Historic Owl Cafe, San Antonio (Nuevo México).

Viernes, 13.28

De regreso a Albuquerque, antes de llegar a la carretera interestatal, Scully y Mulder decidieron detenerse en el histórico Owl Cafe, un edificio de adobe rojizo que parecía un plato abandonado. Esa enorme construcción era al parecer lo único de interés en toda la ciudad de San Antonio. En el aparcamiento de gravilla había cuatro furgonetas destartaladas y mugrientas, dos Harley Davidson aparcadas una al lado de la otra, y un viejo modelo de ranchera Ford.

—Arriesguémonos, Scully —dijo Mulder—. De todos modos tenemos que almorzar y nos queda un buen trecho hacia el norte.

Scully dobló el mapa de carreteras y, al bajar del coche al sofocante calor, se cubrió los ojos con una mano.

—Ojalá hubiera al menos otra ciudad en este estado con aeropuerto importante —comentó ella.

Siguió a Mulder hasta una gran puerta de cristal con una capa de polvo de la carretera incrustado. Él se la sostuvo abierta y ella averiguó por el adhesivo del cristal que el restaurante contaba con la aprobación de la Asociación Automovilística de América.

El interior era lúgubre y ruidoso, la clase de antro que ella solía evitar. A Mulder le encantaba.

—Vamos, Scully, es histórico —dijo él—. ¿No has leído el rótulo?

—Espera, creo que he oído hablar de este lugar. Tuvo algo que ver con el proyecto Manhattan o la prueba atómica de Trinity.

—Entonces nos hemos detenido en el lugar apropiado —respondió Mulder—. Nuestras hamburguesas formarán parte de nuestro trabajo.

Sobre la barra se encorvaban unas vagas figuras: rancheros que no se habían dignado quitarse sus sombreros de cowboys, unos cuantos camioneros con viejas gorras de béisbol y un par de turistas. Al fondo alguien jugaba con un flipper, y sobre la barra y en torno a la zona de cernedor parpadeaban unos letreros de neón que anunciaban distintas marcas de cerveza barata.

—Genuinos asientos de cuero sintético —comentó Mulder—. Este local es impresionante.

—Sabía que lo dirías.

Un corpulento navajo con el cabello entrecano recogido en una coleta dobló la esquina de la barra en dirección a la caja registradora. Llevaba vaqueros, una camisa de cuadros de algodón con chapas de nácar y una corbata de lazo de color turquesa.

—Siéntense donde quieran —dijo, señalando los taburetes vacíos con un ademán propio de un edecán que los recibe en su reino.

Siguió pasando un paño por el mostrador de fórmica donde otros clientes comían e intercambiaban increíbles historias.

Las paredes del Owl Cafe estaban llenas de carteles y fotografías enmarcadas de los lanzamientos de misiles experimentales realizados en White Sands, así como de certificados de aspecto oficial por su participación en las prácticas del Equipo de Emergencia Nuclear. De las paredes revestidas de paneles colgaban fotos enmarcadas de los hongos atómicos causados por las detonaciones del desierto, mientras que en la pequeña vitrina cerca de la vieja caja registradora había otras más pequeñas a la venta, así como rocas cristalizadas de color verde jade… Trinitite.

—Me gustaría echar un vistazo, Mulder —dijo Scully—. Puede que aquí encontremos material interesante.

—Yo iré buscando un sitio y pediré algo para los dos.

—No sé si debo confiarte esa tarea.

—¿Alguna vez me he equivocado? —replicó Mulder, diciendo adiós alegremente con la mano.

Y se internó en el oscuro laberinto de taburetes de cuero sintético antes de que ella pudiera responderle con franqueza.

Scully esperó junto a la vitrina situada debajo de la caja registradora y cogió un pequeño folleto mimeografiado que mostraba una foto granulada del Owl Cafe. El texto, mal redactado, describía los motivos de la fama del restaurante. Lo leyó por encima, refrescando la memoria… y de pronto recordó todo lo que había aprendido en los tiempos en que había estudiado obsesivamente la guerra fría, la carrera armamentista y los inicios del programa nuclear norteamericano.

En la época anterior a los coches con aire acondicionado, el Owl Cafe era un lugar de paso extraoficial para los científicos e ingenieros del proyecto Manhattan en sus frecuentes y largos viajes desde las montañas del norte de Los Álamos hasta el campo de pruebas de Trinity. Entonces no había autopistas interestatales sino carreteras estatales, y el trayecto debía de ser terrible en pleno verano de 1945.

