Desierto Jornada del Muerto, Sudeste de Nuevo México.
Jueves, 15.13
Como si interpretara una escena de una vieja película de John Wayne, Oscar McCarron desmontó de la silla y ató a la valla del almacén a su dinámica y joven yegua clara de crin blanca. Una vez en el porche, se aseguró de golpear el suelo entarimado con sus gastadas y puntiagudas botas de vaquero. Las espuelas producían un satisfactorio tintineo a medida que avanzaba sin prisas hacia la entrada del almacén.
McCarron tenía el rostro tan marcado y curtido como sus viejas botas, y sus pálidos ojos marrones estaban siempre entrecerrados tras toda una vida bajo el abrasador sol del desierto, pues se negaba a usar gafas de sol por considerarlo cosa de mariquitas.
Esa mañana se había afeitado para su ida semanal a la ciudad, a pesar de que sus viejas y canosas patillas apenas crecían ya en sus mejillas caídas. No se molestaba en llevar guantes; con las manos cubiertas de distintas capas de callos (que le llegaban hasta los huesos), ya no le servían para nada. La hebilla plateada y turquesa en forma de flor de calabaza de su cinturón era tan grande que podría haber servido de posavasos; era uno de sus bienes más preciosos.
McCarron sólo cabalgaba de su remoto rancho a aquella minúscula ciudad una vez cada siete días para recoger su correspondencia. La cantidad de compañía que un hombre podía soportar tenía sus límites.
La puerta del almacén crujió como de costumbre cuando entró y evitó pisar la tabla del suelo entarimado que sabía suelta.
—Buenas tardes, Oscar —saludó Fred, el dueño del almacén. Tenía los codos apoyados en el mostrador y, aparte de mirarlo, no movió ni un músculo.
—Fred —respondió él. Era todo lo que lograba decir. Un hombre de ochenta años no podía permitirse cambiar su personalidad en público a esas alturas de la vida—. ¿Tengo correo?
No tenía ni idea de cómo se apellidaba Fred, pues seguía considerándolo un recién llegado, aunque ya hacía quince años que había comprado el almacén a una anciana pareja de navajos. Éstos habían llevado el almacén durante treinta y cinco años y McCarron los había considerado como parte del paisaje. Por su parte…, Fred, bueno, todavía no estaba muy seguro acerca de Fred.
—Te esperábamos, Oscar. Tienes la correspondencia habitual, pero también una carta de Hawai. El matasellos es de Pearl Harbor. ¡Imagínate! Es un paquete. ¿Tienes idea de qué puede ser?
—No es asunto tuyo —replicó McCarron—. Sólo dame mi correspondencia.
Fred levantó los codos del mostrador y desapareció en la pequeña oficina postal y almacén de la trastienda. McCarron se pasó una mano por las chapas de la camisa y los pantalones vaqueros para sacudirse el polvo blancuzco del desierto. Sabía que los demás los llamaban téjanos, pero él no se había acostumbrados a llamarlos de otro modo que vaqueros.
Fred volvió con un puñado de periódicos de propaganda, folletos ofreciendo servicios, circulares de anuncios publicitarios y unas cuantas facturas, pero ninguna carta. Nada interesante, salvo un sobre de papel manila acolchado de tamaño mediano.
McCarron cogió el montón y hojeó primero la propaganda conteniendo la curiosidad, sabiendo que pondría nervioso a Fred. La propaganda que le enviaban por correo le servía para encender la hoguera cada jueves por la noche que dormía a la intemperie después de ir a la ciudad. Por último sostuvo en la mano el sobre acolchado y entornó los ojos para leer el matasellos: Honolulu, Hawai. No llevaba remite.
Fred se inclinó sobre el mostrador, haciendo crujir los nudillos y parpadeando impaciente. Tenía él rostro alargado y las mejillas hundidas. Dentro de unos años los carrillos le colgarían como los de un bulldog.
—Bueno, ¿no vas a abrirlo? —preguntó Fred.
McCarron le lanzó una mirada furibunda.
—No delante de ti.
Nunca había perdonado a Fred su inexcusable indiscreción de dos años atrás al abrir uno de sus paquetes porque acudió a la ciudad con un día de retraso. Eran unas cintas de vídeo de la vieja serie Victory at Sea, una de las favoritas de McCarron. Siempre le había fascinado la Segunda Guerra Mundial.
