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Residencia Scheck, Gaithersburg (Maryland).

Lunes, 18.30

A última hora de la tarde en el área de Washington, DC, el ambiente estaba cargado de humedad y los inquietantes nubarrones del cielo anunciaban un opresivo aumento del bochorno antes que una refrescante y renovadora lluvia.

En días como ése, Nancy Scheck tenía la impresión de que todos los quebraderos de cabeza para mantener la piscina cubierta en el patio trasero merecían la pena.

Dejó que la puerta mosquitera se cerrara sola y entró en su casa de ladrillo con postigos negros. Un cornus en flor y un seto espeso y bien recortado rodeaban sus blancas columnas coloniales. Era sencillamente la clase de mansión imponente que se suponía que tenía una importante funcionaria del Departamento de Energía y ella disfrutaba con ello.

Como hacía diez años que se había divorciado y sus tres hijos ya eran adultos y estaban en la universidad, en aquella casa tenía mucho espacio para respirar y moverse. Disfrutaba de la libertad y el lujo.

Aquella mansión era mucho más de lo que ella necesitaba, pero Nancy Scheck detestaba las implicaciones de mudarse a una vivienda más modesta, sobre todo en aquellos momentos. Desde el comienzo de su carrera sólo le había preocupado prosperar, sin reparar en medios para llegar a la cima. Mudarse de una enorme e imponente casa a otra más pequeña no encajaba en sus planes.

Dejó caer el maletín en la pequeña mesa de teléfono Ethan Allen del vestíbulo y se quitó la agobiante chaqueta. Toda su carrera había transcurrido en una oficina y estaba acostumbrada a llevar trajes conservadores y formales, e incómodas medias. En su cargo, tales prendas equivalían a un uniforme, del mismo modo que la extravagante indumentaria que llevaba un adolescente tras el mostrador de una hamburguesería.

Pero en esos momentos Nancy estaba impaciente por arrancarse la ropa, ponerse su brillante bañador de una pieza y sumergirse en su lujosa piscina.

Recogió el montón habitual de correspondencia y lo dejó caer sin ceremonias en el mármol de la cocina. Luego encendió el contestador automático para escuchar los dos mensajes grabados. El primero era una oferta de una compañía ansiosa por ir a su casa y hacerle un presupuesto gratuito y sin compromiso para revestir las paredes exteriores de aluminio.

—¿Un revestimiento de aluminio en mi casa? —gruñó—. Tonterías.

La voz del segundo mensaje era profunda y conocida. Las palabras parecían formales e inocuas, pero ella podía detectar la pasión que se ocultaba tras ellas y que daba órdenes de una magnitud por encima de una mera relación de negocios… o incluso de una buena amistad.

En la oficina y en los actos sociales del Departamento de Energía, lo llamaba «brigadier general Matthew Bradoukis». Durante sus frecuentes visitas al patio trasero o delantero se permitía llamarlo «Matthew»…, y en la cama le susurraba al oído nombres cariñosos e irrepetibles.

No se identificaba a sí mismo en el contestador automático, pero no hacía falta.

«Soy yo. Me he atrasado un poco en la oficina, así que no saldré hasta las siete y media. Pasaré por casa para recoger los dos filetes de Porterhouse que llevan todo el día en adobo. Los pondremos sobre la parrilla, luego podemos darnos un chapuzón y… lo que sea. Ahora que el proyecto está culminando en algo, alcanzando su clímax… —Nancy soltó una risita, pues sabía que había escogido a propósito esa expresión. Le pareció muy erótica—. Los dos necesitamos un poco de desahogo».

Se oyó el tono y la cinta se rebobinó.

En su dormitorio, se quitó la ropa y, sonriendo, arrancó de la cama las sábanas de satén antes de ponerse el bañador, negro, liso y brillante.

Se admiró en el espejo. A sus cuarenta y cinco años, sabía que no era tan guapa o sexy como a los veinticinco, pero tenía un cuerpo que destacaba por encima de la mayoría de las mujeres de su edad. Se mantenía en forma, vestía con elegancia, hacía ejercicio y había conservado su apetito sexual. Llevaba el cabello corto y pulcramente peinado. Por fortuna sus cabellos rubios no se habían vuelto blancos, sino de color ceniza.

Nancy cogió del armario una de las lujosas toallas de playa, luego cruzó la cocina e hizo un alto para servirse un gin-tónic.

Agitó el alcohol y el refresco con el hielo, para que se enfriara. No tenía sentido esperar a Matthew para empezar a beber. Él mismo se prepararía su copa.

Con la toalla colgada del hombro, Nancy cogió el correo y el vaso y salió al patio trasero para sentarse junto a la piscina. Arrastró una tumbona hasta una pequeña mesa y fue a encender los focos antiinsectos. Los mosquitos y jejenes nunca descansaban, sobre todo al caer la tarde. Luego cogió una especie de cazamariposas y lo pasó por la superficie del agua, retirando los bichos ahogados y las hojas caídas de los árboles vecinos. Una vez el agua azul quedó limpia e invitadora, volvió a su tumbona resguardada del sol.

