Importaciones Kamida.
Martes, 12.03
Cuando Miriel Bremen subió a las plantas superiores del alto bloque de oficinas de Honolulu, se sintió intimidada. Fuera pasaban continuamente coches bordeando la costa bajo el sol, mientras Diamond Head se elevaba como un centinela sobre el oleaje y los bañistas. En el interior del edificio de Importaciones Kamida, Miriel se sintió transportada a otro mundo.
No le interesaba el clima balsámico, ni el hermoso océano, ni las playas atestadas de turistas americanos pálidos y con la tripa llena de pescado, ni los enjambres de japoneses que permanecían toda la noche levantados haciendo compras.
El mensaje que había enviado a Kamida era demasiado desalentador como para preocuparse por esas trivialidades.
Miriel esperó a que la recepcionista anunciara su llegada. Se paseó por la sala de espera, demasiado trastornada para hojear siquiera las coloridas pero banales revistas esparcidas en las mesas bajas.
Hacía un año que conocía a Ryan Kamida. Había tropezado con él después de la repentina revelación que le había hecho abandonar sus investigaciones en artillería nuclear y convertirse en una activista radical. El generoso dinero donado anónimamente por Kamida y procedente de los cofres del próspero negocio de importaciones había mantenido Detened Esta Locura Nuclear sin preocupaciones financieras durante su año de existencia.
Ya en aquel primer encuentro, Miriel se había dado cuenta de que el ciego y ella tenían tantas cosas en común que era casi inexplicable. Así y todo, su sola presencia le hacía estremecer de terror. Le costaba comprender lo despreocupadamente que Kamida había aceptado su trágico destino, pero él apartaba esos pensamientos con su extraño carisma.
Como respetada investigadora del Instituto de Investigaciones Nucleares Teller, Miriel Bremen solía sentirse cómoda en presencia de mucha gente importante y sabía defenderse en cualquier conversación. Una vez se enteró del poder y generosidad —y empuje personal— de Ryan Kamida, Miriel se había propuesto no volver a pedir nada más a su benefactor salvo en caso de emergencia.
Las circunstancias habían exigido aquella visita.
Hacía meses que Kamida había reconocido estar haciendo preparativos y trazando planes para evitar cualquier contingencia, y hablaba de medidas desesperadas, como si adivinara el futuro. Miriel detestaba pensar en volver a confiar en su palabra, pero no tenía otra elección.
Ryan Kamida salió de sus oficinas traseras precedido por la recepcionista, a la que le indicaba que lo guiara con un leve roce en el hombro. Los ojos del color de un huevo medio cocido y el rostro cubierto de cicatrices, como el busto de un hombre altivo hecho por un escultor inexperto.
Kamida ladeó la cabeza, como si detectara la presencia de Miriel por el suave olor del jabón desodorante que había utilizado, o tal vez por el sonido de su respiración. Miriel se preguntó qué otras habilidades poseía.
—Señor Kamida —dijo poniéndose de pie—. Ryan, me alegro de verte tan pronto.
Él se adelantó, siguiendo el sonido de la voz y soltando a la recepcionista, que interpretó aquel gesto como una señal para retirarse y se volvió hacia el mostrador justo cuando empezaba a sonar el teléfono.
—¡Miriel Bremen, qué agradable sorpresa! Eres muy amable al hacer un viaje tan largo hasta las islas sólo para verme. Me disponía a almorzar en mi invernadero. ¿Quieres acompañarme?
—Me encantaría —respondió ella—. Tenemos ciertos asuntos que discutir.
—Lamento oírlo. ¿O debería alegrarme?
:—No; lo lamentas. Definitivamente lo lamentas.
Kamida se volvió hacia la recepcionista.
—Shiela, ocúpese de que nos lleven un buen almuerzo para dos al invernadero, por favor. A la señorita Bremen y a mí nos gustaría mantener una conversación en privado.
Habían convertido una enorme sala de la planta superior en una exuberante selva tropical. Las claraboyas dejaban entrar la luz del sol a través del techo, mientras que toda una cristalera de vidrio cilindrado permitía que la luz del día entrara a raudales por los lados. El sistema de riego por aspersión mantenía el aire húmedo y cálido, con olor a follaje húmedo y abono orgánico. Los helechos y las flores crecían con profusión, no plantados en macetas o siguiendo algún orden, sino a su aire, como la densa selva tropical que se encuentra en una remota isla del Pacífico. Varias aves cautivas revoloteaban en torno a las copas de los árboles.