Fred se había escandalizado, no por el contenido de las cintas —McCarron sospechaba que el viejo dueño del almacén tenía unas cuantas películas porno escondidas en la trastienda—, sino por el mero hecho de que McCarron pidiera las cintas, revelando así el secreto de que tenía televisor y vídeo. Eso iba completamente en contra de la imagen cuidadosamente cultivada de ranchero que vive en un lugar alejado y desdeña todas las comodidades modernas.
Delante del edificio principal del rancho, bien visible, McCarron tenía un retrete exterior y una bomba para sacar el agua pura y dulce del subsuelo de White Sands. Pero en realidad tenía un lavabo con todos los accesorios modernos dentro de la casa, así como electricidad y no sólo televisor y vídeo, sino también una enorme antena parabólica escondida detrás de la casa principal de adobe. Había comprado todo el equipo en Albuquerque y lo había traído e instalado sin decírselo a nadie. McCarron disfrutaba conservando su imagen de viejo ranchero, pero no a expensas de su propio confort.
Fred había mantenido la boca cerrada los pasados dos años que McCarron supiera, pero éste jamás olvidaría su ultrajante conducta.
—Ah, vamos, Oscar —repuso Fred—. He esperado toda el día a que vinieras para ver tu cara sonriente.
—¡Qué amable! —respondió McCarron—. Lo próximo que hagas será pedirme en matrimonio como un maricón de California. —Dio un golpecito con el sobre sin abrir sobre el montón de propaganda y la metió bajo el brazo—. Si el paquete contiene algo que te incumba, prometo decírtelo la próxima vez que venga. —Se volvió y se dirigió lentamente hacia la puerta, esta vez pisando a propósito la tabla suelta.
Fuera, el sol todavía cálido de la tarde adquirió un tono amarillo a medida que descendía sobre los negros dientes de lava de la sierra de San Andrés.
La yegua de crin blanca relinchó al verlo y golpeó el suelo con una pata trasera, ansiosa por reanudar el camino y volver a trotar. Al no ver a nadie más en la aletargada calle, McCarron se permitió una sonrisa de satisfacción. La joven yegua estaba impaciente. Al parecer disfrutaba aún más que él de esas breves salidas.
Se moría de curiosidad por ver el contenido del misterioso sobre, pero su orgullo no le permitía demostrar su interés, no al menos en las inmediaciones del almacén, donde seguramente Fred lo vigilaba detrás de la ventana cubierta de cagaditas de mosca.
Desató el caballo y se montó después de meter la correspondencia en una de las alforjas. Salió de la ciudad y se encaminó hacia el este para adentrarse en el extenso y abierto desierto del polígono de pruebas White Sands.
Por pura costumbre, McCarron buscó la verja del alambrado de púas que recorría los cientos de kilómetros de aquellas tierras baldías propiedad del gobierno. La abrió e hizo pasar a la yegua antes de volver a cerrarla detrás de él.
Tenía en la mano el viejo pase plastificado que le habían entregado hacía tanto tiempo que cada uno de los firmantes llevaba años muerto. Su derecho a entrar en aquel campo de misiles hacía años que no era cuestionado, ni siquiera por los jóvenes policías militares que disfrutaban dando vueltas de campana por las deslumbrantes arenas blancas con sus vehículos todo terreno trucados, como surfistas al volante de sus buggies camino de una fiesta en la playa. Pero McCarron sentía un profundo respeto hacia la autoridad y el gobierno después de todo lo que el Tío Sam había hecho por él.
Además, no quería mezclarse con jóvenes patriotas entusiastas, que estaban dispuestos a defender incluso esa desoladora tierra baldía contra invasores extranjeros. Esa forma de pensar era algo con lo que no se jugaba.
McCarron se encaminó hacia las escarpadas estribaciones. El desierto era árido y llano, como si hubieran rociado con herbicida una enorme extensión de Nebraska y la hubieran dejado caer en medio de una cadena de montañas volcánicas. Su carácter inhóspito había convertido aquellas tierras en el lugar apropiado para hacer detonar la primera bomba atómica del mundo.
La familia de Oscar McCarron había sido en otro tiempo propietaria de aquella franja de tierra sin ningún valor de Nuevo México, que no servía para criar ganado ni para explotar minas, ya que estaba desprovista de minerales y menas deseables. Pero en 1944 el cuerpo de ingenieros del distrito de Manhattan había mostrado gran interés en aquella tierra, y el padre de McCarron había llegado a un acuerdo y vendido toda la extensión a un precio módico, pero aun así por encima de su valor.
