27

Sobrevolando el Pacífico oeste.

Viernes, 8.07

Después de dejar atrás Pearl Harbor en una mañana de ensueño, Scully, Mulder y los demás partieron en un avión más pequeño que sobrevoló el Pacífico, azul monótono y moteado de luces y sombras. El sol del amanecer los perseguía por encima del horizonte y Scully miraba por la ventanilla, sumida en sus pensamientos.

—En fin. ¿Has disfrutado del viaje a Hawai con todos los gastos pagados por el gobierno? —preguntó Mulder repantigado en un estrecho asiento a su lado, tratando de ponerse cómodo—. Un soleado día de aburrimiento y espera, pero no puedes rechazar la hospitalidad.

Scully se movió en su asiento y bajó la cortina. No lograba encontrar la postura con tanta facilidad como Mulder.

—Era lo que cabía esperar de unas vacaciones pagadas por el gobierno.

El avión vibraba y zumbaba mientras sobrevolaba el océano. Las nubes empezaban a reunirse en el oeste, y Scully estaba segura de que a medida que avanzaban empeoraría el tiempo. Mulder no parecía preocupado por la seguridad o integridad del avión, pero jamás le había importado volar.

Intrigada por ver cómo lo llevaba el resto de los pasajeros, Scully se volvió. Víctor Ogilvy y otros técnicos del instituto Teller se habían reunido en la parte trasera y estudiaban detenidamente sus blocs y documentos técnicos.

Los soldados de la Marina se hallaban sentados aparte, hablando en alto, totalmente relajados mientras el avión avanzaba dando tumbos. Scully sabía por propia experiencia que los marinos a menudo viajaban avisados con muy poca antelación. Reunidos con sus nuevos compañeros, que podían tener muchos o pocos intereses en común, encontraban sin dificultad la manera de divertirse.

Mulder reparó en dos jóvenes de color que jugaban una partida de Stratego en un tablero de viaje de piezas magnéticas. Los observó unos momentos y luego desvió la mirada. En medio de otro grupo de marinos se hallaba sentado uno ancho de espaldas, con el pelo al rape y rasgos ligeramente latinos, que leía concentrado la última y larguísima novela de intriga de Tom Clancy. Los tres espectadores discutían los méritos de la obra de Clancy y lo emocionante que era ser un agente de la CÍA como Jack Ryan. Scully se preguntó si pensaban lo mismo de la vida que llevaban los agentes del FBI. Entonces los tres empezaron a hablar de la información secreta que intercalaba la obra de Clancy.

—¡Vamos, si tú o yo escribiéramos algo así, nos meterían en el calabozo tan rápidamente que no tendríamos tiempo de cobrar el anticipo por derechos de autor! —exclamó uno.

—Sí, pero tú y yo contamos con autorización para acceder a información secreta, ésa es la clave. Hemos firmado papeles que nos comprometen. Clancy no tiene acceso a esa clase de material, así que ¿quién va a creerle?

—¿Estás insinuando que se lo inventa? Si es así, tiene una imaginación desbordante. Fíjate en todos esos datos.

El crítico se encogió de hombros.

—Bah. Sólo es un corredor de seguros, tío. No tiene credibilidad como nosotros, que trabajamos directamente con ese material.

—Sigo pensando que alguien debería romperle los nudillos por ventilar nuestros secretos de ese modo.

—De ninguna manera —repuso el tercero—. No podría escribir más libros con los nudillos rotos.

—Pues que le disparen a las piernas.

Sin prestar atención a los tres espectadores que lo rodeaban y hablaban a su oído, el lector pasó una página y siguió leyendo.

El avión cruzó una zona de turbulencias y los pasajeros se zarandearon en sus asientos. Scully aferró los brazos del asiento. Indiferente, Mulder escogió ese preciso momento para echarse hacia adelante y sacar su maletín. Lo abrió en su regazo y revolvió entre los papeles.

—Repasemos unos cuantos puntos ahora que tenemos tiempo —dijo.

El zarandeo se hizo tan brusco que los dos marinos que jugaban a Stratego acabaron por rendirse, guardaron las piezas magnéticas en la caja y cerraron el tablero.

Con los dientes castañeteándole, Scully no atinaba a comprender cómo su colega podía pensar con claridad… aunque tal vez lo hacía para distraerla de las turbulencias, y en silencio le dio las gracias.

—¿Qué crees que va a ocurrir en la isla, Mulder? —preguntó.

—El general Bradoukis sostiene que quienquiera o lo que sea que ha estado matando a esa gente, va a intentar una vez más detener la prueba de Yunque Brillante. Es la última oportunidad.