Estaba prohibido que se detuvieran por el camino, pues tenían órdenes militares de conducir sin interrupciones hasta el campo, pero el Owl Cafe, perdido en una desierta encrucijada, era el lugar ideal para hacer un alto antes de entrar en el terreno aún más peligroso del este. Los miembros del pequeño convoy no podían evitar sentir deseos de almorzar o tomar un refresco antes de partir hacia la zona restringida que el gobierno había seleccionado para el estallido de la primera bomba atómica.

El fornido navajo vio a Scully de pie junto a la vitrina y se acercó a ella.

—¿Puedo mostrarle algo? —propuso con voz profunda.

Scully bajó la vista y señaló el surtido de pequeñas piedras.

—Uno de esos trozos de trinitite, por favor.

—¿Los de cien dólares la unidad?

Sin pronunciar otra palabra el hombre de anchas espaldas sacó una pequeña llave, abrió la parte posterior de la vitrina y sacó una de las piedras más pequeñas. Vaciló unos instantes, luego volvió a dejarla y cogió otra más grande.

—Aquí tiene —dijo—. Todas tienen un precio excesivo, de cualquier modo.

Scully sostuvo el fragmento de roca cristalizada y lo apretó, tratando de imaginar la infernal explosión que lo había creado. No se trataba de un proceso geológico ocurrido en el corazón de la tierra, sino de un infierno provocado por el hombre, que apenas había durado unos segundos. La superficie de la piedra estaba fría y resbaladiza; el hormigueo que Scully sentía en las manos era producto de su imaginación. Compró la piedra y siguió viendo la exposición.

Una vieja colección de botellas cubría la mitad de una pared: de cristal marrón, verde, transparente, hasta de color azul brillante, y todas ellas expuestas sin etiquetas que las identificaran, salvo un único folio escrito a máquina y amarillento por el paso del tiempo, pegado a la pared.

Las botellas llevaban allí desde antes de la Segunda Guerra Mundial y eran el bien más preciado de otro anciano navajo a quien había pertenecido originalmente el Owl Cafe. Éste no sabía una palabra del proyecto nuclear secreto ni de la prueba inminente, pero no pudo evitar reparar en los vehículos oficiales del gobierno, las medallas militares, las chaquetas y las corbatas de los ingenieros, que jamás podrían pasar por navajos de la reserva o rancheros del lugar.

De hecho, los ingenieros del proyecto Manhattan debían de haber parecido tan fuera de lugar como ella y Mulder esa tarde, pensó Scully antes de seguir leyendo.

Varios días antes de la explosión experimental de julio de 1945, uno de los ingenieros, un cliente habitual —si bien extraoficial— del Owl Cafe, previno al viejo propietario. No le dio detalles confidenciales, sólo dijo que sería prudente guardar abajo las frágiles botellas unos días. El escéptico propietario navajo siguió el consejo, y así fue como se salvó aquella colección de botellas cuando la explosión de Trinity sacudió incluso las paredes de lugares tan lejanos como Silver City y Gallup, a 320 kilómetros de distancia. El nombre del considerado ingeniero del proyecto Manhattan no aparecía, sin duda para evitarle problemas.

Cogiendo su souvenir de trinitite, Scully volvió a la zona de restaurante en busca de Mulder. Éste se hallaba recostado cómodamente en el asiento de cuero sintético, releyendo el fax que había recibido en el polígono de pruebas de White Sands y bebiendo té helado de una taza roja de plástico.

Scully se dejó caer en el asiento acolchado de enfrente y vio que también había pedido té helado para ella. Dejó el trozo de roca cristalizada en la mesa de fórmica delante de él, quien la cogió intrigado y le dio vueltas entre las manos.

—En cierta ocasión me insultaste por comprar un souvenir en un café turístico como éste.

—Esto es diferente —repuso ella.

—Claro. —Mulder le dedicó una sonrisa irónica.

—Hablo en serio. Es trinitite, el material del que te hablaba —explicó ella.

Él lo estudió a la débil luz de un parpadeante letrero de Coors.

—Se parece al material que vimos junto a los cadáveres.

Ella asintió.

La camarera los interrumpió al llevarles la comida. Sirvió a cada uno una ración de patatas fritas muy calientes y una enorme hamburguesa tan jugosa que iba envuelta en papel para recoger la grasa.

