Atolón Enika.
Sábado, 5.10
De cara al viento, esta vez le tocaba a Mulder aferrarse del brazo de Scully para asegurarse de no perderla. Caminaron tambaleantes a través de la cegadora lluvia y los recios vientos que amenazaban con disgregar el pequeño grupo.
Los tres pescadores iban delante, despacio y con las cabezas gachas, abriéndose paso hacia la laguna. Las altas formaciones de coral de detrás del refugio amortiguaban lo más recio del temporal procedente del otro extremo de la isla. Sin embargo, el viento soplaba con tal fuerza que los bombardeaba sin piedad con arena y piedras.
Mulder no veía a Ryan Kamida por ninguna parte.
—¡Esto es una locura! —gritó Scully.
—¡Lo sé! —respondió Mulder.
Pero siguió andando y, mientras avanzaba con dificultad, sus propias dudas se reafirmaron: era absurdo e ilógico seguir adelante con ese temporal. Scully habría empleado el término «suicidio». Pero, dadas las circunstancias, las alternativas lógicas eran escasas y ella debía de confiar bastante en él para haberlo seguido. Scully estaba viendo con sus propios ojos el incomprensible desastre que se avecinaba y él esperaba no fallarle.
Miriel Bremen caminaba despacio detrás de ellos, absorta al mismo tiempo que ansiosa por salir de allí… no tan dispuesta, después de todo, a morir por una causa y desperdiciar la última oportunidad de escapar.
—¡No importa lo que creas, Mulder! —gritó Scully a su oído—. ¡Yunque Brillante va a estallar en unos minutos y si no nos alejamos de aquí la onda expansiva nos atrapará!
—¡Lo sé, Scully! ¡Lo sé!
Pero sus palabras se perdieron en el viento y no creyó que ella las hubiera oído.
Los pescadores empezaron a soltar gritos apenas perceptibles a causa del temporal. Más allá de los vientos huracanados resonó el misterioso coro de voces, cada vez más fuerte hasta alcanzar un crescendo discordante.
La lluvia, la oscuridad y la arena impedían ver con claridad, y Mulder no conseguía localizar el barco pesquero. Por un instante temió que su única posibilidad de escapar hubiera desaparecido de la laguna y se vieran abandonados a su suerte en el atolón Enika, sin siquiera la dudosa protección del refugio de Bear Dooley.
Pero unos instantes después comprendió por qué gritaban los pescadores. Dos de ellos estaban vadeando la revuelta laguna en dirección a las aguas más profundas donde el viento había arrastrado al Dragón afortunado.
El cabecilla de los pescadores se aferró donde pudo para escalar el oscilante casco del barco. Una vez en cubierta, ayudó a subir a sus compañeros, que hicieron gestos a los demás para que los siguieran.
Scully vaciló en la orilla.
—Mulder…
—¡Vamos, el agua está buena! —gritó él. Y la empujó sin pararse a pensar en los zapatos empapados—. ¡No tengas miedo de mojarte! ¡Recuerda que son nuestras vacaciones!
La lluvia ya los había calado hasta los huesos y no tenía sentido esperar más tiempo. Creyera o no Scully en la amenaza sobrenatural de unos fantasmas nacidos en la explosión de Sawtooth, Yunque Brillante iba a estallar de un momento a otro en el otro extremo del atolón y no había tiempo que perder.
Miriel caminó con el agua por la cintura junto a ellos hasta el pesquero. Una vez allí subió a bordo como un gato escala un árbol.
Uno de los pescadores se precipitó hacia la cabina de cubierta y puso los motores en marcha; más que oír el zumbido, Mulder sintió las vibraciones a través del casco. Mientras el segundo pescador corría a levar anclas y a soltar el barco de su peligroso amarradero, el tercero ayudó a Mulder y a Scully a subir a bordo.
Antes de que Mulder pudiera asegurarse de que su compañera había recuperado el equilibrio, el pesquero viró trabajosamente antes de poner rumbo al corazón del huracán. De pie en cubierta, Mulder se aferró con todas sus fuerzas a la barandilla.
—¡Mira allí, Scully! —gritó, volviéndose hacia la isla y señalando el cielo amenazador—. ¡No es una tormenta corriente!
