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Oficina central de Detened Esta Locura Nuclear, Berkeley (California).

Miércoles, 24.36

Scully subió al coche de alquiler y se dirigió a Berkeley siguiendo las carreteras que tan bien conocía. En estos momentos, sin embargo, tenía la sensación de ser una intrusa en aquel lugar que en otro tiempo había considerado su hogar.

Al bajar por Telegraph Avenue en dirección al campus, Scully advirtió que la universidad seguía básicamente igual. Se alzaba como una isla de cultura ferozmente independiente —la República Popular de Berkeley—, mientras el resto del mundo seguía su camino.

La interminable hilera de locales de pizzas para llevar, galerías de arte de estudiantes, puestos de falafel y tiendas de ropa reciclada la llenaron de nostalgia. Había pasado allí su primer año en la universidad y era allí donde había tenido su primera experiencia de una vida independiente, tomando día a día sus propias decisiones.

Scully observó a los estudiantes, algunos montados en viejas bicicletas y llevando un casco blanco, otros haciendo footing o incluso patinando. Tanto los chicos como las chicas vestían ropas un tanto al margen de la moda y se movían como si cada gesto fuera una declaración de principios. Detrás del volante del coche nuevo —también fuera de lugar—, Scully se sorprendió bajando la vista un tanto avergonzada hacia su conservador conjunto y su maletín.

En sus tiempos de estudiante en Berkeley, Dana Scully y sus amigas solían mofarse del tipo de persona en que ella se había convertido.

Scully aparcó en una rampa pública y al bajar del coche se puso las gafas de sol y estudió las calles para orientarse. Echó a andar, prestando atención a los quioscos que anunciaban los festivales de cine estudiantil, manifestaciones y actos para recaudar fondos.

Un perro negro jadeaba tendido junto al árbol al que le habían atado. A su lado, sobre una manta, había una mujer de cabello largo sentada tras una colección de joyas de bisutería, aunque parecía más interesada en tocar la guitarra que en llamar la atención de posibles compradores. A la puerta de un viejo bloque de pisos, dentro de una caja de cartón, una pila de libros de bolsillo manoseados suplicaba compradores; en el rótulo pegado a la caja se leía: «50 centavos la unidad», y a su lado había una lata de café aguardando aportaciones.

Leyendo los números de la acera, Scully llegó finalmente a la oficina central de Detened Esta Locura Nuclear, situada en un viejo edificio alto que parecía el decorado de un juzgado de una vieja película en blanco y negro. Un restaurante y una cafetería compartían la planta baja del edificio, junto con una amplia biblioteca de ejemplares nuevos y de segunda mano que satisfacía las necesidades de los estudiantes que compraban y vendían sus libros de texto usados, o los hojeaban entre exámenes.

Un breve tramo de escalones de hormigón conducía a un sótano. Junto a la escalera, en un caballete, había un cartel escrito con letras de plantilla que anunciaba el grupo de protesta y el «museo de horrores nucleares».

Scully bajó los escalones y los tacones de sus zapatos resonaron contra el hormigón. El local era la típica oficina provisional de un campus universitario, pensó. Los propietarios de esos viejos edificios se habían especializado en oficinas de alquileres módicos y contratos de corta duración, y utilizaban el espacio sobrante sobre bases improvisadas para campañas políticas, grupos activistas e incluso negocios fantasmas para evitar pagar impuestos alrededor del mes de abril.

En la pared exterior del edificio había un gastado símbolo —tres hojas rodeadas de amarillo intenso— que identificaba el sótano como refugio antinuclear. Scully lo miró fijamente, pensando en la ironía… y experimentando al mismo tiempo una sensación de familiaridad. En sus tiempos de estudiante había estado en muchas ocasiones en lugares como ése.