El gobierno pagó una suma extra cuando el padre de McCarron les permitió falsificar los documentos del registro catastral para cambiar la propiedad de nombre y mantener en secreto la transferencia de terreno, de tal modo que sólo constara que el gobierno lo había tomado en arriendo de una familia ranchera inventada, los McDonald.
El gobierno y los ingenieros del proyecto Manhattan habían levantado instalaciones propias de una granja y un molino, y pergeñado la historia de que los McDonald vivían en el campo de pruebas de Trinity. Sólo más tarde, después de la explosión experimental llevada a cabo en Trinity en julio de 1945, comprendió McCarron el motivo de tanto secreto. La detonación nuclear tuvo lugar en lo que había sido el patio trasero de su casa. Pero ni los periodistas, ni mucho más tarde los activistas, localizaron nunca a los míticos McDonald.
El padre de McCarron había llevado a cabo otra dura negociación como parte del trato. Fue durante la parte más triste de la Segunda Guerra Mundial, cuando los alemanes parecían hacer grandes progresos en la conquista del mundo, el imperio japonés engullía los países de la costa del Pacífico y los soldados americanos morían como moscas. El padre de McCarron no quería que su joven y fuerte hijo fuera una baja más y, mediante un acuerdo secreto, había cambiado la tierra a condición de la excedencia definitiva de su hijo del servicio militar.
Por otra parte, debido al amor que profesaba por aquella tierra a pesar de su aspecto árido, se le garantizó que él y su familia tendrían acceso permanente si decidían visitarla. Como eso había significado mucho para su padre, muerto hacía treinta y cuatro años, Oscar McCarron había convertido en tradición dormir al raso una noche a la semana, disfrutando de la soledad bajo el cielo de aquellas vastas tierras desérticas que otrora le habían pertenecido.
La yegua se deleitaba también en aquel paisaje desolador y, sin necesidad de recibir ánimos por parte de McCarron, emprendía trotes que poco a poco se convertían en veloces galopes, estirando los músculos al saltar por encima de las bajas formaciones de basalto y golpeando el suelo duro con los cascos. McCarron tenía su rincón preferido para acampar y la yegua sabía llegar a él sin titubear.
Todavía era de día cuando habían llegado a la pequeña depresión. Los resistentes líquenes salpicaban las negras rocas, haciendo alarde de su vitalidad con una profusión de brillantes colores. Una mezcla blanca de arena y yeso cubría la depresión, como si una ardiente ventisca de nieve hubiera caído sobre el desierto. En una cavidad entre las rocas se había formado un pequeño charco de agua procedente de un manantial, que brotaba y se filtraba al pasar por la arena fina.
McCarron fue derecho al manantial y bebió unos sorbos de agua, que estaba fresca por permanecer todo el día a la sombra. No quería consumir el agua de sus cantimploras. La yegua le apoyó el morro en el hombro, apremiándolo, pero McCarron no se dio prisa y saboreó el agua antes de permitir que la yegua babeara dentro del manantial. Entonces la dejó beber hasta saciarse.
Desensilló el caballo y lo ató a un retorcido tocón, luego salió con su hacha para cortar un poco de maleza muerta y hacer una fogata. El fuego ardería, crujiendo y danzando en medio de la noche, y llenaría el aire de aromático humo.
Sacó la correspondencia de la alforja y sostuvo el misterioso sobre acolchado en las manos unos instantes, luego decidió dejar que la curiosidad lo consumiera un rato más. Últimamente recibía muy pocas sorpresas. Enrolló los folletos publicitarios y la propaganda y los colocó debajo de la maleza, luego encendió la fogata con una sola cerilla, como siempre. Las ramas estaban tan secas que prendían prácticamente solas.
McCarron desenrolló la manta y el delgado saco de dormir, y sacó los utensilios de cocina. Levantando la mirada hacia el cielo, observó las estrellas que salpicaban la creciente oscuridad, la multitud de destellos como diamantes que los habitantes de la ciudad nunca veían en sus cielos iluminados y contaminados.
Una vez se elevaron las resinosas llamas dando luz y calor, McCarron se recostó contra su roca favorita, cogió el sobre acolchado, lo abrió y vació el contenido en su callosa mano.
—¿Qué demonios es esto? —exclamó, decepcionado después de tantas horas de expectación.
Encontró únicamente un trozo de papel y un pequeño paquete de papel glaseado que contenía un residuo polvoriento, una especie de ceniza negra y grasienta que se adhirió a sus dedos al apretar el sobre. En el trozo de papel, escrito con letras claras y precisas, se leía un mensaje: «Por tu papel en el pasado». No llevaba fecha, ni remite ni firma.
