Base naval de Coronado, San Diego (California).
Jueves, 10.15
A partir de los astilleros de Coronado, el océano, de un azul profundo y destellante bajo el sol de la mañana, se extendía hacia el oeste siguiendo la curva de la tierra. Los rascacielos del centro de la ciudad se alzaban blancos al otro lado de la estrecha bahía de San Diego, y los transatlánticos aguardaban como grotescas criaturas de colores en el laberinto de muelles repletos de mástiles.
El tiempo le pareció a Bear Dooley increíblemente benigno, soleado y al mismo tiempo fresco a causa de la brisa marina, de modo que incluso la camisa de franela y la cazadora tejana eran soportables. Mientras se alejaba del aeropuerto en un taxi, se empapó de la belleza de esa colorida y pulcra ciudad, sorprendentemente agradable para tratarse de ese barrio. Pero allí, en aquella estrecha península, la base naval tenía todo el aspecto de una base naval, y los barcos que fondeaban en los muelles privados explicaban con absoluta claridad por qué aquel color había sido bautizado gris plomo.
Un joven oficial uniformado acudió a recibirlo a los muelles. Dooley desconocía el reglamento de la Marina relativo a los uniformes, pero tuvo la impresión de que aquel joven rubio con cara de buena persona ostentaba un rango más alto que la media.
El marinero, mejor dicho marino —Dooley se corrigió a sí mismo, pues probablemente preferían que los llamaran marinos—, le dedicó un saludo formal que Dooley no creyó merecer y que devolvió con torpeza, sin saber tampoco si era lo correcto según el protocolo militar.
—Me llamo Lee Klantze, señor, y soy el segundo comandante del Dallas —se presentó el joven—. Si hace el favor de acompañarme, el capitán Ives le está esperando. Hemos reunido a todos los miembros de la tripulación y los hemos mantenido ocupados aprovisionado el barco y preparándolo para zarpar. Estaremos listos tan pronto como esté usted ubicado.
Los téjanos y la camisa de franela de Dooley contrastaban con el uniforme blanco y de pliegues perfectos del segundo comandante del destructor de la Marina. Sin embargo, Dooley era de los que iban con su personalidad por delante y no permitía que le preocupara su atuendo. Le habían contratado por sus aptitudes, no por su físico.
Aquella mañana se había recortado la barba y afeitado antes de partir apresuradamente hacia el aeropuerto de San Francisco para realizar un breve puente aéreo a lo largo de la costa. Las dos horas anteriores las había pasado volando y en el interior de un taxi que lo había llevado por la destellante ciudad de San Diego hasta la lengua de tierra donde se hallaba la base naval de Coronado.
Luego había perdido media hora peleándose para conseguir papeles y autorizaciones, aun cuando se suponía que todo estaba arreglado. No quería pensar en los problemas que habría tenido de no haber estado todo en orden. Los militares hacían las cosas a su manera y sólo una guerra total podría conseguir que agilizaran sus operaciones.
—¿Ha tenido buen viaje? —preguntó Klantze—. ¿Algún contratiempo aparte de la ineficacia militar al llegar a la base?
—El vuelo no ha estado mal, pero nadie quiere responderme con claridad —repuso Dooley—. ¿Ha llegado el equipo?
—Tengo entendido que llegó anoche, señor —respondió—. Lamento las precauciones extra.
Se puso las gafas de montura metálica. Los cristales se habían oscurecido tanto que Dooley no podía verle los ojos.
El camión con remolque camuflado y blindado de la compañía de transportes había partido al amanecer del día anterior y viajado hacia el sur durante toda la noche por las autopistas gratuitas de California hasta llegar a San Diego. Los conductores iban escoltados por camiones blindados y sin distintivos, y los hombres del convoy tenían órdenes de disparar a matar y no hacer preguntas si algo amenazaba el arma nuclear. A ningún vehículo de la caravana se le permitió detenerse más tiempo que el preciso para ir al lavabo.
Dooley se alegró de no tener que preocuparse de esos contratiempos. Le hubiera gustado que toda la expedición partiera de la base aeronaval de Alameda, situada a poca distancia del instituto Teller. Pero el destructor de la Marina que debía llevarlos al archipiélago Marshall se hallaba fondeado en San Diego. Era más sencillo —y discreto— trasladar a Yunque Brillante y el equipo que a todo un destructor.
Klantze se volvió y se disponía a retirarse cuando miró por encima del hombro repentinamente avergonzado.