Abrió de un empujón la puerta del sótano y entró en la oficina central de Detened Esta Locura Nuclear. De pronto se sintió transportada en el tiempo y recordó su juventud, cuando estaba decidida a cambiar el mundo. Incluso el primer año fue buena estudiante, consagrada a sus clases de física y a aprender. Sabía cuánto dinero gastaban sus padres en su educación —buena parte del sueldo de su padre en el ejército—, sólo para darle la oportunidad de ir a una gran universidad. Pero se dejó arrastrar por lo novedoso, por la excitación de una cultura tan diferente de su severa educación, y flirteó con el activismo. Leyó panfletos, escuchó a sus compañeros de estudios hasta altas horas de la noche y se sintió cada vez más preocupada por lo que oía. Creyendo todo lo que leía y discutía, pasó largas noches desvelada en su habitación, pensando en qué podía hacer para cambiar las cosas. Hasta contempló la posibilidad de acudir a una de esas manifestaciones programadas frente al instituto Teller, pero al final había primado su sentido práctico.

Sin embargo, se involucró lo bastante como para mantener discusiones acaloradas —no, decidió no engañarse a sí misma: habían sido auténticas disputas— con su padre, un capitán de la Marina conservador y circunspecto, destinado a la base aeronaval de Alameda. Era una de las primeras cuestiones en que discrepaba con su padre. Eso fue antes de decidir entrar en el FBI, que también contó con la desaprobación de sus progenitores. Scully quería mucho a su padre y le había afectado profundamente su reciente muerte, después de Navidad. Él solía llamarla Starbuck y ella lo llamaba Ahab… pero eso era cosa del pasado. Nunca volvería a verlo.

Sólo llevaba un año en Berkeley, cuando la Marina trasladó a su padre y ella tuvo que matricularse en la Universidad de Maryland. La mayoría de las heridas hacía mucho tiempo que se habían curado y su padre seguramente consideraba su pasajero flirteo con los activistas como un ejemplo de la impetuosidad de la juventud.

Ahora, de pie en el umbral de la oficina central de Detened Esta Locura Nuclear, volvieron a abrirse las heridas. Pero Scully no había acudido allí para unirse al movimiento de protesta. Tenía que investigar una muerte y varías pistas la habían conducido hasta allí.

Al entrar en la pequeña oficina, la mujer de detrás del mostrador se volvió y forzó una sonrisa que se le heló en los labios al reparar en el aire profesional de Scully. A ésta se le encogió el estómago.

La recepcionista era una veinteañera de tez achocolatada y cabello abundante, enmarañado en una confusión de rizos colgantes al estilo de los rastafaris. Llevaba un collar de enormes rectángulos de metal esmaltado, y el holgado vestido que la cubría tenía un deslumbrante estampado geométrico, como una especie de toga tribal swahili, decidió Scully.

Echó un vistazo a la elegante placa —probablemente una pequeña concesión hacia los voluntarios— sobre la mesa que hacía las veces de mostrador. «Becka Thorne». Además de la placa había un listín telefónico, un teléfono, una vieja máquina de escribir y varios panfletos listos para imprimir.

Scully sacó su placa de identidad.

—Agente especial Dana Scully, del FBI. Quisiera hablar con la señora Miriel Bremen.

Becka Thorne alzó la vista.

—Eh… voy a ver si está —respondió con voz poco acogedora.

Scully volvió a sentirse decepcionada. Becka Thorne parecía dudar si mentir o no. Finalmente se levantó y retrocedió hasta las oficinas, el vistoso vestido siseando a cada paso. Desde detrás de las mamparas portátiles llegó el ruido de una máquina fotocopiadora produciendo panfletos como rosquillas.

Mientras esperaba, Scully examinó los pósters y fotografías ampliadas que colgaban de la pared de lo que debía de ser el museo de horrores nucleares anunciado en el cartel del pasillo.

A la altura del techo habían clavado un gran rótulo en grandes letras de matriz de puntos, que rezaba: «Ya tuvimos una guerra nuclear. ¡Debemos detener la próxima!». Las paredes de bloques de hormigón pintadas, adornadas con ampliaciones granuladas en blanco y negro de los terribles hongos nucleares, le recordaron el pasillo de la casa del doctor Gregory. Pero mientras que en ésta habían sido trofeos que ocupaban lugares de honor, allí eran denuncias.

