Atolón Enika, Archipiélago Marshall.
Viernes, 14.11
El tiempo empeoraba según se aproximaban al remoto atolón y el pequeño avión daba tales tumbos que Scully se sorprendió echando de menos la estabilidad del enorme C-5 de transporte que los había llevado de Alameda a Pearl Harbor.
Volaron en círculo para intentar un segundo acercamiento a la rudimentaria pista de aterrizaje de la pequeña isla.
—Todavía no nos han pedido que adoptemos la postura de aterrizaje forzoso. Es buena señal —comentó Mulder.
El viento azotaba los lados del avión, y hasta los avezados marinos parecían avergonzarse de su respiración contenida.
—Nunca me había percatado de lo optimista que eres, Mulder —bromeó Scully.
Pero había logrado mantenerla distraída hasta la última parte del trayecto. Por la ventana salpicada de gotas de lluvia, Scully distinguió una pista de aterrizaje preocupantemente corta a lo largo de una estrecha extensión de playa.
Cerró los ojos. Cuando el avión rebotó y dio tumbos hasta detenerse bruscamente, los pasajeros empezaron a aplaudir de forma espontánea.
Los marinos que ya estaban en la isla se acercaron y, agachando la cabeza, colocaron topes detrás de las ruedas del avión. A continuación abrieron la puerta lateral, que quedó colgada de unos cables reforzados, convirtiéndose en unas chirriantes escaleras. La bodega de carga se abrió y un grupo de soldados salió en tropel de los refugios donde habían permanecido a resguardo del frío viento huracanado y, siguiendo una rutina bien sincronizada, empezaron a descargar los cajones de embalaje.
Scully bajó por las escaleras del avión con las piernas temblorosas, pero rechazó la ayuda de Mulder. Puso un pie en la grava de coral de la «pista de aterrizaje» y, aferrándose al lateral de la escalera en busca de apoyo, miró la isla llana y cubierta de follaje, formaciones de coral y límpida arena.
La bóveda del cielo que los cubría era de color gris verdoso debido al temporal que se avecinaba. En el aire se percibía el amenazador crepitar del ozono mezclado con el olor a yodo del mar, y el viento soplaba en breves y fuertes ráfagas procedentes de todas direcciones.
El cabello castaño claro de Scully le azotaba el rostro. Mulder permaneció a su lado, con la corbata de rayas granate agitándose sobre la chaqueta del traje.
—¿Qué te dije? Dos billetes al paraíso.
Scully lo miró de soslayo.
—Deben de haberte dado los más baratos.
En una bahía resguardada, abajo en la escarpada costa, Scully divisó una pequeña embarcación: la lancha que el capitán utilizaba para transportar hombres y materiales desde del destructor anclado al otro lado de la peligrosa barrera coralina. Scully reconoció la clase de barco, un potente destructor tipo Spruance, diseñado originalmente para acciones rápidas y guerra antisubmarina.
—Esta vez la Marina se lo ha tomado en serio —comentó—. Con esa clase de destructor no se juega.
Se reunió con ellos un joven y pulcro oficial, con el cabello castaño claro cortado al rape y gafas oscuras.
—Ustedes han de ser los agentes del FBI —dijo, cuadrándose ante ellos—. Yo soy el comandante Lee Klantze, del Dallas. Los conduciré hasta el capitán Ives. Está aquí para supervisar los preparativos de última hora, aunque creo que se propone observar la prueba desde el buque.
Klantze dio media vuelta y echó a andar a grandes zancadas por la playa.
—Hemos sido informados por el brigadier general Bradoukis de Washington de que son invitados especiales, aunque todos estamos un tanto desconcertados acerca de cuáles son sus propósitos. Que yo sepa, no es un caso del FBI.
—Tiene relación con una investigación pendiente —repuso Scully.
—Entiendo.
Era fácil reconocer a un militar de carrera, pensó Scully con una sonrisa. Sabían cuándo dejar de hacer preguntas.
—Los conduciremos al centro de operaciones de Yunque Brillante y les dejaremos solos para que hagan lo que han venido a hacer. Pero procuren mantenerse alejados de los preparativos de la prueba. Hay muchos instrumentos delicados y una mano descuidada podría causar más daños que el propio huracán… y el señor Dooley tiende a exagerar las precauciones.
—Gracias —respondió Scully.
Ella y Mulder siguieron al segundo comandante cuando éste se encaminó hacia los arrecifes de coral que bordeaban la laguna. Un alto acantilado protegía un conjunto de edificios situados al otro lado de la isla, la dirección en que se aproximaba el temporal.
Mulder se volvió y señaló el cargamento que bajaban del avión.
—Nuestras maletas están allí —comentó.
Klantze no pareció preocuparse.
—Las llevarán al Dallas. Disponemos de camarotes para que duerman, aunque aquí todo el mundo trabajará noche y día hasta que tenga lugar la explosión. La prueba está prevista para las cinco quince de mañana.
—¿Tan pronto? —preguntó Mulder.
—No hay otra elección —respondió Klantze, andando a paso ligero por la playa y levantando arena, que les azotaba dolorosamente el rostro—. Es el día en que está previsto que se desate la tormenta.
Scully quería preguntar por qué les preocupaba tanto que la prueba coincidiera con el huracán, pero decidió reservar esas preguntas para Bear Dooley u otro responsable.
