Base aeronaval de Alameda (California).
Jueves, 14.22
Mulder y Scully llegaron a la bahía de San Francisco con los ojos enrojecidos y extenuados a causa del viaje sin paradas, sabiendo que aún tenían por delante otro aún más largo.
Mulder alquiló un coche y se dirigieron hacia la base aeronaval de Alameda, en cuya entrada pasaron casi una hora enseñando papeles, respondiendo a preguntas y finalmente discutiendo con un estoico policía militar que hizo repetidas llamadas telefónicas a sus superiores.
—Lo siento, señor —dijo volviendo por tercera vez—, pero no consigo verificar su información. Aquí no tenemos ningún avión de transporte C-5 que salga esta tarde para Hawai, ni hay constancia de su llegada o de su plaza en tal avión, si es que existe.
Mulder volvió a sacar los papeles con gesto cansado.
—Está firmado por el brigadier general Bradoukis, del Pentágono. Es en relación con un proyecto secreto en el archipiélago Marshall. Ya sé que no tiene la autorización encima de su escritorio, porque no lo harían con tanto descaro, pero mi colega y yo estamos autorizados a tomar ese vuelo.
—Lo siento, señor, pero no hay ningún vuelo —insistió el policía militar.
Mulder suspiró y Scully le cogió del brazo para calmarlo.
—¿Por qué no vuelve a hablar con su superior, sargento, y esta vez menciona las palabras Yunque Brillante? —se apresuró a preguntar antes de que volviera a hablar Mulder—. Esperaremos aquí hasta que regrese.
El policía militar se retiró a su caseta de guardia con expresión escéptica y meneando la cabeza. Mulder se volvió hacia Scully sorprendido y ella le sonrió.
—Pocas veces consigues algo enfureciéndote.
Mulder suspiró y esbozó una sonrisa forzada.
—A veces me pregunto si alguna vez consigo algo.
Al cabo de unos minutos el guardia volvió y les abrió la puerta. No les ofreció disculpas ni explicaciones de ningún tipo. Se limitó a entregarles un mapa de la base y les indicó adonde dirigirse.
—¿No destinaron a tu padre aquí en una ocasión? —preguntó Mulder. Sabía lo mucho que la había afectado la muerte de su padre.
—Por poco tiempo —respondió Scully—, justo cuando empecé a ir a la Universidad de Berkeley.
Mulder la miró.
—No sabía que habías ido a Berkeley. ¿A estudiar?
—Sólo cursé el primer año.
—Ah. —Mulder esperó a que continuara, pero a ella parecía incomodarle el tema, así que no insistió.
Justo donde el guardia les había indicado encontraron el avión de transporte C-5. Unos pequeños vehículos hidráulicos transportaban el cargamento y metían los cajones de embalaje en el hinchado vientre de color aceituna del avión. Mediante carretillas elevadoras introducían las últimas maletas mientras los pasajeros civiles y el personal militar subían a bordo por una escalerilla arrimada al avión.
—Mira, Scully —señaló él—, no tienen ningún avión de transporte C-5 aquí en la base y no está programada la salida de nada parecido. —Abrió las manos en un gesto de impotencia—. La verdad es que un avión tan pequeño como éste debe de perderse continuamente.
Scully, que hacía tiempo había aceptado las negativas y el misterio que envolvían los proyectos secretos, no respondió. Acarreando su maleta y cartera, Mulder subió ágilmente la escalerilla que conducía al compartimiento de pasajeros.
—Espero que podamos sentarnos junto a una ventanilla —comentó—. En la zona de no fumadores.
—Creo que dormiré durante el vuelo —respondió ella.
Una vez dentro del austero avión, Mulder miró el interior en penumbras, iluminado por detrás y por debajo a través de las puertas abiertas de la bodega de carga. Los demás pasajeros —oficiales de Marina y reclutas, así como media docena de civiles— daban vueltas en busca de asiento.
Mulder no vio ningún compartimiento para el equipaje, sólo unas cinchas extendidas de un lado a otro de los paneles metálicos de la pared, donde los demás pasajeros ya habían sujetado su equipaje de mano. Volvió con su maleta para amarrarla en una esquina vacía, luego regresó por la bolsa de lona de Scully, que sujetó junto a la suya.
Se quedó con el maletín para echar un vistazo a las notas y comentar el caso durante el largo vuelo a Pearl Harbor; después de una breve escala, tomarían un avión más pequeño que los llevaría al Pacífico oeste.
Al volver al lado de Scully, ésta revolvió en el interior de su bolso y sacó unos chicles.
—¿Qué pasa, me huele el aliento? —preguntó él.
—No, pero lo necesitarás durante el viaje. He volado antes en estos aviones de la Marina con mi padre y no están presurizados. Mascar chicle te ayuda a igualar la presión en los oídos… Hazme caso, es un consejo de una médica profesional.
Mulder aceptó los chicles con escepticismo y se los metió en el bolsillo de la camisa.
—Sabía que era un billete barato, pero al menos esperaba un poco de oxígeno.
Mulder y Scully buscaron un asiento cómodo, pero todos eran duros y de respaldo rígido. Cuando finalmente se abrocharon el cinturón, las puertas de la bodega de carga se cerraron y unas voces amortiguadas procedentes del interior anunciaron que el avión estaba listo para partir. Uno de las marinos cerró las gruesas puertas del compartimiento de pasajeros mientras los motores se ponían en marcha con un fuerte zumbido.
—Supongo que no tienen asientos de primera clase —dijo Mulder.
Se volvió y reconoció a algunos de los civiles que ya se habían puesto los cinturones, y a científicos y técnicos que había visto en el instituto Teller. Mulder sonrió y saludó con la mano a un joven pelirrojo con gafas, que se ruborizó y trató de empequeñecer.
—¡Hola, Víctor! ¡Víctor Ogilvy, me alegra verlo aquí!
—Oh, hola, señor agente… —balbuceó Víctor—. No sabía que estuviera previsto que el FBI presenciara los preparativos de la prueba.
—Bueno, ya le dije que iba a hacer unas llamadas telefónicas —repuso él, sintiéndose como un matón.
Scully se inclinó hacia Mulder.
—Tenemos un largo vuelo por delante, así que seamos amables. Todos los presentes velamos por los intereses de nuestro país, ¿no es cierto, Víctor?
El joven técnico pelirrojo asintió.
—¿De acuerdo, Mulder? —Le dio un codazo en las costillas.
—Por supuesto, Scully.
El voluminoso avión de transporte avanzó dando tumbos como una polilla, tan aerodinámico como un abejorro, pero con un ruido ensordecedor. Luego aceleró por la pista y despegó grácilmente, elevando su enorme casco con gran estrépito de sus motores a reacción. Poco después el avión había ganado altitud y tras sobrevolar las colinas del este de Oakland, puso rumbo hacia el océano.
Mulder se volvió hacia Víctor Ogilvy.
—Así pues, Víctor, ¿por qué no hacemos de este viaje unas agradables vacaciones tropicales de sol, surf y playas deslumbrantes?
El joven pareció sorprendido.
—No tendremos tanta suerte, agente Mulder. ¿Han traído el impermeable?
—¿Para qué? —preguntó Scully.
Víctor volvió a parpadear detrás de sus gafas redondas.
—¡Y yo que los creía bien documentados! Tal vez no hayan averiguado tantos datos como creen. La prueba de Yunque Brillante… Vamos derechos hacia un huracán.