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Atolón Enika.

Viernes, 18.05

Mulder levantó la vista hacia el cielo tormentoso y pensó con nostalgia en lo bonito que debía haber sido el atardecer en el Pacífico. Pero unas nubes de tono gris matizado de un inusual verde amarillento se habían reproducido como la gangrena.

Tarareó los primeros compases de Stormy Weather, pero no intentó cantarla, pues no recordaba la letra.

—Así que no voy a librarme de usted —comentó Bear Dooley, acercándose—. ¿Se ha quedado por interés técnico en Yunque Brillante o por simple miedo a la tormenta?

—Sí —respondió Mulder, enigmático—. Ha dado en el clavo.

A Dooley le divirtió la respuesta y soltó una carcajada que se oyó a pesar del viento recio.

—Es usted un pelmazo y su investigación está entorpeciendo nuestro trabajo, pero está aquí y no puedo impedir que husmee por todas partes. —Suspiró—. Y supongo que poseer una información parcial es más perjudicial que carecer de ella, de modo que le pondré en antecedentes. —Se volvió hacia los demás técnicos en el interior del refugio y anunció a gritos—: ¡Voy a ir en jeep hasta el otro extremo de la isla para comprobar por última vez el artefacto! —Luego se dirigió a Mulder—. Si me acompaña, le explicaré de qué se trata todo esto.

Víctor Ogilvy salió del refugio, secándose unas gotas de lluvia de las gafas.

—Según los informes, ya ha sido comprobado —dijo—. El equipo y yo fuimos allí en cuanto aterrizó el avión. Está todo listo.

—Estupendo —respondió Dooley, con el cabello y la barba azotándole el rostro—, pero no he preguntado si lo ha comprobado. He dicho que quiero comprobarlo por mí mismo. Deseo hacer una inspección manual, si te parece.

—Le necesitamos aquí, Bear —replicó Víctor, como si la tormenta y la inminente prueba lo hubieran llevado al borde del pánico.

—¡Maldita sea! —exclamó Dooley—. Ya tengo bastante haciendo de niñera de este agente del FBI. ¿No puedo confiar en que mis propios hombres hagan su trabajo?

Víctor pareció herido y Bear suavizó el tono.

—No te preocupes, Víctor, no tocaré los diagnósticos. Puedes ocuparte del refugio tú solo perfectamente. Estaré de vuelta en un par de horas. El agente Mulder y yo tenemos que ir y volver antes de que oscurezca del todo… y eso podría ser a cualquier hora, gracias al jodido tifón.

Mulder siguió a Dooley hasta un jeep con techo de lona al aire libre, pero resguardado del viento por el refugio en forma de iglú. Dooley arrancó la gruesa lona y la arrojó al interior del almacén. Subió al asiento del conductor con un estilo que recordó a Mulder un fornido cowboy montando a su fiel caballo.

El ingeniero barbudo, abrigado con su cazadora tejana y la camisa de franela, miró a Mulder por encima del hombro cuando éste se acomodó en el asiento del pasajero. Mulder habría dicho que esa indumentaria no era en absoluto apropiada en un atolón del Pacífico, pero la terrible tormenta había traído consigo una inesperada ola de frío.

—Se le mojará esa elegante chaqueta cuando llueva con más fuerza —comentó Dooley.

Mulder deslizó las manos por la tela de su chaqueta y se aflojó la corbata.

—Tenga unas bonitas camisas hawaianas en mi maleta a bordo del barco, pero no he tenido ocasión de cambiarme.

Dooley apretó el botón de arranque del jeep y éste arrancó con un ruido infernal. Avanzó dando tumbos por el sendero lleno de baches de la selva, balanceándose y virando como una atracción de feria cada vez que sorteaban un surco o una raíz.

Mulder se sujetó con firmeza, incapaz de hablar porque le castañeaban los dientes. Dooley aferró con fuerza el volante y siguió conduciendo. Sin apartar la mirada del camino, Mulder soltó un grito que se oyó a pesar del estruendo del jeep y el fuerte rumor del viento.

Poco después la selva se abrió y Mulder volvió a ver el océano. Las olas se elevaban y caían creando una ilusión óptica vertiginosa, como si el paisaje formara parte de una atracción de feria. En una laguna semicircular y poco profunda situada en el extremo del atolón donde se desataría la tormenta, los escarpados arrecifes impedían que entraran las olas. En medio de la poco profunda extensión de agua, sobre una plataforma, Mulder divisó una extraña construcción de alta tecnología, semejante a una máquina de Rube Goldberg o sacada de un libro del doctor Seuss.