Se recostó y trató de relajarse tomando un sorbo de su cargada copa y saboreando la tónica y el Tanqueray que le quemaba la garganta y el pecho. Imaginó el sabor de los exquisitos filetes que Matthew pronto cocinaría, y el gusto salado y dulce de sus besos cuando se mezclaran sus alientos.

Se retorció de deseo anticipado en la tumbona, recorriéndose el bañador con las manos.

Era agradable tener un hombre con el mismo rango que ella, alguien que trabajaba en el mismo proyecto secreto, que estaba al tanto del dinero que se rascaba de los presupuestos operativos de otros programas, sin dejar ninguna clase de constancia por escrito. Nunca podría llevarse la contabilidad de programas tan confidenciales como Yunque Brillante.

No tenía que preocuparse de las conversaciones íntimas en la cama cuando tenía ganas de hablar, dado que el brigadier general Matthew Bradoukis dirigía las operaciones del nuevo concepto de cabeza nuclear del Departamento de Defensa, mientras que ella se ocupaba de la parte correspondiente al Departamento de Energía. No había motivos para inquietarse. Él era su media naranja… de momento.

Nancy se untó de bronceador las piernas, los brazos y los hombros y se masajeó hasta el cuello… imaginando los fuertes dedos de Matthew trabajando en aquella zona. Tuvo que prohibirse seguir pensando en ello o no sería capaz de esperar a que llegara.

Trató de distraerse abriendo el correo y, tras pasar y desechar todos los formularios, circulares y propaganda sin interés encontró un pequeño paquete enviado por correo expreso con matasellos de Honolulu, pero sin remite.

—Tal vez haya ganado un viaje gratis para dos —dijo, rasgando el sobre.

Para su desilusión, sólo encontró un pequeño frasco de cristal lleno de ceniza fina y negra, junto con un trozo de papel. El mensaje estaba escrito en letras mayúsculas muy precisas y pulcras, obra de una mano paciente: «Por tu papel en el futuro». Frunció el entrecejo.

—¿Qué demonios significa esto? —Intrigada, sacudió el frasco de ceniza negra, sosteniéndolo en alto para examinarlo a la luz—. ¿Debo convencer a la gente de que deje de fumar?

Nancy se levantó, disgustada por aquella broma de mal gusto. Quienquiera que tratara de amenazarla o tomarle el pelo no se saldría con la suya si no le explicaba a qué se refería.

—La próxima vez procura incluir algún dato más —dijo, arrojando la nota a la mesa del patio.

Decidió no preocuparse. El sol estaba más bajo, pero seguiría haciendo bochorno en las próximas horas. Estaba malgastando un tiempo precioso para nadar.

En el bordillo de la piscina, uno de los focos antiinsectos chisporroteó. Nancy observó las chispas azules que despedía al engullir los jejenes y mosquitos que había atraído con su diferencial de voltaje.

—¡Ja! —exclamó con una sonrisa.

De pronto los demás focos antiinsectos empezaron también a echar chispas, chisporroteando y zumbando audiblemente. Las luces parpadearon con violencia y las chispas se convirtieron en relámpagos en miniatura.

—¿Qué es esto, los insectos han invadido Juno? —preguntó Nancy mirando alrededor.

Sólo los grandes escarabajos eran capaces de hacer chisporrotear de ese modo los focos. Deseó que Matthew se diera prisa en llegar para que contemplara aquella locura.

Finalmente, uno tras otro, los focos antiinsectos estallaron como pequeñas bombas, formando un geiser de chispas eléctricas azules. Nancy gimió disgustada. Tendrían que malgastar un precioso fin de semana reemplazando los apliques.

—¿Qué pasa aquí, maldita sea?

Con el extraño frasco todavía en la mano, Nancy apuró la copa de un trago y se abstuvo de estrellar el vaso y arrojar los cubitos de hielo al otro lado del patio de hormigón. Se sentía desprotegida e indefensa allí fuera, sin nada encima aparte del bañador negro. Tal vez si pudiera llegar al teléfono…

De pronto se oyeron voces procedentes de todas partes, hablando en una lengua extraña y primitiva, arremolinándose invisiblemente en torno a sus oídos… Pero no vio nada.

El propio aire despedía destellos y descargas, como si cada objeto del patio se hubiera convertido en una vara luminosa. De su tumbona partían rayos que describían un arco hasta la mesa del patio.

—¡Socorro!

Se volvió y echó a correr, pero resbaló y alargó una mano instintivamente pidiendo ayuda. Sus cabellos rubio cenizo se erizaron como serpientes y oscilaron de un lado a otro, formando una aureola en torno a su cabeza.

Se acercó tambaleante al borde de la piscina, buscando desesperadamente refugio. Sintió un hormigueo en su piel chamuscada, llena de electricidad estática, y arrojó el frasco de cenizas al agua.

De pronto se vio envuelta en una nube de luz intensa y las clamorosas voces se hicieron más fuertes.

Masa crítica.

Un repentino rayo la alcanzó y la violenta deflagración le quemó los ojos. El ímpetu de la ola de calor y radiación la arrojó a la piscina con un estallido de luz, y una nube de vapor se elevó como un banco de niebla hacia el cielo.

La última imagen que registraron sus nervios ópticos fue un increíble y espectral hongo atómico.