—Oh, disculpe, señor… Permítame llevarle la bolsa o el maletín.
—Gracias. —Dooley le entregó la bolsa con todos los compartimientos atestados de ropa para una semana—. Yo llevaré el maletín —añadió.
Y no porque lo llevara esposado a las muñecas como en las películas de espionaje, sino por todos los documentos confidenciales de vital importancia para el proyecto Yunque Brillante que contenía. Estaba cerrado con llave y Dooley no pensaba separarse de él.
—Como quiera, señor.
Echaron a andar por el muelle y pasaron de largo varias vallas de tela metálica y puertas vigiladas por policías militares armados. Unos oscuros tablones de madera cubiertos de una capa de creosota bordeaban el muelle y por el centro discurría una estrecha calle empedrada. Klantze se detuvo en mitad de ésta, sin apartar los ojos de los vehículos oficiales que circulaban por el muelle ocupados en asuntos militares.
Finalmente, Dooley divisó el destructor que habían asignado para el proyecto. La enorme y esbelta embarcación parecía un rascacielos en medio del agua, con torres de control, antenas de radar y parabólicas, aparatos meteorológicos y varias superestructuras que Dooley no supo identificar. A lo largo del muelle se extendían barricadas de tela de saco pintada como alambradas para destacar. Todo era del mismo tono gris: las barandillas, las chimeneas, las jarcias, las escaleras… hasta los largos cañones. Sólo los brillantes salvavidas naranjas colocados cada quince metros a lo largo del casco proporcionaban una nota de color. En las cuatro esquinas del barco ondeaban la bandera de Estados Unidos y las de la Marina.
Dooley se detuvo y recorrió con la vista el buque en toda su extensión. A pesar de su carácter habitualmente huraño, se quedó impresionado.
—Aquí lo tiene, señor Dooley —dijo Klantze.
Se cuadró y empezó a enumerar todos los datos acerca del barco, que parecían motivo de orgullo para él antes que un discurso aprendido de memoria.
—El Dallas, tipo Spruance, construido en 1971. Tiene ciento setenta metros de longitud y funciona con cuatro grupos de turbinas de gas. El capitán cuenta con una pequeña lancha para hacer veloces viajes a la costa. Está armado con toda una serie de misiles tierra-aire, armas antisubmarinas y lanzatorpedos. Esta clase de destructor fue diseñado en principio para la guerra antisubmarina, pero sólo está ligeramente blindado y requiere una tripulación mínima. Por si le interesa, el Dallas es el mejor barco de su clase. Nos llevará a las islas en cualesquiera condiciones meteorológicas.
Dooley miró fijamente al segundo comandante.
—Veo que conoce nuestra misión.
Creía que sólo habrían explicado su misión en el atolón de Enika a unos pocos miembros de la tripulación.
—El capitán Ives me ha puesto al corriente, señor —repuso Klantze esbozando una sonrisa—. Permítame recordarle que soy el segundo comandante. Si mi información es correcta y suponiendo que su artefacto funciona debidamente, nadie de la tripulación a bordo tiene por qué enterarse.
Dooley asintió.
—Supongo que es difícil guardar un secreto a bordo de un barco.
—Tanto como no reparar en un gigantesco hongo atómico.
El segundo comandante lo condujo por una amplia pasarela del tamaño de la rampa de entrada de una autopista, y juntos cruzaron la cubierta y subieron por una escalera metálica al puente de mando, donde le presentó al capitán del Dallas.
—Capitán Ives, le presento al señor Dooley —dijo Klantze después de haber intercambiado saludos con él. Luego hizo un gesto de asentimiento hacia Dooley y añadió—: Le llevaré la bolsa a su camarote, señor. El capitán Ives deseará hablar en privado con usted.
—Así es —repuso el capitán.
Klantze se volvió tan bruscamente como una marioneta mecánica y salió.
—Es un placer conocerle, capitán Ives. Le agradezco su colaboración —respondió Dooley tendiéndole la mano.
El capitán, cuyos brazos tenían músculos de acero, se la estrechó con firmeza. Dooley tuvo la impresión de que era capaz de partir nueces con sólo cerrar el puño.
Ives era un hombre delgado de cincuenta años largos, de la misma estatura que Dooley pero menos fornido. Seguía teniendo el vientre liso como una tabla y se movía con una gracia singular, como si cada gesto fuera esencial. Tenía la barbilla delgada y los ojos grises bajo unas pobladas cejas entrecanas. Un bigote hirsuto le cubría el labio superior y bajo su gorra blanca de capitán asomaba cabello gris. No parecía sudar a causa del calor —tal vez no se lo permitía.