—Allí está Yunque Brillante —señaló Bear Dooley—. Jamás ha existido nada parecido. ¿No es hermoso?

Mulder se imaginó una nave extraterrestre que hubiera realizado un aterrizaje forzoso allí y decidió que la respuesta más delicada era un gruñido evasivo.

—¿Ve los soportes en que está suspendida la plataforma? Podríamos haber hecho detonar el artefacto bajo el agua, pero así es más sencillo obtener los diagnósticos.

Unos largos tubos metálicos se adentraban en la selva como telarañas a lo largo del sendero lleno de surcos, y en las intersecciones de dichos conductos se hallaban las subestaciones. Dooley los señaló.

—Esos tubos ligeros llevan las fibras ópticas de nuestros diagnósticos. Quedarán volatilizadas en el primer segundo de la explosión, pero el envío de datos se adelantará una milésima de segundo, de modo que recibiremos la información antes de que todo se desintegre. Entonces se aplicarán a las cifras los distintos códigos de análisis de los ordenadores del refugio, hasta que cobren significado. También disponemos de cámaras fotográficas instaladas por toda la selva. No sabemos cuántas sobrevivirán a la explosión y el tifón, pero las fotos tendrán que ser espectaculares.

—Un auténtico triunfo para Kodak —respondió Mulder.

—Se lo aseguro.

Mulder miró el artefacto.

—¿Así que espera que nadie advierta la explosión atómica porque atribuirán la destrucción a la tormenta? Si no me equivoco, unas explosiones de bombas H hicieron desaparecer literalmente varias islas pequeñas.

Dooley desechó el comentario de Mulder con un gesto.

—Así fue, pero se trataba de las primeras. Yunque Brillante no es tan grande. De hecho, su rendimiento es como el de la bomba de Nagasaki… realmente diminuta por lo que se refiere a cabezas nucleares.

Mulder pensó en las dos ciudades japonesas destruidas por las bombas atómicas de la Segunda Guerra Mundial y cuestionó en silencio el empleo de la palabra «diminuta».

—Caramba, los ICBM de hoy en día contienen de cincuenta a un centenar de bombas tipo Nagasaki en un solo misil… cabezas nucleares múltiples de dirección independiente. Se lo aseguro, Fat Man y Little Boy eran pesadas para sus tiempos, allá en el jurásico, pero eso es una bagatela comparado con lo que podemos hacer ahora.

Unas gotas de lluvia salpicaron el parabrisas y Mulder se cubrió los ojos con la mano para observar la estructura de aspecto desvencijado que se levantaba sobre la plataforma.

—¿Hay realmente demanda de armas nucleares de bajo rendimiento para compradores con presupuesto reducido?

Bear Dooley negó con la cabeza.

—Me parece que no lo ha entendido. ¡Yunque Brillante no deja poso radiactivo! Se trata de una extraña tecnología concebida por el doctor Gregory, que desintegra todos los subproductos peligrosos de las reacciones secundarias rápidas. No tengo ni idea cómo se le ocurrió, pero pondrá fin al gran estigma político de la utilización de un arma nuclear. Yunque Brillante convertirá las armas nucleares en algo utilizable y éstas dejarán de ser simples cartas para marcarse faroles.

Mulder lo miró.

—¿Y eso es positivo?

—Verá, uno se resiste a arrojar una bomba sobre una ciudad si la radiación va a tardar medio siglo en extinguirse. Se producen muertes de cáncer décadas y décadas después de haber firmado el tratado de paz, y ¿qué se ha conseguido? —Sonrió y alzó un dedo—. Sin embargo, con Yunque Brillante es posible arrasar la ciudad de un enemigo y a continuación instalarse en ella, montar un cuartel general y reclamar el territorio. Puede empezar a reconstruirse al instante. Lo contrario de la bomba de neutrones, que era todo radiación letal y pocos daños, ¿recuerda?

—Creía que las bombas de neutrones habían sido prohibidas porque estaban diseñadas para matar civiles.

Dooley se encogió de hombros.

—Oiga, trato de permanecer al margen de la política. Sólo me dedico a la física y ése es mi trabajo.

—Así pues, ¿ha creado Yunque Brillante, un arma nuclear que nuestro gobierno podría utilizar en una guerra, pero le traen sin cuidado las consecuencias y no le interesa la política?

