Instituto de Investigaciones Nucleares Teller.
Miércoles, 24.08
Los dos días de frenéticas obras de eliminación de asbesto habían dejado una película blanquecina en el escritorio, cuadernos, terminal de ordenador y teléfono de Bear Dooley.
Con un pañuelo de papel limpió las superficies expuestas, diciéndose que probablemente sólo se trataba de las escamas y el polvillo que desprendían el muro de mampostería y la placa de yeso, nada peligroso. Todas las fibras de asbesto sueltas habían sido cuidadosamente retiradas. Después de todo, los contratistas eran funcionarios del gobierno.
Ese pensamiento volvió a inquietarlo. Quería que le devolvieran su antiguo laboratorio. Detestaba ese despacho provisional. Se sentía como si estuviera acampando en el mismo lugar de trabajo. «Luchando contra las dificultades», lo habría llamado Mark Twain.
Las distracciones lo irritaban. El proyecto Yunque Brillante era demasiado importante para que él y sus colaboradores tuvieran que arreglárselas buenamente mientras se investigaba la muerte del doctor Gregory. ¿Qué tenía eso que ver con los preparativos de la prueba? ¿Quién establecía allí las prioridades, en cualquier caso? El proyecto contaba con un reducido margen de tiempo y las condiciones eran muy precisas, mientras que la investigación de un crimen podía prolongarse indefinidamente, sin tener en cuenta la época del año o las condiciones meteorológicas. «Dejad que termine con Yunque Brillante —pensó—. Los agentes del FBI disponen de todo el tiempo del mundo».
Echó un vistazo a su reloj. Las imágenes del nuevo satélite llevaban diez minutos de retraso. Descolgó el auricular, suspirando disgustado. No era el aparato con los números grabados que tenía en su despacho, y tuvo que revolver en los cajones del escritorio en busca del listín telefónico del instituto y pasar páginas hasta encontrar la extensión de Víctor Ogilvy. Marcó el número mientras se frotaba los dedos y observaba la fina capa de polvo blanco que había recogido. Disgustado, se limpió la mano en los vaqueros.
El teléfono sonó un par de veces antes de que contestaran.
—Víctor, ¿dónde está ese parte meteorológico? —preguntó sin más. A esas alturas su joven ayudante ya debía de haber reconocido su retumbante voz.
—Ya lo tenemos —respondió la voz gangosa del investigador—. Sólo lo estamos verificando por segunda y tercera vez. Creo que esta vez le gustarán.
—Bueno, tráemelas aquí para que pueda verificarlo una cuarta vez —ordenó Dooley—. Todo tiene que salir con exactitud.
—Voy para allá —respondió Víctor.
Dooley se recostó en la crujiente y vieja silla, tratando de encontrar una postura cómoda. El aire acondicionado estaba demasiado alto en aquel viejo cuartel, de modo que no se había quitado la cazadora tejana que llevaba sobre la camisa de franela roja. Con el cabello largo y la poblada barba parecía un montañero.
Su conducta solía intimidar a la gente que lo rodeaba, sobre todo a los que trabajaban para él. Bear Dooley no creía ser un jefe tan severo, siempre que ellos cumplieran con su deber. Si no estaban dispuestos a hacer su trabajo, no deberían haberse molestado en solicitar el puesto. Víctor y los demás ingenieros que llevaban varios años en el equipo de Dooley pensaban que era fácil llevarse bien con él y ganarse su confianza… pero también sabían que si alguna vez le fallaban, más les valía echar a correr.
Fuera en los pasillos, los obreros seguían aporreando las paredes y un plástico lo cubría todo mientras derribaban otra ala del edificio.
La puerta exterior del antiguo cuartel se abrió y el pelirrojo Víctor Ogilvy subió ágilmente por las escaleras y recorrió el pasillo de linóleo hasta la oficina provisional de Dooley. Irrumpió en el interior con el rostro sonrojado y la sonrisa ansiosa de un reportero sobre la pista de una nueva historia. Las gafas de montura metálica se le resbalaban de la nariz.
—Aquí están las impresiones del satélite —dijo.
Extendió los mapas en el despejado escritorio de Dooley y colocó encima una grapadora y unas tijeras para sujetar los enroscados bordes.
