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Cervecería y cafetería Triple Rock, Berkeley (California).

Miércoles, 13.06

Miriel Bremen la llevó a una pequeña cervecería-restaurante situada a unas manzanas de la universidad. Scully cruzó detrás de ella las puertas de cristal y marco de madera, y se encontró en una estancia llena de reservados con mesas de gruesa capa de barniz brillante, y una barra con una hilera de taburetes vacíos. En cuanto entraron dejó de oírse el monótono ruido de fondo de los peatones y del incesante tráfico de las calles. Las paredes estaban cubiertas de letreros metálicos anunciando a antiguos fabricantes de cerveza de los años cuarenta y cincuenta que hacía tiempo habían dejado de existir. En una pizarra colgada encima de la barra con barandilla de latón, se enumeraban cuatro tipos de cervezas de barril. En la pared del fondo, junto a una diana y una mesa de billar, había otra gran pizarra verde en la que recomendaban sándwiches deli, hot dogs, nachos o ensaladas.

—La comida se pide allí —señaló Miriel—. La especialidad de la casa es chile vegetariano, pero la sopa también es muy buena… y, naturalmente, un sándwich es un sándwich. La gente viene aquí por la cerveza. En ninguna parte encontrará una mejor.

Esperó a que Scully dejara su maletín en uno de los reservados alejados de la puerta y le señaló la lista de cervezas de barril.

—¿Qué va a tomar? —preguntó—. La cerveza negra es muy buena.

—Tomaré un té helado —respondió Scully—. Estoy de servicio.

Miriel la miró ceñuda.

—Escuche, agente Scully, la gracia de acudir a una cervecería es probar cerveza decente. No es Budweiser Lite, pero nos lincharán si pedimos té helado.

Scully dudaba que el dueño hiciera tal cosa, pero aquel local le recordaba tanto su época de estudiante que sintió una punzada de dolor. No era aficionada a la cerveza, pero no podía permitirse dejar correr un acercamiento amistoso si quería que Miriel se abriera y respondiera a sus delicadas preguntas.

—Está bien, probaré una de esas cervezas negras. Pero una pequeña… y sólo una.

Miriel forzó una sonrisa.

—Eso es cosa suya. —Se acercó a la barra mientras Scully estudiaba la lista de sándwiches—. Yo tomaré un hot dog y un bol de chile —añadió Miriel—. Supongo que invita Tío Sam.

—No, pago yo —repuso Scully, fijándose en los precios y calculando que podían almorzar por menos de diez dólares entre las dos.

Cuando volvieron a la mesa, Scully se sentó y levantó su jarra de cerveza negra.

—Fíjese, es tan espesa que quedaría pegada a una cuchara —comentó.

Scully bebió un sorbo y se sorprendió de la densidad de la bebida. Sabía muy fuerte, casi como a chocolate. Una auténtica cerveza, no el brebaje ligero y amargo que tomaba muy frío y de lata en los picnics o fiestas de cumpleaños. Arqueó las cejas e hizo un gesto de asentimiento.

Trató de pensar por dónde empezar, pero Miriel se le adelantó. La activista no parecía tener problemas de expresión y se saltó las cortesías y el intercambio de frases banales.

—Bien, permítame que le diga por qué creo que ha venido usted aquí —empezó Miriel Bremen—. Una de dos, o cree que yo o alguien de mi grupo ha causado la muerte de Emil Gregory, o bien se ha hartado de los guías del instituto Teller, la falta de autorizaciones y la imposibilidad de acceder a documentos secretos. Nadie habla y ha acudido a mí creyendo que tengo alguna respuesta.

—Un poco de todo, señorita Bremen —respondió Scully—. He realizado la autopsia del doctor Gregory y no hay duda respecto a las principales heridas que le causaron la muerte. Pero aún no he conseguido determinar cómo se originaron. ¿Con qué pudo encontrarse el doctor Gregory que le causó la muerte?

»Tengo que admitir que su grupo de protesta tiene motivos de sobra para acabar con el doctor Gregory, así que he venido a investigar. También tengo entendido que el doctor Gregory, con quien usted colaboró, participaba en cierto proyecto de armas secreto llamado Yunque Brillante. Pero nadie quiere explicarme de qué se trata. Y aquí está usted, señora Bremen, en la intersección de mis dos líneas de investigación.