Las nubes brillaban, crepitaban y bullían con una extraña energía que le puso los pelos de punta. Echó un vistazo al reloj. Yunque Brillante estallaría de un momento a otro. En cualquier momento a partir de ahora todo terminaría de un modo u otro.
El barco se alejó del atolón con gran estrépito, sorteando las rabiosas olas blancas y espumosas que rodeaban los poco profundos arrecifes. Los pescadores lo guiaban haciéndolo virar en busca de un paso seguro. Finalmente las aguas se volvieron más profundas y azules aun en la oscuridad de la tormenta. El motor rugió con renovada potencia y el Dragón afortunado siguió avanzando dando bandazos.
Mulder escudriñó el horizonte, pero no vio ni rastro del destructor Dallas. Sólo vio espuma que podría haber sido el remolino provocado por el propio huracán, o los tristes restos de un enorme naufragio. Entonces, con un brillo cegador, en el otro extremo de la isla apareció un pequeño sol amarillo que se elevó en el cielo, enfrentándose por un instante al huracán…
—¡Es Yunque Brillante! —dijo Scully—. ¡Cúbrete los ojos!
—¡Así que ha funcionado! —exclamó Miriel Bremen aturdida, con voz lo bastante fuerte para que la oyeran y sin molestarse en desviar la mirada.
Por extraño que pareciera, Yunque Brillante actuó como catalizador respecto de las demás fuerzas ocultas en el interior de las nubes del temporal. Al detonar el artefacto, el misterioso brillo se multiplicó por diez y originó una espectacular masa de nubes. Una bola de fuego se precipitó sobre ellos como una explosión espectral, transformándose en la forma escalofriantemente familiar de un hongo atómico. Sin embargo, la imagen era distorsionada e irreal, una multitud de cráneos y rostros, bocas abiertas, cuencas oculares quemadas… un incontenible ariete que se abalanzaba sobre las llamas de Yunque Brillante.
Un asfixiante manto de fuego cáustico cubrió la explosión mucho más reducida de la prueba y asumió la nueva luz como parte de su fuego sobrenatural, aprovechándose de la potencia, que se intensificó.
—¡Mira! —gritó Scully, contemplando cómo la costa de Enika retrocedía con celeridad.
Aterrorizados, los tres pescadores pusieron a toda máquina los motores, que rugieron entre las altas y espumosas olas, alejándose de los vengativos espectros atómicos… y dirigiéndose en línea recta hacia el tifón. En la distancia, Mulder distinguió una pequeña figura solitaria en la playa.
—¡Es Ryan! —gritó Miriel, horrorizada.
De pie sobre el barril lleno de ceniza que habían bajado del Dragón afortunado, el hombre ciego agitaba los brazos hacia el cielo. Ryan Kamida pareció dar instrucciones a la cegadora aparición y, como un ser vivo con un propósito, la, susurrante y resplandeciente multitud de víctimas atómicas se desperdigó por toda la superficie del atolón Enika. Las emanaciones radiactivas incineraron la selva que había vuelto a crecer en los pasados cuarenta años e hizo saltar por los aires las altas formaciones de coral que habían servido de protección al refugio.
—¿Lo ves, Scully? —exclamó Mulder, asustado y perplejo—. ¿Lo ves?
Cada vez más brillante al resplandor de una reacción en cadena del incendio nuclear, el hongo atómico cruzó velozmente la isla y se precipitó hacia el otro extremo con tal fuerza que Mulder se tapó los ojos y se hizo a un lado. La violenta furia hizo saltar por los aires el coral y convirtió la roca en lava…
Mientras el Dragón afortunado seguía avanzando a toda máquina hacia el huracán, el vengativo incendio llegó al paroxismo y los gritos estremecedores se oyeron con mayor nitidez entre el ulular del viento. Los esqueléticos y fantasmagóricos rostros se volvieron borrosos y se arremolinaron en una confusión de luces y sombras.
De pronto se sumó al coro otra voz y Mulder creyó reconocer la de Ryan Kamida, su triunfante grito al reunirse al fin con su familia y su gente, fundidos todos en una fuerza primitiva… una fuerza cuya misión por fin se había cumplido.
El resplandor se desvaneció del atolón Enika, dejándolo estéril, trémulo de calor residual y desprovisto de toda clase de vida. Mientras, el Dragón afortunado continuaba acercándose al centro de la tormenta.