Dooley no respondió. Bajó del jeep y dejó el motor en marcha mientras comprobaba las conexiones de las ligeras tuberías y pulsaba conmutadores de las subestaciones para cerciorarse de que se encendían todos los diodos luminosos de los paneles de mandos. Era evidente que no le interesaban las implicaciones morales, pero parecía consciente de que Mulder lo observaba en silencio. Después de hacer unos reajustes en los sensores del diagnóstico, se irguió y se volvió cara al viento.

—Está bien, reconozco que pienso en ello y mucho… pero la cuestión es que yo no soy el responsable. No me venga con sermones.

—Una excusa muy cómoda, ¿no le parece? —Mulder lo provocaba a propósito, intrigado por ver qué desliz cometía si lograba irritarlo.

Dooley habló extrañamente tranquilo y con vehemencia, pero no furioso.

—Leo los periódicos, veo la CNN y creo que soy un hombre razonablemente inteligente, pero no pretendo saber cómo van a reaccionar los demás gobiernos o cómo se hace la política exterior de otro país tan ajeno a mí como Marte. Soy físico e ingeniero… y muy bueno, maldita sea. Sé hacer funcionar estos artefactos y lo hago. Si alguien decide que merece la pena, me da fondos y yo hago mi trabajo y confío en que los expertos en política exterior den a mis creaciones un buen uso.

—Está bien, está bien —repuso Mulder—. Así que si ha creado esta nueva clase de cabeza nuclear y alguien la utiliza digamos que para erradicar una ciudad de Bosnia, no sentirá ningún remordimiento por la muerte de esos civiles.

Dooley se rascó la canosa barba.

—¿Acaso es Henry Ford responsable de las muertes causadas por accidentes de automóvil? ¿Es el fabricante de armas de fuego responsable de la gente que muere en atracos a tiendas? Mi equipo ha construido un artefacto para uso de nuestro gobierno, un instrumento para que los expertos en política exterior realicen su trabajo.

»Si un loco como Hussein o Gadaffi decide lanzar su bomba de uranio sobre Nueva Jersey, quiero cerciorarme de que nuestro país tiene medios para defenderse y devolver el golpe. Ellos son los encargados de formular la política del país y su trabajo consiste en ocuparse de que las herramientas son utilizadas con prudencia. Dictar la política exterior de este país me incumbe tanto como… a un político decirme cómo deba hacer mis experimentos. Es ridículo, ¿no le parece?

—Depende de cómo se mire —repuso Mulder.

—El caso es que los investigadores no sabemos lo bastante de ello —prosiguió Dooley—. Si anduviéramos metiéndonos en cosas que no entendemos y siguiéramos nuestra conciencia basándonos en información muy elemental, podríamos terminar como… Miriel Bremen, una rabiosa activista que no ha comprendido quién mueve los hilos y por qué la gente toma las decisiones que toma. Y se lo aseguro, Miriel Bremen no está más cualificada que yo para formular la política exterior de Estados Unidos.

Bear Dooley se había embalado y Mulder lo escuchó fascinado, sin necesidad de apremiarlo.

—Le apreciaba, ¿sabe? —continuó Dooley, mirándose sus grandes manos—. Era una buena investigadora y siempre salía con soluciones innovadoras cuando Emil Gregory se enfrentaba a un problema. Pero pensaba demasiado en asuntos que no le incumbían… ¡y fíjese dónde ha acabado! El proyecto Yunque Brillante ha sufrido varios reveses con la deserción de Miriel y la muerte de Gregory, y no voy a dejar que fracase después del trabajo de todos estos años. —Señaló con un dedo el artefacto sobre la plataforma—. Yo soy quien está a cargo y debo hacer que funcione.

Terminó de comprobar el equipo, se sacudió los vaqueros para quitarse el polvo y la suciedad, y volvió a subir al jeep.

—Bueno, ha sido una conversación interesante, agente Mulder…, pero la cuenta atrás ha empezado mientras hablábamos y todavía tengo mucho que hacer.

»Yunque Brillante está programado para las 5.15 de mañana. Será como la prueba de Trinidad, pospuesta a causa de una tormenta que se desató en mitad de la noche en Nuevo México. Pero esta vez contamos con la tormenta.

Pisó a fondo el acelerador y el jeep levantó arena al girar en redondo y emprender a toda velocidad el regreso al refugio.

Mulder echó un vistazo a su reloj. Sólo faltaban diez horas.