Polígono de pruebas de Trinity, cerca de Alamogordo (Nuevo México).
Viernes, 11.18
Le tocó a Scully conducir hacia el sur desde Albuquerque, por las llanas y áridas tierras de la mitad sudeste de Nuevo México. El aire acondicionado del Ford Taurus de alquiler empezó a protestar cuando ascendieron una empinada cuesta, para a continuación emprender el largo descenso hacia lo más profundo del desierto.
A su lado, Mulder doblaba y desdoblaba su copia del fax del Informe de Acontecimientos Extraños que le había entregado la representante del Departamento de Energía, Rosabeth Carrera, a primera hora de la mañana.
—Pensé que podría interesarle, agente Mulder —había dicho la mujer de cabello oscuro, señalando el breve informe de distribución estándar que había llegado a su oficina procedente de la oficina central del Departamento de Energía—. El Departamento desea que ciertas personas sean informadas de los accidentes insólitos relacionados con la radiación. Yo soy una de esas personas… y este caso puede considerarse sin duda como tal.
Scully había arrebatado la hoja a su colega y leído por encima la descripción de un nuevo cadáver misteriosamente carbonizado y seguramente sepultado bajo una avalancha de fuego radiactivo. Esto había ocurrido lejos del instituto Teller, en el polígono de pruebas de White Sands, cerca de un árido monumento que Scully conocía bien: la base militar de Trinity, donde en julio de 1945 tuvo lugar la primera explosión atómica experimental.
—Pero ¿qué relación puede tener este incidente con la muerte del doctor Gregory? —preguntó—. La víctima era un viejo ranchero sin conexión alguna con la actual investigación de armas nucleares.
Rosabeth Carrera se limitó a encogerse de hombros.
—Fíjese en la descripción. ¿Cómo no van a estar relacionados? Esta clase de muerte no ocurre cada día.
Mulder recuperó el informe y lo releyó con avidez.
—Quiero comprobarlo, Scully. Podría ser la pista que estábamos buscando. Dos pistas en lugar de una.
Scully suspiró e hizo un gesto de asentimiento.
—El mero hecho de que parezcan tan distintos entre sí podría ser el nexo que las une… una vez lo averigüemos.
Así pues, se habían dirigido apresuradamente al aeropuerto de Oakland y tomado un avión Delta rumbo a Salt Lake City y a continuación a Albuquerque, donde habían alquilado un coche para hacer el largo trayecto hacia el sur.
Scully conducía a unos quince kilómetros por encima de la velocidad límite, pero seguían adelantándole coches por el carril rápido. Aferró el volante con fuerza cuando un camión de tres remolques pasó con gran estruendo por su lado.
Iba ordenando sus ideas en voz alta mientras conducía.
—Hasta ahora nuestra hipótesis de trabajo es que salió mal un experimento en el laboratorio del doctor Gregory, o tal vez un activista organizó un sabotaje y le causó la muerte. No veo cómo encaja esto con la muerte de un ranchero en un campo de pruebas del desierto.
Mulder dobló el informe y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—Tal vez no estemos mirándolo a una escala lo bastante grande, Scully. Tal vez exista una conexión más amplia, una relación general con las armas nucleares. El campo de misiles… el laboratorio de investigaciones nucleares…
—Por lo mismo también podrías incluir al gobierno, Mulder —repuso ella.
—Al menos eso nos da margen para maniobrar.
Al cabo de unos momentos de silencio, Mulder entornó los ojos y miró a Scully.
—Confío en que sabremos más cosas en cuanto lleguemos allí. He llamado a la oficina central desde el aeropuerto y he pedido que me envíen por fax a White Sands un informe más extenso de los antecedentes de Oscar McCarron. Veremos si tiene relación con el doctor Gregory. Podría tratarse de algo obvio.
Scully devolvió su atención a la carretera que tenía ante sí.
—Ya lo veremos.
Decidieron postergar la discusión hasta llegar al lugar donde habían encontrado el cuerpo carbonizado del viejo ranchero.
Mulder se movió inquieto en su asiento, tratando de evitar el calor que le llegaba a través de las ventanas.
—La próxima vez averiguaremos si el coche tiene los asientos negros antes de firmar los papeles del alquiler —sugirió.
—Estoy de acuerdo.
Mientras Scully conducía, dejando que el velocímetro marcara los ciento veinte, y más tarde los ciento treinta, recordó que Nuevo México, con sus desiertas autopistas, había sido tradicionalmente el primer estado en elevar los límites de velocidad, para satisfacción de sus habitantes.
Dejaron atrás los letreros de la autopista en los que se leía: «¡Atención! Prohibido recoger autoestopistas. Centro penitenciario cerca».
—¡Qué lugar encantador! —comentó Mulder.
Cruzaron Socorro y llegaron a la pequeña San Antonio. Desde allí se dirigieron al este, hacia el desierto acertadamente bautizado Jornada del Muerto. En Stallion Gate, la entrada norte del polígono de pruebas de White Sands, se detuvieron ante el puesto de control y enseñaron sus papeles. Un oficial militar salió a recibirlos y les indicó que entraran en el triste polígono de pruebas de misiles.
Scully se cubrió los ojos para protegerlos del sol y contempló aquel paisaje desolador, los despojos de una tierra en otro tiempo fértil. Había visto aquel lugar en fotos, pero nunca lo había visitado.