En un póster se enumeraban las distintas pruebas internacionales de bombas atómicas y la cantidad de radiación liberada en cada explosión. A continuación vio un gráfico de varias columnas que mostraban el aumento del cáncer en Estados Unidos atribuible a dicha radiación residual, en particular la contaminación del estroncio 90 en la hierba consumida por las vacas de granja, que pasaba a la leche, la cual era ingerida por los niños con los cereales artificialmente endulzados del desayuno. Las columnas aumentaban de año en año y las cifras eran abrumadoras.

En otro cartel se enumeraban las islas destruidas en el océano Pacífico, con patéticas fotografías de los indígenas de la isla Bikini y del atolón Eniwetok siendo evacuados de esos paraísos por los soldados estadounidenses para llevar a cabo sus pruebas nucleares.

Las evacuaciones se habían realizado a un enorme coste. Durante años los isleños de Bikini habían pedido a Estados Unidos y a las Naciones Unidas que les permitieran volver a su tierra, pero sólo después de que Estados Unidos corriera con los astronómicos gastos de eliminar la radiactividad residual de los arrecifes de coral, playas y selvas.

Recordando las fotografías colgadas de las paredes del doctor Gregory, así como las imágenes de los satélites y las previsiones meteorológicas de su laboratorio, Scully contempló la exposición con gran interés.

En 1971 habían declarado seguro el atolón de Bikini y permitido que regresaran los isleños, pero las pruebas de 1977 demostraron que el atolón seguía liberando peligrosos niveles de radiación y se vieron obligados a evacuarlos nuevamente. Cuando los habitantes del atolón Eniwetok —donde también tuvo lugar una prolongada serie de pruebas de bombas de hidrógeno— regresaron a sus hogares en 1976, se enteraron de que los vertederos de residuos nucleares de las islas seguirían contaminados durante miles de años. A principios de los ochenta se descubrió que los isleños que vivían incluso a 120 kilómetros de distancia del campo de pruebas, presentaban una propensión extraordinariamente elevada a los tumores tiroidales.

Meneando la cabeza, Scully se acercó a la peor parte, la pieza clave del museo: una galería de espeluznantes fotografías que exhibían los restos de las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, y los cadáveres carbonizados por la bola de fuego que hacía medio siglo había incendiado los cielos japoneses. Algunos de estos cadáveres habían resultado incinerados de tal modo que no quedaba nada de ellos salvo las grasientas cenizas negras que salpicaban las paredes de los únicos edificios en pie. Peor aún que los cadáveres eran los supervivientes, llenos de ampollas y supurantes.

Al examinar las fotos, Scully advirtió una inquietante similitud entre aquellos cuerpos y el del doctor Gregory, aniquilado por radiación en su propio laboratorio.

—¿Sí, agente Scully? —dijo una voz seca.

Scully se volvió hacia Miriel Bremen, una mujer alta de cabello castaño y rizado, cortado de modo poco favorecedor. Tenía barbilla alargada y nariz afilada, y sus ojos grises parecían cansados. No era atractiva, pero su porte y voz revelaban inteligencia y sensatez.

—¿Qué hemos hecho ahora? —preguntó Miriel impaciente, sin dejarla hablar—. Empiezo a estar harta de todo este revuelo. Hemos cumplimentado los formularios pertinentes, avisado con antelación y obtenido las autorizaciones correspondientes. ¿Qué demonios ha hecho ahora mi grupo para atraer la atención del FBI?

—No estoy investigando a su grupo, señora Bremen —repuso Scully—, sino la muerte del doctor Emil Gregory, ocurrida hace dos días en el Instituto de Investigaciones Nucleares Teller.

La fría máscara de Miriel Bremen se resquebrajó.

—Oh —exclamó—. Emil… Eso es otra cosa.

Hizo una pausa, apoyándose en la mesa de la recepcionista y respirando hondo. Becka Thorne intentó ayudarla antes de desaparecer furtivamente para atender la fotocopiadora. Miriel miró alrededor como si buscara consuelo en los pósters de las víctimas de Nagasaki y de los isleños de Bikini.

—Podemos hablar si quiere, agente Scully… pero aquí no.