El Pentágono, Arlington (Virginia).
Miércoles, 10.09
Siguiendo una corazonada, Mulder hizo una visita al amigo de Nancy Scheck, el brigadier general Matthew Bradoukis, en su oficina del Pentágono.
Mulder suponía que tendría que hablar con convicción para lograr una breve entrevista con el general, ahora que éste había tenido tiempo para recobrarse del golpe. A menudo advertía que lo evitaban por su afición a hacer constantes e incómodas preguntas, y sospechaba que aquella mañana Bradoukis se hallaría en una oportuna reunión u ocupado fuera del despacho.
Para su sorpresa, la auxiliar administrativa del general se apresuró a hablar por el intercomunicador, luego le indicó por señas que se encaminara hacia el gran despacho de Matthew Bradoukis.
De pie detrás de un escritorio, el brigadier general le tendió una mano vigorosa. Su ancho y cuadrado rostro parecía vaciado de confianza en sí mismo —cualidad de la que carecían pocos generales—. Apretó sus gruesos labios para disimular su nerviosismo.
—Lo esperaba, agente Mulder. —A juzgar por sus ojos enrojecidos, el general no había dormido bien últimamente.
—La verdad, temía que se negara a verme, general —repuso Mulder—. Hay ciertas personas que no quieren que indague ciertos aspectos de este asesinato.
—Al contrario. —Bradoukis se recostó y entrelazó las manos, mirando fijamente la superficie de madera del escritorio antes de alzar los ojos para encontrarse con los de Mulder—. Tal vez no me crea, pero esperaba ansioso su llegada… la suya en particular. Ayer me enfadé con usted y sus embarazosas preguntas, y me pregunté qué demonio hacía un tipo del FBI en casa de Nancy. Pero he revisado su historial. Tengo mis fuentes de información y me he enterado de su reputación y leído los sumarios de algunos de los casos que ha investigado. Incluso me he entrevistado con el subdirector Skinner. Parece un buen tipo y habla muy bien de usted, aunque con reservas.
—Si está al corriente de mi fama, señor, entonces estoy doblemente sorprendido de que haya accedido a recibirme. Habría dicho que mi historial lo ahuyentaría.
Bradoukis se apretó las manos como si quisiera hacer chasquear todos los nudillos a la vez y adoptó una expresión muy seria.
—Agente Mulder, los dos sabemos que aquí está sucediendo algo muy extraño. No puedo decirlo oficialmente, pero creo que su… disposición a aceptar ciertas cosas que a otros podrían parecer cosa de risa puede ser una gran ventaja en esta investigación.
Estas palabras acapararon la atención de Mulder.
—¿Sabe que se han descubierto otras dos víctimas fallecidas de forma idéntica? Uno era diseñador de armas del Instituto de Investigaciones Nucleares Teller y el otro, un viejo ranchero del polígono de pruebas de White Sands, cerca de la base militar de Trinity. El estado de los cadáveres era similar al de Nancy Scheck.
El general abrió un cajón lateral y sacó una carpeta, que tendió a Mulder.
—Y dos más —replicó Bradoukis—. Dos de los que usted ni siquiera ha oído nombrar. Un par de artilleros de misiles de la base aérea Vandenberg, en la costa central de California.
Sorprendido, Mulder abrió la carpeta. Contenía unas fotografías brillantes que revelaban todos los detalles de dos cadáveres terriblemente carbonizados. Mulder reparó en los tableros de mandos de las paredes, los anticuados botones y osciloscopios, los pomos de plástico ennegrecidos y derretidos de lo que parecía ser una habitación minúscula, la cámara herméticamente cerrada donde había tenido lugar la mortal explosión.
—¿Qué lugar es éste? —preguntó.
—Un refugio subterráneo de control de misiles balísticos, bajo tierra. Son las construcciones más seguras que existen y las hicimos tan subterráneas para que sobrevivieran a los ataques nucleares. El refugio ha sido blindado contra explosiones directas. Allá abajo sólo estaban esos dos hombres, ya que por motivos de seguridad no se permitía la presencia de nadie más. Recibíamos informes completos, pero no se utilizaba el ascensor. —Tamborileó los dedos sobre las terribles fotografías—. Y así y todo… algo entró y los aniquiló.
El general se recostó en su asiento mientras Mulder examinaba las fotos.
—Tengo entendido que una de las hipótesis que ha manejado en esta investigación es que una nueva arma en fase de estudio se disparó accidentalmente en el laboratorio del doctor Gregory, en el instituto Teller, y que otro artefacto similar estalló en el polígono de pruebas de White Sands.
»Sin embargo, dicha hipótesis no tiene en cuenta a estos dos jóvenes oficiales muertos en el refugio subterráneo de control de misiles, ni… —Se interrumpió y tragó saliva, como si le fallara la voz— a Nancy, muerta en su propia casa.
Mulder pensó que Scully era probablemente capaz de inventar algún escenario rocambolesco pero científicamente plausible, a fin de autoconvencerse de que seguía existiendo una explicación racional.
—Créame, agente Mulder —prosiguió el general—. Trabajo en las altas esferas del Departamento de Defensa. Me ocupo de varios de esos programas invisibles que mencionaba usted ayer, y puedo afirmar con absoluta certeza que ninguna de las armas que en estos momentos estamos investigando puede hacer algo semejante.
—Entonces ¿no tiene nada que ver con Yunque Brillante? —preguntó Mulder, tanteando.
—No en el sentido a que usted se refiere —respondió el general. Luego respiró hondo y añadió—: A propósito, ¿le apetece un café? Puedo pedir que nos lo traigan aquí. ¿Algún bollo quizá?