—Estas puertas se abren una vez al año —explicó—, para que los turistas y peregrinos visiten el campo de Trinity y vean qué queda del rancho de los McDonald, que se hallaba a quince kilómetros del polígono de pruebas, si no recuerdo mal. No hay mucho que ver, aparte de un montón de piedras y una placa conmemorativa.
—Precisamente lo que me apetece hacer en mis vacaciones de verano —repuso Mulder—. Venir hasta aquí y pararme justo en el punto cero.
Scully guardó silencio. No creía que su compañero estuviera al tanto de su efímera participación en actividades de protesta del pasado, y prefería mantener en secreto aquella parte de su vida. Sin embargo, le incomodaba. Siempre había compartido todo con Mulder. Aquel desasosiego era algo nuevo para ella, y trató de poner un nombre a sus sentimientos. ¿Vergüenza?, se preguntó. ¿O remordimientos? Exhaló un profundo suspiro. Tenían trabajo que hacer.
Dos policías militares en un jeep se detuvieron a su lado. Scully y Mulder abandonaron a regañadientes el aire acondicionado del Taurus y bajaron. Ninguno de los dos iba apropiadamente vestido para caminar por aquella arena blanca, pero los policías militares no parecieron darse cuenta y les hicieron señas de que se acercaran. Mulder puso a salvo los maletines bajo el asiento antes de ayudar a Scully a subir a la parte trasera del jeep. Los dos se acomodaron en los calientes asientos y se aferraron cuando el jeep partió dando tumbos por aquellas tierras llanas y llenas de surcos, haciendo caso omiso de la ausencia de caminos. Los policías militares se sujetaban los cascos con una mano y apretaban los dientes para evitar tragarse el polvo que levantaban.
Llegaron a una depresión en forma de bol, donde una docena de policías militares y oficiales de la Fuerza Aérea permanecía de pie ante un recinto acordonado. Un individuo vestido con traje antirradiactivo y un contador Geiger en la mano había entrado en el área acordonada.
Scully se apeó del vehículo, sin hacer caso de sus piernas entumecidas mientras el pánico iba apoderándose de ella. Mulder caminaba en silencio a su lado cuando se acercaron al borde de una depresión rodeada de oscuras rocas volcánicas. Todo el hoyo parecía haberse fundido.
Se presentaron a un coronel que los esperaba y que entregó a Mulder un mustio folio de papel térmico.
—Acabamos de recibir este fax de su oficina central, agente Mulder —dijo—. Pero yo mismo podría haberle facilitado esa información. Sabemos todo acerca del viejo Oscar. De ahí que lo encontráramos allí.
—Soy todo oídos —repuso Mulder, arqueando las cejas esperanzado—. Necesitamos todos los detalles que pueda darnos.
—Era un anciano ranchero que venía aquí prácticamente cada semana desde tiempos inmemoriales. Él y su padre habían sido los propietarios de los terrenos del rancho que se extiende alrededor y que fueron cedidos a la base militar de Trinity… para la prueba, ya saben. Pero debido a cierta ley de confidencialidad de tiempos de guerra, cambiaron el nombre en los papeles de tal modo que no pudiera averiguarse a quién había pertenecido originalmente la tierra. Supongo que temían tener problemas con los activistas radicales incluso en aquella época, o tal vez con espías nazis. —El coronel señaló con un movimiento de cabeza la asolada depresión—. Puede que sus motivos estuvieran justificados, a juzgar por lo ocurrido.
Scully no podía apartar los ojos de la depresión. La arena blanca se había abrasado de tal modo a causa del calor extremo que se había convertido en cristal verdoso, semejante al jade.
—Trinitite —dijo.
—¿Cómo dices? —preguntó Mulder.
Ella señaló con un movimiento de la cabeza la capa cristalizada de la arena.
—Apuesto a que esa arena y rocas cristalizadas son trinitite. Durante la explosión experimental de Trinity, alrededor del punto cero, el calor fue tan intenso que fundió la arena de alrededor y la convirtió en un sólido parecido al cristal. Algo muy extraño. La gente incluso lo recogió para coleccionarlo.
—Pueden acercarse —ofreció el coronel—. Querrán verlo de cerca si quieren sacar alguna información.
—Gracias por su colaboración, coronel —respondió Scully.
El hombre delgado y bronceado se volvió hacia ella.
—Le aseguro que no tenemos ningún interés en investigar este caso, agente Scully. Es todo suyo.
Ella entró detrás del coronel en el área acordonada y juntos se encaminaron hacia la arena abrasada por la explosión. Contra una pared rocosa divisaron la depresión, resplandeciente a la luz del sol en aquellas zonas donde se había derretido el yeso.
Fundidos con el suelo a causa del calor extremo yacían dos cadáveres carbonizados: un hombre prácticamente desintegrado y un caballo incinerado que casi se confundía con la arena derretida. La arena al cristalizarse los había inmovilizado en un inquietante cuadro vivo, como insectos capturados en ámbar.
Mulder se estremeció y apartó los ojos de la expresión de horror de la víctima.
—Detesto el fuego —murmuró, cogiendo del brazo a Scully en busca de apoyo.
—Lo sé, Mulder —respondió Scully, sin decirle cuánto detestaba ella la amenaza de la radiación y lluvia radiactiva—. No creo prudente permanecer aquí más tiempo que el imprescindible.
Mientras se alejaba, en lo único que podía pensar era en los cadáveres horriblemente carbonizados de las fotografías de las víctimas de Nagasaki que había visto en el museo de Detened Esta Locura Nuclear, en Berkeley.
¿Cómo era posible que volviera a ocurrir?