—Le diré algo —respondió Miriel Bremen, cogiendo la oscura cerveza y bebiendo un buen sorbo—. Parece un cliché pero en este caso es la pura verdad: no tengo nada que ocultar. Me beneficia explicar a cuanta más gente mejor qué está sucediendo realmente en el instituto Teller. Llevo un año entero tratando de poner fin a sus actividades. Le he traído algunos folletos. —Sacó del bolsillo dos panfletos fotocopiados y doblados que algún voluntario debía de haber diseñado en su ordenador personal.

»Volviendo a mi trabajo en el instituto Teller, era una devota ayudante del Emil Gregory —prosiguió, apoyando su larga barbilla en una mano—. Durante años fue mi mentor y me ayudó en los trapicheos de la oficina, papeleo e informes, de modo que conseguí trabajar de verdad.

»Su imaginación probablemente estará exagerándolo desmesuradamente, pensando que éramos amantes o algo así, pero se equivoca. Emil podría haber sido mi abuelo, y se interesó en mí porque vio que tenía talento y entusiasmo para colaborar con él. Me preparó intensamente y trabajábamos muy bien en equipo.

—Pero tuvieron una especie de riña —señaló Scully.

—En cierto sentido… pero no en el que tal vez esté usted pensando —repuso Miriel. Entonces evitó la pregunta y añadió—: ¿Quiere saber qué es Yunque Brillante? Es un nuevo tipo de explosivo nuclear poco ortodoxo. Hoy en día, a pesar del fin de la guerra fría y los tratados de reducción de armas nucleares, seguimos diseñando nuevas armas. Yunque Brillante es un tipo muy especial de cabeza nuclear que utiliza una tecnología… —Hizo una pausa y miró fijamente las paredes sin verlas, como si tuviera la cabeza en otra parte.

—¿Qué clase de tecnología? —la apremió Scully.

Miriel suspiró y la miró.

—Una tecnología que parece funcionar al margen de las leyes de la física, tal y como yo las conozco… y sé bastante de física, agente Scully. Ignoro cuánta física le enseñaron en sus cursos de instrucción en el FBI, pero…

—Soy licenciada en física —la interrumpió Scully—. Estudié un año aquí en Berkeley antes de trasladarme a la Universidad de Maryland. Escribí mi tesis sobre la paradoja de los gemelos de Einstein.

Miriel abrió los ojos.

—Creo que la he leído. —Vaciló—. Dana Scully, ¿verdad?

Scully asintió, sorprendida, y Miriel se irguió y la miró con cierta reverencia.

—Era muy interesante. Bueno, ahora sé que no es preciso que me exprese en términos sencillos, aunque ojalá pudiera, porque ni yo misma lo entiendo.

»E1 proyecto Yunque Brillante está financiado con fondos poco tradicionales que no aparecen en ningún libro mayor, pequeñas sumas procedentes de otros proyectos para pagar nuevos experimentos, últimas investigaciones, conceptos poco ortodoxos. Yunque Brillante nunca ha aparecido en un presupuesto sometido al Congreso y no podrá averiguar nada al respecto.

»Emil llevaba décadas trabajando en la industria de armas nucleares. Colaboró incluso en la explosión experimental de Trinity de 1945. —Esbozó una sonrisa—. Solía contarnos anécdotas… —Le temblaron los labios unos instantes, pero lo disimuló llevándose a la boca una cucharada de chile vegetariano—. No obstante, había llegado al final de su carrera. Creía que podría ocultárnoslo, pero dudo que gozara de muy buena salud.

—No —confirmó Scully.

Miriel asintió, pero no hizo preguntas.

—Emil quería hacer algo importante para finalizar su carrera con nota alta. Quería dejar atrás un legado, pero todo lo que había hecho en la pasada década era alto secreto.

