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Atolón Enika.

Sábado, 4.54

El temporal le habló con toda su fuerza: voces aterrorizantes alzándose contra los demás, susurros dándole la bienvenida. Por fin.

Ryan Kamida era uno de ellos, un miembro más del grupo espectral, aunque se sentía desplazado. No porque fuera ciego o estuviera lleno de cicatrices, sino porque estaba vivo.

Se apartó tambaleante del refugio y avanzó dando sacudidas hacia el huracán, que lo zarandeó con la fuerza de una catapulta, casi derribándolo. Aun así, echó a correr. Sus pies resbalaban en la áspera roca y los vientos huracanados levantaban la arena de alrededor.

Tropezó, cayó de rodillas al suelo y sintió cómo sus dedos insensibles se hundían en la fría y húmeda arena. Quería que ésta lo engullera y fundirse así con las cenizas de su gente, transformarse en parte de aquel asolado atolón.

—¡Estoy aquí! —gritó.

El tifón rugió y las voces de los fantasmas se hicieron más fuertes, apremiándolo a seguir. Se levantó y echó a correr de nuevo. Una ráfaga de viento y lluvia lo alcanzó con una fuerza arrolladora que volvió a derribarlo. Agitó los brazos y las piernas en el aire, tratando de levitar como un fantasma más… pero era demasiado pronto. Aún no había terminado todo.

Kamida luchó contra el huracán hasta que sus pulmones estuvieron a punto de estallar. Su corazón quería dejar de latir de puro agotamiento, pero siguió adelante, buscando la liberación al reunirse con su familia, su gente… esos compañeros que nunca había visto pero que se le aparecían desde hacía décadas.

Kamida los llamó en silencio, tratando de articular las palabras en aquella lengua que había conocido de niño pero llevaba cuarenta años sin practicar. No importaba cómo la hablara, los espíritus lo entenderían.

Se aproximaban.

En la playa, Kamida tropezó con el barril abandonado por los pescadores. De modo instintivo y sin titubear había hallado el camino hasta aquel barril lleno de las cenizas de los de su tribu, los trozos de carne carbonizada que con tanto esmero había separado de la arena del atolón.

Lo abrazó estrechamente, apretando la mejilla contra el metal curvo y resbaladizo a causa de la lluvia, que estaba frío incluso al tacto de su insensible mejilla. Se aferró a él como si se tratara de un ancla, sollozando mientras el huracán rugía implacablemente.

Los misteriosos susurros y gemidos se hicieron cada vez más fuertes, ahogando incluso los bramidos de la espesa masa de nubarrones que se cernía sobre él. Ryan Kamida sentía la fuerza cada vez mayor del ojo acusador del huracán, la electricidad estática, la subida de tensión.

Alzó el rostro y sintió cómo se evaporaba la lluvia mientras un intenso calor le acariciaba la piel. A pesar de ser ciego, supo de algún modo que en las nubes que envolvían la isla, la luz alcanzaba una intensidad candente cada vez mayor a medida que avanzaba la cuenta atrás.