—Seguro que en estos momentos lo que más le preocupa es su delicado equipo, señor Dooley. Permítame asegurarle que todo ha llegado intacto.
—Bien —repuso Dooley con voz cortante. Quería dejar claro desde un principio que era él quien estaba al mando y que sus instrucciones no debían ser cuestionadas—. Si el equipo ha sufrido daños no merece la pena molestarse en ir. ¿Cuándo nos haremos a la vela?
—El Dallas estará listo para zarpar alrededor de las cuatro de la tarde —respondió el capitán Ives—. Pero, como se habrá dado cuenta, este barco no tiene velas.
Dooley parpadeó antes de comprender.
—Oh, es una expresión —replicó con ceño—. ¿Alguna previsión meteorológica o información de última hora que pueda interesarme?
—Hemos recibido una señal cifrada —respondió el capitán—, un informe procedente de uno de los aviones de nuestra estación de seguimiento de Kwajalein. El atolón Enika ha sido confirmado. Nos dirigiremos al archipiélago Marshall a toda máquina, pero aun así tardaremos cinco días.
—¿Cinco días? —repitió Dooley—. Me lo temía.
Ives le dirigió una mirada glacial.
—Esto no es un avión, señor Dooley. Un barco de esta envergadura tarda mucho en cruzar tanta agua.
—Está bien —respondió Dooley—. Supongo que ya lo sabía. ¿Disponemos de satélites meteorológicos? ¿El frente tormentoso se desarrolla según lo previsto?
Ives lo condujo hacia una mesa donde se hallaban extendidos mapas meteorológicos y fotos de satélite. Con un esbelto dedo señaló las nubes que se arremolinaban por encima de las aguas profundas.
—La borrasca tropical está empeorando, tal y como esperábamos. Dentro de unos días adquirirá la fuerza de un huracán y, según nuestros pronósticos, se dirige recta al atolón.
—Bien, bien. —Dooley se inclinó sobre la mesa, frotándose las manos. Aunque era físico e ingeniero, había aprendido mucho de meteorología en los preparativos de esa prueba.
El capitán Ives se acercó y bajó la voz para que los demás miembros de la tripulación no lo oyeran desde sus puestos de comunicaciones o navegación.
—Permítame que le hable sin rodeos, señor Dooley. Ya he expresado a mis superiores mis objeciones acerca del propósito de esta misión. Tengo serias dudas sobre la prudencia de reanudar las pruebas nucleares en tierra, sea donde sea.
Dooley se puso rígido e hizo una pausa para rascarse la barba y permitir que le bajara la presión arterial.
—Es posible que no haya comprendido los motivos, capitán.
—Los comprendo muy bien, mejor de lo que se imagina —replicó Ives—. Ya he presenciado varias explosiones experimentales de bombas de hidrógeno, una de las cuales dudo que usted la conozca siquiera, ya que los resultados fueron secretos.
Dooley arqueó las cejas.
—¿Cuándo ocurrió?
—En los años cincuenta —respondió Ives—. Entonces no era más que un recluta, pero estuve en Eniwetok, en Bikini y hasta en el atolón de Johnston, cerca de Hawai. Trabajé con muchos cerebros que se quedaron absolutamente asombrados de sus propios cálculos, tan seguros estaban de lo que habían inventado. Pero, señor Dooley, en cada ocasión esos inventores de armas tan seguros como usted de sus facultades, se quedaron literalmente helados al ver estallar sus artefactos.
—Estoy impaciente —gruñó Dooley—. Ya conoce sus órdenes. Permítame ocuparme de los preparativos del experimento.
El capitán Ives se cuadró y se apartó de la mesa colocándose bien la gorra en la cabeza.
—Sí, tengo mis órdenes y las cumpliré a pesar de mis reparos… —respondió—. Y uno de ellos es que reniego de todos mis años de navegación al dirigirme deliberadamente hacia un huracán.
Dooley se paseó por el puente de mando con aire de grandeza y mirando distraídamente las pantallas de los anticuados ordenadores y los distintos puestos tácticos. Finalmente se volvió hacia el receloso capitán.
—Necesitamos ese huracán para poder llevar a cabo esta prueba. Déjeme hacer mi trabajo y limítese a impedir que el barco se hunda.