—No paras de repetirlo, Mulder —señaló ella.

Él se encogió de hombros.

—Pon el pronombre que quieras. —Sacó un mapa del océano Pacífico con el archipiélago marcado con rotulador y lo desdobló encima de los demás papeles del maletín—. Si sigue preocupándote ese huracán, tengo una buena noticia para ti.

Todavía aferrada a los brazos del asiento, Scully lo miró. El avión seguía dando tumbos.

—En estos momentos lo que me preocupa es que este avión siga en el aire… pero si lo que tienes que decir es una buena noticia sobre el huracán, me encantará oírla.

Con un brillo malicioso en los ojos, Mulder respondió:

—Lo que tiene de bueno es que no estamos volando hacia un huracán, después de todo.

Scully se sorprendió experimentando una fugaz sensación de alivio, pero lo conocía demasiado bien.

—¿Qué quieres decir? ¿Han cambiado las condiciones meteorológicas? ¿Se ha reducido a una tormenta tropical?

—Nada de eso —repuso él, señalando el mapa—. Mira, nos dirigimos al Pacífico oeste y, hablando en términos meteorológicos, los frentes tormentosos de esta región no se llaman huracanes, sino tifones. Aunque no hay ninguna diferencia en realidad, pues poseen el mismo potencial destructor.

—Qué alivio —respondió Scully—. ¿No es maravillosa la semántica?

Mulder estudió las pequeñas motas en las vastas zonas azules del mapa y las rodeó con un dedo.

—Me pregunto por qué querrán ir allí. El archipiélago Marshall está en aguas jurisdiccionales estadounidenses, de modo que seguro que tiene que ver con eso. ¿Podría ser sólo para interceptar la tormenta?

Scully pareció animarse, al tocar un tema que conocía. Satisfecha de poder aportar sus conocimientos a la discusión, se obligó a ignorar al balanceo causado por las turbulencias.

—Probablemente tiene más que ver con la larga trayectoria de pruebas nucleares que se han realizado en el archipiélago Marshall, pues es allí donde se llevó a cabo la mayoría de las explosiones experimentales entre 1946 y 1963: bombas de hidrógeno y de cobalto, artefactos termonucleares, todo lo que era demasiado grande para hacerlo detonar en Nevada. De hecho, entre 1947 y 1959 estallaron cuarenta y dos artefactos nucleares sólo en estas islas.

Scully se asombró de lo deprisa que esos datos volvían a su memoria, como si leyera un libro de texto o un discurso político.

—Todo el atolón de Eniwetok era como una pista para jugar al tejo. Las explosiones experimentales iban de una isla a otra, volatilizando palmo a palmo los arrecifes de coral. Evacuaron a los habitantes prometiéndoles una compensación, pero Tío Sam les falló. Lo cierto es que en esos momentos nadie sabía exactamente qué se hacía, ni siquiera los científicos. Cometieron errores… algunas de las bombas fallaron, otras mostraron un rendimiento mucho más alto que el calculado. Todavía me sorprende cómo pudieron… jugar con todo ese potencial destructor.

Mulder arqueó las cejas.

—Hablas con vehemencia. ¿Tienes un interés especial en el tema?

La miró, poniéndose a la defensiva.

—Lo tenía.

—¿Y qué ocurrió? Me refiero a las pruebas.

—En 1963, con el tratado de prohibición de pruebas nucleares cesaron todas las que se realizaban en el aire. Pero para esas fechas ya habían detonado en tierra más de quinientos explosivos nucleares en Estados Unidos y otros países.

—¡Quinientos! —exclamó Mulder—. ¿En tierra? Bromeas.

—¿He exagerado alguna vez, Mulder?

—No, Scully. Tú no.

De pronto el avión perdió altitud durante dos segundos aterrorizantes, luego se niveló. Sentados al fondo, los reclutas vitorearon y aplaudieron al piloto, y Scully confió en que éste no decidiera salir de la cabina para hacer una reverencia.

Respiró hondo. Mulder esperó a que continuara.

—Ha habido moratorias intermitentes en las pruebas subterráneas —prosiguió ella—. Los franceses, chinos y demás han reiniciado sus investigaciones, aunque lo nieguen. Los franceses han reanudado recientemente varias pruebas en islas próximas a Tahití, poniendo a toda la opinión pública en su contra. Sin embargo, con los satélites espías de detección sísmica de alta resolución, es terriblemente difícil enmascarar la firma de una explosión nuclear.

—Apuesto a que la tormenta que se avecina no es ninguna coincidencia.

—Creo que ganarás la apuesta, Mulder.