—¿Ve los nubarrones de tormenta aquí? Existe una probabilidad del noventa y cinco por ciento de que esta borrasca siga el camino que he marcado con trazos rojos. —Recorrió con el dedo el contorno del Pacífico oeste y dejó atrás el meridiano de cambio de fecha que cruzaba el archipiélago Marshall—. He buscado los puntos donde estallará la tormenta y al parecer hay un blanco perfecto… justo aquí. —El dedo de Víctor tapó por completo un minúsculo punto que parecía un error de imprenta en medio del océano—. ¡Zas!
Dooley bajó la vista.
—El atolón Enika.
—Está en las efemérides —añadió Víctor, señalando con la cabeza la estantería de Dooley.
Éste se echó hacia atrás para coger un grueso libro y sopló el polvo blanco del lomo. Luego pasó las páginas examinando las coordenadas náuticas hasta encontrar la entrada de Enika.
—¡Oh, qué emocionante! —exclamó tras leer la breve descripción—. Una gran roca plana en medio de la nada. No existen fotos recientes, pero parece creada expresamente para nuestros fines. No tiene asentamientos ni historia.
—Nadie advertirá nada allí —corroboró Víctor.
—Déjame ver otra vez esos mapas. —Dooley chasqueó los dedos para que Víctor se apresurara y éste volvió a extender los mapas meteorológicos y señaló las amenazantes nubes que se cernían como un puño cerrado sobre el océano.
—Se han previsto huracanes en las islas vecinas. No hay gran cosa en los alrededores, sólo unos cuantos islotes diseminados, como Kwajalein y Truk. Se encuentra incluso en aguas jurisdiccionales de Estados Unidos.
—¿Y estás seguro de que estallará justo aquí la tormenta? —preguntó Dooley. Ya se había convencido, pero quería que alguien más lo dijera.
Víctor suspiró exasperado.
—¡Fíjese en el tamaño del frente tormentoso! ¿Cómo iba a equivocarme? Falta una semana para que se desate el temporal, lo cual es una eternidad en términos de previsiones meteorológicas, pero no nos deja mucho margen para los preparativos… si decidimos ir, claro. —El joven pelirrojo y delgado retrocedió y arrastró los pies por el suelo como si le urgiera ir al lavabo.
Dooley lo miró dándole a entender que no estaba para tonterías.
—¿Qué quieres decir con si decidimos ir? ¿Acaso hay algo que aconseje lo contrario? Habla sin rodeos.
Víctor se encogió de hombros.
—A simple vista no hay nada, pero la decisión es suya. En ausencia del doctor Gregory, es usted el que ahora mueve los hilos.
Dooley asintió. Sabía muy bien cuándo podía confiar en sus hombres, y ésta era una de esas ocasiones.
—Está bien, empecemos con las llamadas. A partir de este momento se pone en marcha Yunque Brillante. ¡Allá vamos! En primer lugar nos ocuparemos de que el cuerpo de ingenieros vuele hasta Enika y que nuestro destructor nos espere en la base naval de Coronado, listo para zarpar en cuanto lleguemos.
Víctor se apresuró a asentir.
—Ya hemos hecho los trámites con el Departamento de Transportes para el envío. El equipo, los diagnósticos y el artefacto en sí serán enviados con toda urgencia a San Diego. Los están esperando en la base de Coronado.
Dooley asintió. Este tipo de envíos no era una tarea fácil y exigía la autorización de numerosos condados y de la red de carreteras federales, así como de los comités municipales.
—Saca documentos de viaje para todos —ordenó—. Debemos darnos prisa. Yo partiré en el primer barco que salga para Enika. El equipo B de apoyo, en el que irás tú, Víctor, estará listo para partir hacia las islas en un avión de transporte en cuanto todo esté dispuesto.
Víctor tomó numerosas notas que en otro tiempo Bear Dooley hubiera tratado de descifrar en vano. Parecía al borde de un ataque a causa de la excitación.
—¡Vamos, no hay tiempo que perder! —exclamó Dooley.
El joven ayudante se dirigía presuroso a la puerta cuando Dooley lo llamó. Se volvió, parpadeando con la boca entreabierta y el aire de sabiondo que le conferían las gafas.
—¡No olvides meter el bañador en la maleta!
Víctor se echó a reír y desapareció por el pasillo.
Dooley volvió a examinar los mapas y previsiones meteorológicas, y en su rostro apareció un amago de sonrisa. Por fin, después de mucho tiempo, se disponían a dar un nuevo paso. Y una vez que las cosas se pusieran en marcha no podrían echarse atrás.
Por otra parte, no lamentaba alejarse de esos entrometidos agentes del FBI. Tenía trabajo que hacer.