asesinato. Estoy seguro de que la propuesta de dejar correr todos esos cargos resultaría muy persuasiva a la hora de obtener su colaboración.

—Eso no es competencia mía, agente Mulder.

—¿Y no le importa siquiera?

Mulder se levantó y sujetó el borde del escritorio del subdirector. No sabía qué respuesta esperar.

Skinner se encogió de hombros.

—Usted es el único que se niega a aceptar la explicación oficial, agente Mulder.

Mulder recogió sus notas manuscritas, sabiendo que era inútil dejarlas en el despacho de Skinner.

—Supongo que éste ha sido, siempre mi problema —repuso antes de salir.

Después de pasearse por la habitación poniendo en orden sus pensamientos, Scully siguió con su informe. Se sentó, colocó los dedos sobre el teclado y empezó a escribir de nuevo.

Los sucesos que presencié mientras nos alejábamos del atolón Enika a bordo del pesquero Dragón afortunado, pueden explicarse como la explosión en el aire de otro artefacto nuclear experimental, llevada cabo por otro gobierno (o gobiernos) desconocido. Asimismo debe recordarse que entre la oscuridad del huracán, la lluvia y el viento, era difícil distinguir los detalles con exactitud.

A partir de mis observaciones personales, puedo atestiguar que Yunque Brillante estalló aproximadamente a la hora prevista, pero no puedo determinar la magnitud de dicha explosión ni la eficacia de su diseño que supuestamente no deja poso radiactivo.

No obstante, según los informes del equipo de rescate, las mediciones de radiactividad residual efectuadas en la isla se hallaron dentro de los parámetros normales. Esta información no ha sido confirmada.

Se saltó unas líneas. A continuación venía la parte más difícil.

En cuanto a las extrañas muertes de las dos víctimas claramente involucradas en el proyecto Yunque Brillante —el doctor Emil Gregory y la representante del Departamento de Energía Nancy Scheck—, la explicación sigue siendo vaga. Podrían atribuirse a un breve pero intenso accidente nuclear relacionado con el equipo desarrollado para el proyecto.

Diseminadas sobre su escritorio se hallaban las horripilantes fotografías en blanco y negro de las víctimas, cadáveres carbonizados y contorsionados como espantajos negros.

A su lado, dentro de una carpeta de papel manila, se hallaban los informes de las autopsias pulcramente mecanografiados.

Sigue sin poder confirmarse si existe alguna conexión entre las tres muertes causadas por un calor extremo y la exposición a niveles elevados de radiación —Oscar McCarron, ranchero de Alamogordo, Nuevo México, y los capitanes Mesta y Louis en el interior del refugio de misiles balísticos de la base aérea de Vandenberg—. La similitud de las circunstancias implica que existe una relación entre estos hechos, pero la causa específica de un accidente nuclear tan mortal y poderoso, así como el origen y el tipo de equipo utilizado, y el modo en que podría haber sido transportado a esos diversos lugares, sigue sin explicación.

Insatisfecha, Scully miró fijamente la pantalla. La leyó una y otra vez, pero no se le ocurría nada más que añadir. Aún no se sentía muy cómoda con la justificación lógica que había elegido ni con sus argumentos, pero decidió que bastaban y sobraban.

Grabó el documento e imprimió una copia para enviarla a sus superiores. Eso bastaría para cerrar el caso, de momento. Apagó el ordenador y abandonó la oficina.