—¿Qué diablos? —repitió—. ¿Qué papel en el pasado?
Despotricó contra la yegua, como si ésta pudiera darle una respuesta. Lo único importante que recordaba haber hecho en toda su vida era algo fortuito, un azar del destino por ser propietario de la tierra donde había tenido lugar la prueba nuclear de Trinity.
Se sentía muy orgulloso de aquel papel en la historia de su país que había propiciado el nacimiento de la era nuclear, la cual había terminado con la Segunda Guerra Mundial e impedido que esos japoneses sedientos de sangre conquistaran la mitad del mundo. En efecto, aquella satisfactoria prueba nuclear había iniciado la guerra fría y dado paso a la construcción de armas aún más poderosas que habían mantenido a los comunistas a raya. Oscar McCarron se sentía orgulloso de su papel en todo aquello… pero él no había hecho nada en realidad.
¿A qué otra cosa podía referirse ese misterioso mensaje?
—Un loco —murmuró.
Con un gesto obsceno, arrojó al fuego la nota y el paquete de ceniza. Luego desenvolvió la comida y sacó una lata de chile que abrió con un abrelatas. Vertió el contenido en la cazuela que colgaba sobre las llamas. Entonces sacó su tesoro, unas bolsas de plástico con cierre de cremallera llenas de jalapeños y chile verde que también echó a la cazuela para potenciar el sabor de la insípida receta.
Mientras se calentaba la comida advirtió el silencio absoluto, la ausencia de pájaros, murciélagos e insectos. Sólo el silencio del desierto, una calma traslúcida que le permitía oír su propia respiración, las palpitaciones en sus oídos, sus propios pensamientos sin molestos ruidos de fondo. Se permitió cerrar los ojos mientras olía profundamente los aromáticos condimentos del chisporroteante chile.
De pronto la yegua estornudó y relinchó, rompiendo el silencio.
—¡Calla! —ordenó McCarron.
Pero la yegua volvió a resoplar por las fosas nasales con estrépito y se movió de un lado a otro dando patadas, como asustada por algo. Giró la cabeza, olisqueando y bufando.
—¿Qué te pasa? —preguntó él, levantando poco a poco sus crujientes y viejos huesos.
La yegua se comportaba como si hubiera olido un puma o un oso, pero McCarron sabía que era ridículo. Era imposible que sobreviviera algo más grande que un lagarto, una serpiente de cascabel o una rata canguro en el desierto Jornada del Muerto.
De pronto oyó unas voces susurrantes, como un torrente de palabras en una lengua extraña, un cántico o redobles de tambor, cada vez más fuertes hasta convertirse en un grito. El ruido blanco de fondo le recordó los desagradables ruidos parasitarios que oía cuando la cinta de vídeo se acababa.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó—. ¿Quién anda allí?
Se puso de pie y se acercó a la silla de montar para coger su rifle. De pronto se levantó viento y sintió en sus curtidas mejillas una brisa cálida, mucho más cálida que la noche desértica. ¿Una tormenta de polvo? ¿Un incendio en la maleza?
La yegua se movía de un lado a otro, tirando de la cuerda. Tenía los ojos en blanco, desorbitados. De pronto retrocedió y saltó de lado, golpeándose contra las paredes cubiertas de lava de la poco profunda depresión.
—¡Tranquila, nena! ¡Tranquila! —McCarron se volvió y vio una mancha de sangre en la parte de la roca donde la yegua se había rasguñado los flancos, pero no tuvo tiempo para tranquilizarla.
Agitó el cañón del rifle en medio del susurrante aire nocturno. Allí había alguien, o algo.
—¡Si crees que vas a confundirme te equivocas, bastardo! —exclamó.
Con los ojos llorosos y escocidos disparó al aire a modo de advertencia, pero el estampido se perdió en el estruendo cada vez más fuerte y clamoroso.
El viento del desierto le abrasó la boca, le resecó el cuello y le chamuscó la garganta como una ráfaga de aire procedente del horno más caliente. Retrocedió. La yegua relinchó espeluznada, presa de una extraña locura animal que aterrorizó a su anciano dueño más que sus propios y confundidos sentidos.
De pronto la oscuridad que los envolvía estalló y la furiosa presencia oculta tras aquellos ruidos, susurros y gemidos, y el repentino calor, se precipitaron sobre él, como si alguien hubiera dejado caer en su regazo un sol en miniatura.
El mundo de Oscar McCarron se vio invadido por las insoportables llamas de un fuego atómico.