U. S. Dallas.
Sábado, 4.30
El capitán Robert Ives no se explicaba cómo había logrado mantenerse de pie en medio de la confusión… pero se supone que los capitanes no caen de bruces en el puente de mando de su propio barco, ni siquiera en pleno tifón. Con los pies firmemente plantados en el suelo y separadas sus musculosas piernas, resistió el tumultuoso embate de las olas. Por el suelo del puente se deslizaban de un lado a otro una diversidad de objetos, desde lápices y cuadernos hasta cajones de embalaje.
La lluvia azotaba las ventanas del puente de mando y el cielo se tiñó de una extraña luz verdosa. Ives consultó su reloj de pulsera, sabiendo que no podía tratarse del amanecer… Aquel misterioso resplandor le puso la carne de gallina. Había visto antes huracanes y siempre le habían parecido cosa de otro mundo, pero ninguno como éste.
—¡El huracán está alcanzando los ciento ochenta kilómetros por hora, señor! —gritó Lee Klantze desde su puesto de segundo comandante. La libreta de tres anillas en la que se enumeraban las señales y códigos internacionales cayó de su estante y se estrelló contra la cubierta—. Esto supera los niveles máximos calculados para este temporal. Es como si algo bombeara aire desde arriba.
—¿A qué distancia está el ojo del huracán? —preguntó Ives.
—No esperamos que regrese hasta dentro de media hora, entonces haremos un breve descanso. De momento sólo tenemos que aguantar.
Ives aferró la barandilla del puesto del capitán con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos y los tendones del cuello se le marcaron.
—¡Preparaos! ¡Creo que va a empeorar!
Klantze lo miró perplejo.
—¿Aún más? —Bajó la vista hacia sus partes meteorológicos, y se agarró en busca de apoyo cuando el barco se zarandeó bruscamente—. ¿En qué se basa, señor?
—En la sensación de terror que brota de mis entrañas, señor Klantze. Compruébelo —pidió Ives crispado—. Luego asegúrese de que todos los puestos están en orden y lleve a las bodegas a los miembros de la tripulación que no sean imprescindibles.
—Ya lo he hecho, señor.
—¡Vuelva a hacerlo! —replicó Ives. El joven segundo comandante cruzó dando tumbos la cubierta para cumplir las órdenes de su capitán y éste, sin apartar los ojos de las pequeñas olas blancas que surcaba el Dallas, preguntó—: ¿Cuánto falta para que estalle Yunque Brillante?
Aunque podía ver él mismo el cronómetro, sabía que era preciso mantener a sus hombres ocupados en tareas rutinarias; de lo contrario tendrían tiempo para pararse a pensar en los daños que podía ocasionarles el tifón.
—Una media hora, señor —respondió uno de los oficiales tácticos.
—Treinta y ocho minutos —apuntó otro simultáneamente.
—Gracias —respondió Ives, sin expresar en alto sus pensamientos acerca de lo insensatos que debían de ser esos diseñadores de armas para contemplar siquiera la posibilidad de llevar a cabo una delicada prueba en semejantes condiciones.
Una ola gigantesca azotó al Dallas por babor, haciendo que el casco sonara como un gong; El destructor escoró hacia estribor y luego se enderezó poco a poco como una orea que recupera el equilibrio.
El capitán Ives logró mantenerse de pie y se alegró de que el Dragón afortunado no siguiera sujeto a su casco.
El segundo comandante Klantze volvió dando tumbos al puente, dejando atrás el intercomunicador después de haber hablado con todas las secciones del destructor.
—Todos los puestos han dado el parte, capitán —informó—. Estamos preparados para resistir cualquier cosa.
Ives lo miró con la frente arrugada por encima de sus cejas canosas.
—¿Cualquier cosa, señor Klantze? Es usted muy optimista.
—Pertenezco al ejército, señor. —Klantze debía de creer que iba a impresionar a Ives con esa ridícula respuesta.
—¡Capitán! —exclamó el oficial táctico—. He detectado algo en el radar delantero. Hay… ¡Dios mío, no puedo creerlo! Es inmenso.
—¿Qué es? —preguntó Ives volviéndose bruscamente y casi perdiendo el equilibrio cuando otra enorme ola golpeó el costado del destructor—. Déme detalles.
El oficial táctico permaneció en su puesto observando la parpadeante pantalla con los ojos abiertos de incredulidad.
—Es algo enorme y con una potencia extremadamente elevada… y se dirige hacia nosotros. Los demás sensores también lo están recibiendo… hasta en el sonar aparece un tumulto en la superficie del agua que excede con mucho las turbulencias del temporal en sí. No comprendo estas lecturas, señor. ¿Una tormenta eléctrica? ¿Una subida de voltaje?
—Contacte con el equipo de Yunque Brillante en tierra firme y hágaselo saber —ordenó Ives siguiendo una corazonada. Luego bajó la voz para que nadie más lo oyera y añadió—: Tal vez aún estén a tiempo de prepararse.
—¿Podría tratarse de un problema técnico en los mandos? —preguntó Klantze, acercándose al puesto del oficial táctico.
—No es probable —respondió el oficial—. Es constante y la velocidad… Cada vez está más cerca, como si nos encontráramos en la intersección de dos blancos.
Ives se volvió para mirar por la ventana y al otro lado de las olas distinguió un escalofriante resplandor, un fuego sobre el horizonte que le recordó un pequeño amanecer surgido de la nada.
—¡Allí está! —exclamó Klantze señalándolo, como si Ives no pudiera verlo—. ¿Qué es eso? ¡Parece el infierno!
Bajo la mirada atenta de la tripulación del puente, la pared luminosa se transformó en un esfera incandescente que se abalanzaba hacia ellos, cada vez más brillante a través del denso huracán.
Ives había visto algo similar en otras pruebas nucleares allá por los años cincuenta. La luz y la forma de la explosión de una bomba H era algo que no se olvidaba… y ahora volvía de nuevo a él. Cogió el intercomunicador de su puesto y conectó con todos los altavoces del barco.
—¡Atención! ¡Preparados para colisión!
El alud de luz radiactiva se precipitó hacia ellos surcando la cresta de una implacable e hirviente ola en medio de las embravecidas aguas del mar, que se arremolinaban bajo la abrasadora explosión de un holocausto.
Ives permaneció en su puesto de capitán, mirando impotente por la ventana. No tenía nada para protegerse los ojos, pero en su fuero interno sabía que daba lo mismo, así que siguió contemplando cómo aquella fuerza implacable arremetía contra ellos.
La última imagen que registraron sus ojos antes de que los nervios ópticos se rindieran a la furiosa embestida, fue la puntiaguda proa de su destructor hundiéndose, al mismo tiempo que las planchas de acero saltaban por los aires.
Y de pronto el barco entero quedó sepultado bajo aquella avalancha de luz y fuego.