Instituto de Investigaciones Nucleares Teller.
Lunes, 10.16
Después de un fin de semana sin incidentes —por una vez—, Mulder regresó en coche al instituto Teller silbando California Dreaming. Scully fingió exhalar un suspiro de resignación, dando a entender que, dado que era su colega, soportaría su extraño sentido del humor. En agradecimiento por su tolerancia, Mulder le sonrió.
El estado del cadáver del viejo ranchero del polígono de pruebas de Trinity era tan similar al del doctor Emil Gregory, que Scully no pudo descartar la existencia de una conexión. Sin embargo, habían regresado al laboratorio nuclear del área de San Francisco con más preguntas que antes.
Se detuvieron ante el control de vigilancia y enseñaron sus pases y credenciales del FBI. Necesitaban hablar con el resto del equipo del doctor Gregory: el subdirector del proyecto, Bear Dooley, y los demás investigadores e ingenieros. Scully seguía insistiendo en que tenía que haber una explicación técnica para esas muertes: un experimento de un pequeño artefacto nuclear de alta potencia, algo que se había vuelto contra su inventor el doctor Gregory, algo que había sido probado en Nuevo México.
Pero eso no le parecía verosímil a Mulder, quien sostenía que tenía que haber algún motivo que aún no habían contemplado, aunque Scully se aferraba a sus explicaciones hasta encontrar otra mejor y más lógica.
Una vez dejaron atrás el puesto de vigilancia, Mulder extendió el mapa del instituto Teller. Siguió con el dedo los caminos de acceso hasta encontrar el edificio principal, donde había fallecido el doctor Gregory, y las oficinas provisionales, donde habían trasladado a Bear Dooley y demás miembros del equipo.
—Ahora que has averiguado algunos datos acerca de Yunque Brillante gracias a… —Mulder arqueó las cejas— digamos «medios extraoficiales», veamos qué tiene qué decir Bear Dooley. La información seria es nuestra mejor arma.
—Me contentaría con tener la información para resolver este caso —repuso Scully.
—Si con desear bastara…
Llegaron al viejo cuartel convertido y aparcaron el coche en la zona de «sólo vehículos oficiales». Esta vez Mulder recordó coger una máscara de papel para protegerse de las fibras de asbesto que flotaban en el aire. Cogió otra para Scully y le ayudó a atársela por encima del cabello. A continuación examinó con atención el aspecto de su colega.
—Es el último grito —dijo—. Me gusta.
—Primero los dosímetros y ahora las máscaras de oxígeno —repuso ella—. Este lugar es el paraíso de los fanáticos de la salud.
En el pasillo donde se realizaban las obras, los obreros habían trasladado las cortinas de plástico traslúcido que servían de barrera, después de derribar otra sección entera de pared. Un ruidoso generador mantenía una presión de aire negativa en la zona acordonada con el supuesto fin de impedir que las ligeras fibras de asbesto traspasaran la barricada.
—Allí está —señaló Mulder, girando a la derecha y haciendo señas a Scully de que lo siguiera—. La nueva oficina de Bear Dooley hace que mi sótano del Bureau parezca pulcramente ordenado.
Al llegar a la oficina provisional de Dooley, encontraron la puerta abierta de par en par, a pesar del estruendo de palancas, generadores y gritos de los obreros.
—Disculpe, ¿es usted el señor Dooley? —preguntó Mulder—. No comprendo cómo puede trabajar con este ruido.
Pero cuando Mulder asomó la cabeza en el interior de la oficina, ésta parecía desierta. El escritorio había sido despejado y los cajones del fichero cerrados con cinta adhesiva. Las fotos enmarcadas seguían amontonadas en cajas de cartón y los distintos artículos de oficina desparramados en desorden, como si alguien los hubiera empaquetado a toda prisa, dejando todo lo innecesario. Mulder apretó los labios y miró alrededor.
—Al parecer no hay nadie en casa —comentó Scully.
De pronto entró en la oficina un joven pelirrojo. Con las gafas, la camisa de cuadros y el bolsillo lleno de bolígrafos, parecía el prototipo del sabihondo. La chapa lo identificaba como Víctor Ogilvy, y Mulder no sabía si sonreía o fruncía el ceño tras su máscara de oxígeno.
—¿Es usted del Departamento de Defensa? —se apresuró a preguntar Ogilvy—. Tenemos listos los informes preliminares, pero aún no podemos enviar nada.
—Estamos buscando al señor Bear Dooley —repuso Mulder—. ¿Puede decirnos dónde encontrarlo?
Víctor Ogilvy parpadeó tras sus gafas redondas.
—Se lo notificaron en la primera reunión, estoy seguro. Partió hacia San Diego el pasado jueves por la mañana. El Dallas llegará al atolón en un día o dos. El resto del equipo nos reuniremos con él en breve.
—¿Dónde? —preguntó Mulder.
La pregunta cogió a Ogilvy por sorpresa.
—¿Cómo dice? ¿Está seguro de que es del Departamento de Defensa?
Scully dio un paso al frente.
—Nunca hemos dicho que lo fuéramos, señor Ogilvy. —Le mostró la placa de identidad—. Somos del FBI. Yo soy la agente especial Dana Scully y éste es mi colega, el agente Mulder. Quisiéramos hacerle unas preguntas acerca de Yunque Brillante, la muerte del doctor Gregory y la prueba que va a tener lugar en un atolón del Pacífico.
