35

Atolón Enika.

Sábado, 4.25

Mulder observó a Bear Dooley acercarse a grandes zancadas al reloj de la cuenta atrás colgado de la pared. El ingeniero barbudo entornó los ojos, como si a duras penas distinguiera los números que descendían con regularidad.

—Quince minutos —anunció—. ¿Habéis verificado todo? Quiero que comprobéis cada subsistema.

Miró alrededor, escudriñando el rostro de los miembros de su equipo. Todos los técnicos asintieron sin apartar la mirada de sus terminales y los paneles de mandos.

—Bien. La cuenta atrás continúa sin incidentes —comentó Dooley con obviedad, frotándose las manos.

En ese preciso instante una fuerte ráfaga de viento abrió de golpe la pesada puerta del refugio y la recia lluvia irrumpió en un ángulo casi horizontal, como agua arrojada por una pistola pulverizadora. Dos marinos de aspecto desaliñado entraron tambaleantes y jadeando; cerraron la puerta entre los dos y echaron el cerrojo. Estaban empapados y tenían los uniformes desgarrados por la fuerza del tifón. A la luz incandescente del interior del refugio, sus semblantes pálidos, casi cenicientos, reflejaban miedo. Ni los marinos más avezados habían visto temporales de tal magnitud.

—¡Está bien, todo el mundo dentro! —gritó uno de ellos, como si creyera que el huracán seguía amortiguando sus palabras… o tal vez porque le había dejado algo sordo.

—El generador funciona bien —informó el otro marino—. Está a resguardo de la lluvia y el viento, y debería resistir aun cuando el tifón empeorara. No tardaremos en tener aquí el centro del huracán.

Dooley asintió con gesto huraño.

—Más vale que funcione bien ese maldito generador —dijo—. Es la fuente de energía que hace funcionar todos nuestros diagnósticos; si falla, toda la prueba será un fracaso, aunque Yunque Brillante estalle según lo previsto.

—No olvide que contamos con un generador de repuesto —señaló Víctor Ogilvy.

—Estoy seguro de que obtendrás tus datos —repuso Miriel Bremen con amargura—. ¿Qué podría salir mal?

Como si se mofaran de ellos, las bombillas del techo parpadearon por unos instantes.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Dooley, levantando la vista al techo—. ¡Compruébalo!

—Fluctuaciones en la corriente —respondió Víctor—. Pero los generadores de reserva las han regulado. Todo va bien.

Dooley se paseó por la sala como un tigre enjaulado. Echó un vistazo al reloj de pared.

—Cuarenta y tres minutos —anunció.

Mientras los técnicos permanecían atentos en sus puestos, Mulder observó al hombre ciego y cubierto de cicatrices que apenas unas horas atrás les había explicado una historia increíble. Tras sumar a esta historia los detalles del enigma tal y como él lo veía, empezó a formular una hipótesis que encajara con la información. Todo empezaba a cobrar sentido, aunque fantástico. Reflexionó sobre la mejor manera de abordar el tema con Scully. A ella sin duda le parecería absurda esa explicación… pero eso no era ninguna novedad.

Scully parecía creer que el sentido de su vida era actuar de abogado del diablo de Mulder y ofrecer explicaciones lógicas de los acontecimientos insólitos que habían presenciado juntos, del mismo modo que él consideraba que su objetivo era hacérselos creer a Scully.

Se inclinó hacia ella y le habló en voz baja al oído, aunque el rugido de los vientos huracanados que azotaban aquella colmena de cemento era lo bastante fuerte para impedir que nadie lo oyera.

—He estado pensando, Scully. Si es cierto lo que dice Kamida, podría tratarse de una especie de onda expansiva psíquica, un arranque de energía que se transformó en algo medio sensible durante la explosión de la primera bomba H arrojada sobre esta isla.

Scully lo miró, atónita.

—¿De qué estás hablando, Mulder?

—Escúchame, Scully. Imagina la población de isleños que vivían aquí, todos juntos, despreocupados, llevando una existencia normal… y de pronto y sin previo aviso se ven arrojados al borde de la muerte por una de las explosiones instantáneas más potentes que se han registrado en el planeta. ¿No es posible que tal explosión actuara como una especie de estímulo hacia un nivel más elevado de existencia, superando una barrera de energía?

—Yo no lo veo así —replicó Scully.

—Piénsalo —insistió él—. El pueblo de Kamida gritando al unísono, no sólo muertos sino absolutamente aniquilados, prácticamente desintegrados hasta sus últimas células.

—Mulder, si la energía de una explosión atómica pudiera convertir a sus víctimas en… —buscó la palabra— una vengativa colección de espectros radiactivos con superpoderes, entonces ¿cómo es que después de las explosiones de Hiroshima y Nagasaki no hay cientos de miles de espíritus destructores por todo el planeta?

—Ya lo he pensado —repuso Mulder—, pero se trataba de las primeras armas atómicas. Aun siendo poderosas, las cabezas nucleares Fat Man y Little Boy sólo produjeron una fracción de la energía que desprendieron las bombas de hidrógeno probadas en las islas del Pacífico. Los ensamblajes experimentales de los años cincuenta alcanzaron de diez a quince megatones, mientras que la explosión de Hiroshima fue sólo de doce kilotones y medio. Es una diferencia considerable… de uno a mil.

»Es posible que las explosiones de Hiroshima y Nagasaki no fueran lo bastante poderosas para cruzar ese umbral. Y, que yo sepa, nadie murió en las explosiones de las demás bombas H.