Ryan Kamida echó a andar, sorteando los pasillos bordeados de plantas. Tenía ambas manos extendidas ante sí como un predicador dando una bendición y se salía del camino para apartar la vegetación, o se inclinaba para oler con los ojos cerrados las flores abiertas.
Un aspersor roció las plantas de alrededor y él alargó la mano, dejando que las frías gotas formaran una película brillante en su áspera y callosa piel.
—Éste es mi rincón —señaló—, un lugar muy especial donde puedo disfrutar del susurro de las hojas e inhalar el olor de la tierra húmeda y las flores abiertas. Es una experiencia única, desde mi humilde punto de vista. Casi me entristece pensar en la cantidad de ventanas que os abren los demás sentidos, negándoos esta intensa y concreta experiencia.
A pesar de la ceguera, Kamida la condujo a una pequeña mesa en mitad del denso follaje. Apartó una ornamentada silla metálica y esperó a que ella se sentara para acercarla a la redonda mesa de cristal. Ésta era del tamaño perfecto para que dos personas comieran en el aislamiento de un paraíso selvático.
—Me temo que la noticia que voy a darte es mala —balbuceó ella antes de que él tomara asiento.
Él buscó a tientas la silla y se sentó. Sin embargo, antes de que ella pudiera continuar, un empleado de Importaciones Kamida entró apresuradamente llevando dos platos de ensalada y una fuente de piña, papaya y trozos de mango. Miriel guardó silencio y lo observó mientras esperaba a que el empleado se retirara.
Ryan Kamida había sacado partido de su impedimento físico, como si los ángeles velaran por él, pensó Miriel. Afortunado en los negocios, había convertido la compañía de importaciones de artículos exóticos en una próspera empresa.
A pesar de haberlo conocido accidentalmente en Nagasaki, Miriel sospechaba que él había provocado aquel primer encuentro y que incluso en esos momentos los acontecimientos seguían el curso que él había escogido.
Se estremeció y hundió los hombros al tiempo que se inclinaba sobre la ensalada.
Al abandonar a su mentor Emil Gregory, Miriel se había dirigido a Ryan Kamida, alguien que compartía sus firmes creencias y sabía mucho sobre pruebas nucleares y la industria militar en general. Alguien a quien podía revelar los diseños inventados por los poco preparados científicos de armas, y los planos que llegaban a sus manos a través de unos cuantos compañeros comprensivos que continuaban trabajando en el instituto Teller.
Miriel le había explicado todo sin escrúpulos y había prometido dedicar su vida a la causa; ahora respondía a una llamada más elevada, no decretada por un complejo industrial militar (que había causado, después de todo, tantos problemas). Y sabía que hacía lo que debía.
Por fin había llegado el momento de ver cómo su trabajo culminaba en algo. Si no lograban detener pronto a Yunque Brillante, todos sus esfuerzos serían inútiles a los ojos de la gente que deseaba creer.
Kamida tomó la ensalada mientras esperaba a que ella continuara. Pero su actitud rígida y seria dio a entender a Miriel que ya sabía lo que iba a decir.
—Todos mis intentos han fracasado —dijo Miriel, revolviendo la verdura y clavando el tenedor en un trozo de piña—. El gobierno pone ímpetu en lo que decide hacer… y ni yo ni usted ni nadie puede detenerlo una vez que empieza.
—¿Debo entender que nadie ha oído nuestras protestas?
—Oh, claro que las han oído —respondió Miriel—. Pero les prestan tanta atención como al zumbido de un mosquito.
El ciego suspiró y su rostro lleno de cicatrices se desmoronó. Miriel prosiguió en voz más alta e inclinándose más hacia él, aunque podía oírla perfectamente.
—La prueba de Yunque Brillante va a llevarse a cabo aun sin el doctor Gregory. En alguna parte del archipiélago Marshall o en un atolón abandonado.
Ryan Kamida se irguió con brusquedad.
—El atolón Enika, por supuesto. Allí es donde tendrá lugar.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella.
—¿Dónde si no iba a ser? —casi gritó Kamida.
Apartó el plato de ensalada con un gesto tan brusco que lo tiró de la mesa y se estrelló contra el suelo del invernadero con estrépito, pero él no hizo caso. Se volvió y clavó su lechosa mirada en Miriel Bremen.
—Nuestras peores pesadillas están a punto de hacerse realidad.