Mulder se asombró de lo deprisa y fácilmente que su colega había resumido todos los datos en una sarta de preguntas pronunciadas con tono profesional.
Ogilvy quedó sin respiración y balbuceó:
—No creo que deba decir más, Es confidencial.
Mulder advirtió lo intimidado que se sentía y decidió aprovecharse.
—¿No ha oído a la agente Scully? Somos del FBI. —Pronunció las palabras con tono grave—. Debe responder a nuestras preguntas.
—Pero podrían retirarme la autorización —repuso Ogilvy.
Mulder se encogió de hombros.
—Usted decide. ¿Quiere que empiece a citarle los estatutos del FBI? ¿Qué me dice de éste: Si se niega a cooperar en nuestra investigación, tengo derecho a citarlo de acuerdo con el estatuto 43H del código del FBI?
Scully le apretó el brazo.
—¡Mulder!
Él meneó la cabeza.
—Deja que me ocupe de esto, Scully. Víctor no sabe en qué lío se está metiendo.
—Yo… —repuso Víctor Ogilvy—, creo que deberían hablar con la representante del Departamento de Energía. Ella sí está autorizada para responder a esta clase de preguntas. Si me da luz verde, entonces les responderé encantado. No tiene motivos para demandarme, ¡de verdad!
Mulder suspiró. Acababa de perder ese asalto.
—Está bien, llámela por teléfono para que podamos hablar con ella.
Ogilvy buscó en el escritorio abandonado de Bear Dooley hasta encontrar el listín telefónico del instituto Teller. Pasó nervioso las páginas, luego marcó el número de Rosabeth Carrera.
Scully se inclinó y susurró al oído de su colega:
—¿Estatuto 43H?
—Uso no autorizado del símbolo del oso Smoky —musitó él, sonriendo levemente—, pero él no lo sabe.
Al cabo de unos momentos Rosabeth Carrera estaba al otro lado de la línea. Habló con voz dulce y melodiosa, con un casi imperceptible acento hispano. Parecía educada y solícita.
—Buenos días, agente Mulder. No sabía que habían regresado de Nuevo México.
—Al parecer han ocurrido muchas cosas este fin de semana —respondió él—. La mayoría de los miembros del equipo del doctor Gregory han desaparecido y nadie quiere darnos cuenta de qué les ha ocurrido. Dado que están claramente involucrados en este caso, necesitaremos entrevistarlos más adelante… sobre todo ahora que hemos descubierto una conexión entre el doctor Emil Gregory y la víctima de White Sands.
Scully arqueó las cejas. Mulder exageraba, pero Carrera no lo sabía.
—Agente Mulder —respondió Carrera con un tono ligeramente crispado—, el doctor Gregory trabajaba en un proyecto de vital importancia para este laboratorio y para el gobierno. Detrás de esta clase de proyectos hay un calendario, un programa, un gran número de decisiones. Ciertos miembros de las altas esferas políticas tienen mucho interés en que la investigación se lleve a cabo según lo planeado. Me temo que no podemos pedir a nuestros científicos que vuelvan por un antojo.
—No se trata de ningún antojo, señora Carrera —replicó Mulder, poniéndose más serio—. Su principal investigador ha fallecido en circunstancias muy sospechosas, y ahora ha aparecido otra víctima en el polígono de pruebas de White Sands, muerto del mismo modo. Creo que hay motivos de sobra para proceder con cautela y hacer unas cuantas preguntas más antes de dar el siguiente paso. Quisiera que pospusieran la prueba de Yunque Brillante.
—¿Yunque Brillante? No está programada ninguna prueba —respondió Carrera.
—No juegue conmigo —replicó él—. Estamos perdiendo un valioso tiempo telefónico.
—Me temo que es imposible —repuso Carrera con tono despreocupado—. El trabajo del doctor Gregory continuará como estaba planeado.
Mulder aceptó el desafío.
—Puedo hacer unas llamadas al Bureau y tengo unos cuantos contactos en el Departamento de Defensa.
Carrera adoptó un tono brusco, casi descortés.
—Haga las llamadas que crea pertinentes, agente Mulder. Pero la prueba del doctor Gregory tendrá lugar según lo planeado, no le quepa duda. El gobierno tiene muchas prioridades y estoy segura de que su investigación de asesinato está muy por debajo del interés nacional en juego.
—Por tu expresión, Rosabeth Carrera no ha cedido a tu petición —dijo Scully en cuanto su colega colgó.
Mulder suspiró.
—He mantenido conversaciones más productivas —suspiró Mulder.
Víctor Ogilvy permanecía nervioso junto a la puerta.
—¿Quiere decir que no tengo que responder a sus preguntas?
Mulder lo fulminó con la mirada.
—Depende de las ganas que tenga de estar en mi lista de felicitaciones de Navidad.
El joven pelirrojo se apresuró a desaparecer.
Scully puso los brazos en jarras y se volvió hacia Mulder.
—Bueno, ahora me toca a mí sonsacar más datos. Ha llegado el momento de utilizar mi otra fuente de información.