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Importaciones Kamida, Honolulu (Hawai).

Viernes, 14.04

Sentado ante su escritorio impecablemente limpio y meticulosamente ordenado del alto bloque de oficinas, cuatro de cuyas plantas las ocupaba su propia compañía de importaciones, Ryan Kamida escribió una dirección en un sobre acolchado.

La pluma se movía con trazos precisos y las letras brotaban perfectas en tinta negra.

Dos de las paredes de su despacho eran grandes ventanales que ofrecían una vista panorámica de Oahu. Pero Kamida tenía las persianas venecianas entornadas la mayor parte del tiempo. Le encantaba sentir la suave caricia del sol en su piel llena de cicatrices, relajándolo tal y como solía hacerlo en unos tiempos idílicos que apenas recordaba ya en una lejana isla del Pacífico.

Pero la luz del sol demasiado brillante era como fuego para él. Le traía a la memoria ese otro resplandor en el cielo, esa abrasadora llamarada tan intensa que había prendido todas las moléculas del propio aire.

El cabello blanco como la nieve, abundante y perfectamente conservado de Kamida le cubría ordenadamente la cabeza. Debido a la suerte casi sobrenatural que le había sonreído en su vida de adulto, Kamida disponía de mucho dinero para gastar en ropa, en acicalarse y en adquirir posesiones.

Pero el dinero no lo compraba todo, ni él deseaba poseer todo. Sus abultadas y céreas manos aferraban la destellante pluma como si de un arma se tratara… Y en cierto sentido lo era. Las palabras resonaban en su cabeza. Palpó el sobre acolchado y escribió en el lado correcto la dirección completa con primorosa y perfecta caligrafía. Podía sentir la precisión de sus letras.

Satisfecho, descansó la pluma en la ranura del escritorio, junto al frasco de tinta. Luego sostuvo el sobre en las manos, palpando los bordes, las afiladas esquinas. Confió en haber escrito correctamente la dirección. Jamás pedía a nadie que la comprobara, a pesar de no poder hacerlo él mismo.

Ryan Kamida era completamente ciego.

La lista en su mente se acortaba cada vez que enviaba un paquete, que seleccionaba un blanco. Kamida tenía los nombres de los responsables perfectamente grabados en su aguda memoria.

Sentado ante su escritorio, envuelto en el cálido sol que se filtraba por las persianas y lo acariciaba, se sintió muy solo… aun sabiendo que así lo había querido, pues había enviado a casa a todos los empleados de esa planta. Éstos habían protestado, aduciendo el trabajo que tenían atrasado: comprobantes de envíos, comisiones de ventas… Kamida se limitó a ofrecerles una paga y media, y se marcharon a casa satisfechos. Estaban acostumbrados a sus excentricidades.

Ahora que tenía todas las oficinas para él solo, podía realizar su importante cometido.

Sin duda para calmar esos desconocidos remordimientos de conciencia, el gobierno había ayudado a Ryan Kamida a lo largo de los años, a veces ofreciéndole dádivas veladamente, otras aprobando descaradamente sus ofertas y seleccionándole entre sus competidores.

Era un hombre de negocios con un impedimento físico, además de pertenecer a una minoría étnica, a pesar de que allí en Hawai, ser un isleño del Pacífico era poco sorprendente. Entre los turistas japoneses y los isleños del Pacífico que formaban allí su hogar, las verdaderas minorías eran las familias caucasianas de clase media.

Kamida había utilizado todos los medios a su disposición para contribuir al éxito de la compañía. Ésta estaba especializada en importaciones exóticas procedentes de las islas del Pacífico: Elugelab, Truk, el atolón Johnston, todo el archipiélago Marshall, impresionando a los turistas con baratijas de remotos lugares con nombres interesantes.

Necesitaba el dinero para llevar a cabo su verdadera misión.

Palpó el sobre, metió la nota escrita a mano y un pequeño frasco de cristal, y lo cerró. Ese simple acto le produjo un escalofrío de alivio, pero apenas duró un instante.

No importaba cuántos paquetes como ése había enviado, ni a cuántos culpables había identificado ya, nunca compensaría la pérdida de su familia. Había sido un verdadero genocidio, más que cualquiera de las que llevó a cabo Adolf Hitler. De pronto la familia, los parientes, la tribu, la isla de Ryan Kamida, todo había desaparecido en una oleada de luz y llamas. El único superviviente fue un niño de diez años.

Sin embargo, Kamida no consideró el hecho de sobrevivir como un milagro o una bendición. Se había pasado toda la vida tratando de superar el recuerdo de esos escasos segundos en los que todo había terminado para los demás. O eso creía. Las voces que resonaban en su cabeza no habían cesado de gritar desde aquel día.

Dejando a un lado el sobre, Kamida olió el aire viciado de la oficina. Ladeó su rostro quemado y volvió sus ojos en blanco hacia el techo. No veía nada, pero podía percibir la tormenta que se avecinaba.

Un furioso mar de candente luminiscencia hervía sobre las placas de insonorización como la espuma en una cazuela, arremolinándose hasta formar rostros espectrales y vociferantes. A pesar de la ceguera, sabía que estaban allí. Nunca le dejaban solo.

Los espíritus de sus familiares incinerados empezaban a impacientarse. Arremeterían contra sus propios blancos si rehusaba ofrecerles una víctima de su elección. Llevaban mucho tiempo esperando y él ya no podía seguir dominándolos.

Caminando con el garbo y confianza de un vidente por las conocidas oficinas, cogió el sobre con la dirección escrita a mano y salió de su despacho para dirigirse al buzón, desde donde lo llevarían con toda urgencia a un avión y lo despacharían a Estados Unidos. El gasto del transporte nocturno por el Pacífico le parecía insignificante. El sobre iba dirigido a un discreto pero importante funcionario del Departamento de Energía, cerca de Washington, DC.

Probablemente ya era demasiado tarde para detener a Yunque Brillante, pero tal vez eso bastara para impedir que volviera a repetirse aquella pesadilla.