«Entonces Yunque Brillante le cayó como llovido del cielo. Alguien había realizado la investigación física preliminar y recibimos unos diseños de exóticas fuentes motopropulsoras de alta energía. Ya estaba todo hecho. Los componentes funcionaban. Yo no atinaba a comprender cómo o por qué, pero a Emil eso no le preocupaba. Estaba muy emocionado, pues veía que tal tecnología podía utilizarse para crear una clase de cabeza nuclear esencialmente nueva. Se limitó a aceptarla.

»Yo tuve mis dudas desde el principio, pero me engañé a mí misma. Emil había hecho mucho por mí y ése era nuestro nuevo proyecto. Le ayudé a procesar simulaciones, escenarios que tenían pocas probabilidades de hacerse realidad. Pero cuanto más trabajaba en aquel proyecto, más me horrorizaba. Yunque Brillante era demasiado extraño, no podía explicarse con la física que yo había aprendido en la universidad. La tecnología que conozco no puede hacer lo que hace este artefacto. Algunas partes fueron fabricadas en otro sitio, pero nunca supimos dónde o cómo… sencillamente las recibimos de las oficinas principales de Washington.

Miriel apuró su cerveza. Echó un vistazo al mostrador como para pedir otra, pero en lugar de ello se recostó y miró a Scully, sentada ante ella y muy concentrada en sus palabras. Miriel se inclinó y apoyó los codos en la pulida superficie de la mesa.

—Soy científica de formación. Pero para que yo la comprenda, la ciencia tiene que tener una base. Y Yunque Brillante no tiene ninguna base científica que yo pueda comprender. Es algo tan exótico que no logré concebirlo ni con la imaginación más desaforada. Así que me volví atrás, puse objeciones y me hice muchos enemigos por el camino.

«Entonces, en uno de esos casos de serendipia, acudí a una conferencia en Japón. Sólo por curiosidad me llegué hasta Hiroshima y Nagasaki, ya sabe, el lugar de peregrinación del investigador de armas. Ambas ciudades han sido reconstruidas, pero es como poner maquillaje en una cicatriz. Empecé a averiguar cosas y leí los libros que había evitado hasta entonces, negándome a examinar de cerca mi conciencia.

»¿Sabe qué hicieron en el archipiélago Marshall las explosiones nucleares experimentales de los años cincuenta? ¿Sabe las horribles pruebas que llevaron a cabo en Nevada, en las que mantenían al ganado sujeto a distintas distancias del punto cero a fin de observar los efectos destructivos de la explosión y de la exposición al intenso calor sobre el tejido vivo? ¿Sabe a cuántos isleños del Pacífico evacuaron de sus hogares, destruyendo su existencia pacíficamente idílica en la isla, sólo para que alguien hiciera estallar una gran bomba?

—Sí, lo sé —respondió Scully.

Miriel Bremen apartó el plato, que casi había terminado, y se sacudió la pechera de la camisa.

—Disculpe. Le estoy pegando un sermón. —Le pasó los folletos de Detened Esta Locura Nuclear—. Si quiere más información sobre eso y sobre nosotros, léalos. No le robaré más tiempo. —Se levantó del asiento.

Scully bajó la vista y advirtió que apenas había comido. Miriel Bremen ya había salido por la puerta, antes de que pudiera pensar en la siguiente pregunta inteligente que formularle.

Reflexionando sobre lo que había averiguado, Scully cogió su sándwich y lo comió despacio. Alguien había introducido una moneda en el tocadiscos y empezó a sonar un tema clásico de Bob Seeger que le pareció demasiado estruendoso para la hora del almuerzo.

Terminó apresuradamente de comer y, recogiendo los folletos propagandísticos, salió y regresó al aparcamiento. A Mulder le interesarían todos los detalles, los nuevos avances. Se detuvo en mitad de la acera ante un cubo de la basura mientras un autobús pasaba por su lado expulsando grasientos gases gris azulados. Un monopatín pasó con estrépito, esquivando a los peatones con inquietante precisión.

Scully permaneció de pie, dándose golpecitos en la palma de la mano con los panfletos, a punto de arrojarlos a una papelera. Luego se lo pensó mejor. «Detened esta locura nuclear», rezaba el título. Con el pretexto de que podía considerarlos como prueba, Scully optó por guardárselos en el bolsillo.