Scully lo miró con ceño.

—¿Y crees que estos fantasmas están persiguiendo a la gente involucrada en la investigación de las armas nucleares, así como a los responsables de la prueba de Yunque Brillante, y que los asesinan… por venganza?

—Tal vez sea eso —repuso Mulder—, o tal vez sólo se trate de impedir que continúen las pruebas. Todo apunta al sabotaje de la prueba de Yunque Brillante, que podría ser el principio de una nueva serie de explosiones en tierra, por no hablar de las cabezas nucleares que no dejan poso radiactivo y que podrían utilizarse en cualquier guerra. ¿Y si estos fantasmas están intentando impedir que la historia se repita?

Scully se estremeció. Mulder supuso que, de haber formulado la misma hipótesis a la luz del día y al abrigo de sus frías oficinas en el edificio del FBI o en cualquier otra parte que pareciera segura, ella se habría burlado de su razonamiento. Pero allí, en la oscuridad de una hora antes del amanecer, rodeados de violentos vientos huracanados en una desierta isla del Pacífico, cualquier historia espeluznante sonaba más convincente.

De pronto le asaltó otro pensamiento.

—¡La ceniza!

Se volvió hacia Ryan Kamida, sentado plácidamente con las manos entrelazadas sobre la lisa superficie de fórmica de la mesa. Tenía su horrible rostro vuelto hacia ellos esbozando una sonrisa misteriosa, como si la explicación de Mulder le hubiera divertido; al parecer lo había oído todo.

Mulder se acercó a él.

—La ceniza… ¿Qué hay de la ceniza, señor Kamida?

El ciego asintió por deferencia.

—Creo que ya sabe la respuesta, agente Mulder.

—Eran las cenizas de las víctimas de su isla, ¿verdad? Las utiliza como… estandarte o imanes para atraer la atención de los fantasmas.

Kamida bajó el rostro hacia sus manos entrelazadas.

—Con los años me acostumbré a mi ceguera y después de haber hecho contactos y ganado mucho dinero, regresé al atolón Enika. Los espíritus de mi pueblo me habían narrado su historia, explicado su vida y repetido una y otra vez lo que había ocurrido aquí, hasta que enloquecí de tanto oírlo. Tenía que volver, por motivos de salud mental. —Calló y alzó su mirada ciega hacia Mulder y Scully—. Hay empresarios dispuestos a hacer cosas por gente excéntrica sin hacer preguntas, siempre que el dinero sea generoso. Pasé muchos días aquí en los acantilados, arrastrándome por este atolón abandonado que se había vuelto a cubrir de selva. Estaba ciego pero sabía adonde ir y hacia dónde mirar, guiado por las voces. Con un cuchillo, una pala y un barril, pasé varios días bajo el sol abrasador del Pacífico, trabajando. Encontré las escasas cenizas de mi gente que había sido incinerada y carbonizada hasta convertirse en meras sombras en la roca.

»Había transcurrido mucho tiempo y cabía esperar que las manchas hubieran desaparecido a la intemperie, se hubieran fundido con el coral y la arena, o borrado por las tormentas y el oleaje. Pero seguían allí, esperándome, como sombras humanas recortadas contra los acantilados. Las arranqué de una en una, siguiendo las instrucciones de los espíritus.

»Recogí toda la ceniza que pude. Era irrisorio que todo lo que quedaba de la población de una isla fuera esa triste cantidad, pero bastaba para mis fines… y los suyos. Cuando estuve listo, envié unas muestras de la ceniza, a modo de tarjeta de presentación, a las personas que debían recibirlas.

—¿Envió un frasquito a Nancy Scheck? —preguntó Scully.

Ryan Kamida asintió.

—Y un paquete a Emil Gregory, y otro a Oscar McCarron, de Nuevo México. Los espíritus no necesitaban realmente la ceniza, pues ellos mismos señalaban sus propios objetivos. Pero servía… y me servía para controlarlos.

Mulder se quedó horrorizado.

—Nancy Scheck y los demás sólo recibieron una pequeña muestra de esa ceniza… pero ha traído a esta isla un barril entero.

De pronto recordó a los tres pescadores aterrorizados acarreando la terrible carga y dejándola en la playa, donde en esos momentos permanecía desprotegida, porque Bear Dooley no la quería dentro del refugio.

—Es todo lo que tengo —respondió Kamida—. Es la forma de traerlos aquí a todos. Por fin.

En ese instante sonó el teléfono y Víctor Ogilvy contestó. Abrió los ojos desmesuradamente mientras apretaba el auricular contra la oreja, como si la comunicación tuviera dificultades.

—¡Bear! —exclamó Víctor, aferrando el auricular y mirándolo fijamente con la boca entreabierta—. Una llamada del capitán Ives. Los radares a bordo del Dallas acaban de detectar algo grande y poderoso que se aproxima al atolón, y no es un huracán. No sabe lo que es, pero… ¡jamás ha visto nada parecido! —Víctor tragó saliva, agitando el auricular en el aire—. La transmisión se ha cortado y no consigo recuperarla.

—¿Qué demonios está pasando aquí? —preguntó Dooley a voz en cuello—. Sólo quedan treinta y cinco minutos para la detonación. ¡No podemos permitirnos complicaciones ahora!

De pronto en el refugio se produjo un apagón y quedaron sumidos en la más absoluta oscuridad.