El segundo comandante los condujo a un extraño refugio en forma de iglú al que habían conectado toda clase de generadores, aparatos de aire acondicionado y antenas parabólicas.
—Mira, ése es el Holiday Inn de Enika —comentó Mulder.
Scully vio entrar y salir del refugio a muchas personas, comprobando generadores y conexiones eléctricas. Un hombre vestido con el uniforme blanco de capitán los vio e hizo señas a Klantze para que se acercaran.
Scully sacó la placa de identidad y Mulder la imitó. El capitán las aceptó diligente y las examinó con atención antes de devolvérselas.
—Gracias, agentes Scully y Mulder. Soy el capitán Robert Ives, del Dallas.
Scully le estrechó la mano y se sorprendió de un dato que acudió de pronto a su memoria.
—Sí, capitán. Creo que le conocí de niña, en una recepción de la Marina en Norfolk, Virginia. Mi padre era el capitán Bill Scully.
—¡Bill Scully! —Ives parecía atónito—. ¡Por supuesto que lo conocí! Era un buen hombre. ¿Cómo está?
Scully tragó saliva.
—Murió hace poco —respondió.
—Lo siento. —Ives se puso rígido—. Cuando pasas la mayor parte del tiempo en alta mar, un montón de noticias personales se esfuman antes de que tengas ocasión de prestarles atención. Lo siento de veras.
—Gracias —respondió ella.
Ives se aclaró la voz como para hacer desaparecer su incomodidad.
—En fin, tengo entendido que están aquí en relación a algo extraño en torno a la prueba de Yunque Brillante. El general Bradoukis no me dio detalles. ¿Hay algo que debamos saber?
Scully miró a Mulder, dándole la oportunidad de explicar las extrañas conexiones e hipótesis que había insinuado. Pero Mulder se limitó a sostenerle la mirada, aparentemente sin deseos de sacarlas a relucir.
—Estamos aquí para observar y reunir información —respondió ella—. Como tal vez sepan, varios individuos relacionados con Yunque Brillante han fallecido en circunstancias extrañas.
En ese momento Bear Dooley entró por la puerta baja del refugio, parpadeando a causa del viento que le revolvía el largo cabello y la barba, convirtiéndolos en una maraña en torno a su rostro. Dirigió a los dos agentes del FBI una mirada tan furibunda como la tormenta que se avecinaba. Era evidente que hacía tiempo que aguardaba nervioso su llegada.
—No sé cómo han obtenido permiso para venir a este campo de pruebas de acceso restringido, agentes Mulder y Scully. Por desgracia, no puedo objetar ni enviarlos de vuelta… —Puso los brazos en jarra—. Pero métanse esto en la cabeza desde el principio: ¡quítense de en medio! Estamos muy ocupados. Tenemos que hacer detonar un artefacto mañana temprano y no tengo tiempo para cuidar de un par de agentes bien trajeados.
—No he necesitado una niñera en los últimos cuatro años por lo menos —repuso Mulder secamente.
—Discúlpenos por aparecer aquí en mitad de los preparativos, señor Dooley —intervino Scully—. Créame, habría preferido interrogarlos allá en California. Pero como usted y todo su equipo se marcharon sin notificárnoslo, no hemos tenido más remedio que venir.
—Y no me abrumó exactamente con información cuando hablé con usted —apuntó Mulder.
—Lo que ustedes digan —repuso Dooley con desdén. Les volvió la espalda y tendió un fajo de papeles al capitán Ives—. El nuevo pronóstico meteorológico de nuestro satélite. Justo lo que esperábamos. El centro del huracán está a sólo trescientos kilómetros de distancia y es lo bastante grande para que no exista ninguna posibilidad de pasarlo por alto. Ninguna. Tenemos suerte… Enika será arrasado mañana temprano.
—¿Suerte? —repitió Mulder.
Ives hojeó el pronóstico del satélite y asintió.
—Estoy de acuerdo.
—Espere un momento —pidió Mulder—. Lo primero es lo primero. ¿Dónde tienen ese artefacto nuclear? ¿En una de las cajas de embalaje que han viajado con nosotros o ya ha sido instalado en el refugio?
Dooley soltó una risotada burlona.
—No me está impresionando demasiado con sus conocimientos, agente Mulder. Se supone que el refugio ha sido construido a prueba de explosiones nucleares. Por lo tanto, no pueden haber instalado el artefacto en las proximidades. Lógico, ¿no? —La oportunidad de explicar algo pareció calmar al robusto ingeniero—. Yunque Brillante se halla en una laguna al otro lado de la isla. Vino a bordo del Dallas procedente de San Diego, y está instalado y listo, aguardando la tormenta.
Scully habló con franqueza.
—Se han tomado muchas molestias para mantener en secreto todos los preparativos y esforzado en seleccionar una isla desierta que se encuentre en la trayectoria de un gran frente tormentoso. La mayoría de la gente con sentido común huiría de un tifón. ¿Tiene idea de los daños que puede causar?
Dooley entornó los ojos como si estuviera a punto de reprenderla por su necedad, luego soltó una desagradable carcajada.
—Por supuesto que sí, agente Scully. Pero imagínese. Con los estragos que causará el huracán al azotar la isla, ¿quién va a notar un poco más de destrucción?