Pero Mulder no se permitió la distracción.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó—. ¿Qué tienen que ver estos sucesos con Yunque Brillante? ¿Tiene algún efecto secundario este proyecto?
El general suspiró.
—Nancy Scheck era la responsable de supervisar el proyecto Yunque Brillante en nombre del Departamento de Energía, y el doctor Gregory era el principal científico. Y estaba previsto probar el prototipo del artefacto en un pequeño atolón del archipiélago Marshall en los próximos días.
Mulder asintió, pues ya había deducido toda esa información.
—El archipiélago Marshall —repitió Bradoukis—. Téngalo presente, porque es importante.
—¿Por qué?
—Inmediatamente antes de fallecer, los dos oficiales habían realizado una rutinaria práctica de disparo de misiles —explicó el general con voz significativa—. Dado que Estados Unidos y Rusia ya no son enemigos, no nos está permitido que apuntemos nuestros misiles balísticos hacia ellos, ni siquiera para practicar. —Se encogió de hombros—. ¡Limitaciones de la diplomacia! Para las prácticas seleccionamos al azar coordenadas de todas partes del mundo.
—¿Y cómo cuadra eso con lo que ha dicho? —preguntó Mulder.
El general lo señaló con un dedo.
—Para las prácticas de aquella mañana, apuntaron sus misiles hacia un pequeño atolón del archipiélago Marshall… el mismo donde estaba programada la prueba de Yunque Brillante.
Mulder miró fijamente al general.
—¿Qué está insinuando?
—Eso se lo dejo a usted, agente Mulder. Tiene fama de poseer una imaginación desbordante. Pero tal vez se le ocurra alguna posibilidad que yo no podría ni insinuar a mis superiores porque se mofarían de mí y perdería mi rango.
Mulder frunció el entrecejo y bajó de nuevo la vista hacia las espeluznantes fotos.
—Hay algo más —añadió Bradoukis—. El atolón Enika tiene historia. En los años cincuenta se hizo detonar allí otra bomba de hidrógeno… Sawtooth, aunque no se menciona en ningún libro. Ocurrió poco después de nuestros enormes esfuerzos por evacuar a los isleños del atolón Bikini. Pero en esta ocasión los científicos y militares tenían prisa, y no registraron la isla como era debido. Hay evidencia de que aniquilaron a todo un grupo de indígenas.
—¡Dios mío! —susurró Mulder, pero el horror le impidió continuar. El general esperó hasta que Mulder finalmente preguntó—: ¿Y cree que esa… tragedia ocurrida hace cuarenta años podría tener algo que ver con estas muertes inexplicables?
De pronto recordó los resultados del análisis de Scully sobre el residuo del frasquito encontrado en la piscina de Scheck. Ceniza humana de décadas atrás mezclada con arena granulada. De coral.
El general se miró las uñas.
—No he insinuado nada parecido, agente Mulder. Es usted libre de pensar lo que quiera.
Mulder cerró la carpeta y guardó las fotografías en su maletín antes de que el general pudiera pedirle que se las devolviera.
—¿Por qué me explica todo esto? —preguntó—. ¿Quiere asegurarse de que alguien pague por la muerte de Nancy Scheck?
Bradoukis parecía afligido.
—En parte sí —respondió—, pero también porque temo por mi propia seguridad.
—¿Su seguridad? ¿Por qué?
—Nancy era el enlace del proyecto Yunque Brillante, del mismo modo que yo soy el del Departamento de Defensa. Me temo que soy el siguiente de la lista. Estoy intentando esconderme… Cada noche me alojo en un hotel distinto y ya llevo varios días sin pasar por casa. Aunque dudo que tales precauciones sirvan de algo contra una fuerza capaz de perforar la roca firme y fulminar a dos soldados en un refugio subterráneo.
—Supongo que no tiene ni idea de cómo podemos detener esa… fuerza, ¿verdad? —preguntó Mulder.
El general volvió a ruborizarse.
—Yunque Brillante parece ser el vínculo. Lo que sea que se ha desatado y causado estas muertes violentas, se ha producido por esta prueba inminente. No hay forma de saber cuánto tiempo lleva rondando esta fuerza, pero no se ha activado hasta hace poco.
Mulder lo interrumpió.
—Entonces, sea lo que sea lo que vaya a ocurrir, sean cuales sean los sucesos que estas muertes anticipan, sabemos que tendrán lugar en el archipiélago Marshall. Es lo único de lo que podemos estar seguros. —Y sin pararse a pensar, añadió—: Mi compañera y yo debemos ir allí, general. Necesito ver con mis propios ojos qué está ocurriendo.
—Está bien —respondió Bradoukis—. Tengo el presentimiento de que esos ataques podrían ser intentos para impedir el experimento, aunque algunos de esos asesinatos debieron de ser incidentales… O podría ser que la fuerza, sea cual sea, arremete contra otros blancos para a continuación volver a centrarse en el objetivo principal. Dado que Yunque Brillante ya ha llegado a su destino, creo que es allí donde tendrá lugar el siguiente golpe. Pero no quiero correr el riesgo de que se vuelva contra mí.
—Si la prueba de Yunque Brillante es tan secreta —señaló Mulder—, ¿cómo llegaremos allí mi compañera y yo?
El general se puso de pie.
—Haré las llamadas pertinentes. Llamaré incluso al subdirector Skinner si es preciso. Estén listos para tomar un avión en cualquier momento. No hay tiempo que perder.