—Vas a disfrutar, Scully. Es la especialidad de la casa: hamburguesa de queso con chile verde. —Mulder dio un mordisco a la suya y añadió con la boca llena—: ¡Deliciosa! Pican aquí mismo su propia carne y los chiles verdes potencian el sabor. No comerás nada parecido en todo Washington.

—No estoy muy segura de querer —repuso Scully, cogiendo su enorme hamburguesa.

La inspeccionó para decidir el mejor modo de atacarla y se cercioró de tener un montón de servilletas al alcance de la mano. A pesar de su escepticismo, le pareció absolutamente deliciosa y el toque de chile verde no era lo que esperaba.

—En fin, Scully —dijo él, poniéndose finalmente manos a la obra—. Veamos qué se nos ocurre. Ahora tenemos dos cadáveres, tres con el caballo, y todos muertos a causa de un repentino estallido de calor semejante a una explosión atómica en miniatura. Uno en un lejano laboratorio y los otros dos aquí, en medio del desierto.

Scully alzó un dedo, vio que lo tenía untado de ketchup hasta el nudillo y cogió una servilleta para limpiárselo.

—El laboratorio era utilizado por un investigador de armas nucleares que estaba diseñando un nuevo artefacto atómico secreto de alta potencia, y en cuanto a las otras muertes, se produjeron en el polígono de pruebas de White Sands, donde es posible que el ejército tuviera previsto probar dicho artefacto. Podría ser una conexión.

—Ah, pero el laboratorio del doctor Gregory no era el típico laboratorio experimental de un ingeniero —señaló Mulder—. De hecho era una sala llena de ordenadores. No encontramos ninguna cabeza nuclear escondida en un cajón del fichero. Y si el ejército tenía previsto probar ese Yunque Brillante, ¿por qué en White Sands? El gobierno ya tiene un campo de pruebas nucleares idóneo en Nevada. Es oficial y demás, y cuenta con todas las medidas de seguridad que puedan requerir. Además, ¿te dio la impresión de que esperara algo semejante el coronel de White Sands?

Scully tuvo que admitir que tenía razón.

—No, no parecía en absoluto preparado para tal situación.

Mulder se limpió la boca con la servilleta.

—Creo que deberíamos buscar una conexión más amplia… Tal vez no tenga nada que ver con Yunque Brillante.

—Si no es eso, ¿qué se te ocurre?

Mulder comió el último bocado de hamburguesa con queso, luego se concentró en el resto de patatas fritas.

—Emil Gregory y Oscar McCarron tuvieron oscuras conexiones que se remontan a la Segunda Guerra Mundial. Oscar McCarron era un viejo ranchero que probablemente no había salido en toda su vida de Nuevo México. El doctor Gregory también era de Nuevo México. Trabajó en el proyecto Manhattan durante más de cincuenta años, luego pasó un tiempo en Los Álamos antes de trasladarse a San Francisco y colaborar en el instituto Teller.

—¿Qué estás insinuando, Mulder?

Él se encogió de hombros.

—Sólo doy palos de ciego y no estoy seguro de haber encontrado nada por ahora. Pero tal vez deberíamos utilizar un poco más la imaginación y considerar otras posibilidades. ¿Qué más podían tener en común esos dos hombres? Sabemos que Gregory participó en la explosión experimental de Trinity, y que la familia de McCarron era la propietaria de los terrenos donde tuvo lugar dicha explosión.

Scully cogió una patata frita y se la comió apresuradamente.

—A veces tu imaginación va demasiado lejos, Mulder.

Se señaló a sí mismo, como quién dice «¿Yo?».

—¿Y cuántas veces mis soluciones alternativas han resultado correctas, Scully?

Scully tomó otra patata.

—Depende de a quién se lo preguntes.

Mulder suspiró.

—Scully, a veces eres una escéptica imposible… pero aun así me gustas.

Ella lo premió con una sonrisa.

—Alguien tiene que mantenerte a raya.

Después de limpiarse las manos con otra servilleta, Mulder sacó el mapa de Nuevo México.

—Me pregunto a cuánto está Roswell de aquí —comentó—. Tal vez valga la pena acercarnos allí.

—Rotundamente no —repuso ella—. Tenemos que coger un avión.

Él la miró con expresión burlona para demostrar que no hablaba en serio.

—Sólo era una pregunta.