Residencia Gregory Pleasanton (California).
Miércoles, 10.28
La llave encajaba en la cerradura, pero aun así Mulder llamó y apenas si abrió una ranura la puerta antes de asomar la cabeza.
—Ding dong, Avon llama —dijo.
La casa de Emil Gregory lo recibió con un absoluto silencio.
A su lado, Scully apretó los labios.
—No debería haber nadie aquí, Mulder. El doctor Gregory vivía solo. —Abrió el dosier que había estado sosteniendo contra la chaqueta de su traje azul marino—. Según este informe, su esposa murió de leucemia hace seis años.
Mulder meneó la cabeza con el entrecejo fruncido. Pensó en el cáncer terminal que Scully había descubierto la tarde anterior, al hacer la autopsia del cadáver de Gregory.
—¿Ya no muere nadie tranquilamente en la cama en la tercera edad?
Los dos vacilaron en el umbral de la fría y polvorienta casa que se hallaba al final de un callejón sin salida. La arquitectura del edificio parecía fuera de lugar, con sus esquinas redondeadas y sus arcadas que recordaban una mansión de adobe del sudoeste. A ambos lados de la puerta principal había baldosas de colores, y una parra se enroscaba en torno a una glorieta que daba sombra al porche.
Tras unos segundos de espera, Mulder abrió la puerta. Una vez en el vestíbulo, echaron a andar sobre unas grandes baldosas de terracota y bajaron dos escalones hasta la planta principal.
Aunque Gregory había muerto apenas hacía un día y medio, el lugar ya tenía un aire abandonado de casa encantada.
—Es asombroso lo rápido que se instala esta atmósfera opresiva —comentó Mulder.
—Salta a la vista que era soltero —señaló Scully.
Mulder miró alrededor y no vio un desorden particular en la casa. De hecho, le recordó el estado en que se hallaba su propio apartamento la mayoría de las veces. Se preguntó si Scully le tomaba el pelo.
La estancia principal contenía el mobiliario habitual —sofá, canapé, televisor, cadena de música—, pero no parecía haber sido utilizado muy a menudo. En la mesilla de centro colocada frente al sofá, una pila de revistas viejas asomaba bajo una docena de informes técnicos que llevaban el logotipo del Instituto de Investigaciones Nucleares Teller, y otros de los laboratorios de Los Álamos y Lawrence Livermore.
Las paredes, en tonos pálidos, tenían el aspecto liso y suave de la arcilla, y en los huecos alrededor de la chimenea había expuesta una colección de chucherías. En los estantes había cazuelas pintadas anasazi y varios vistosos amuletos para ahuyentar los malos espíritus decoraban las paredes. De la repisa de la chimenea colgaba una guirnalda hecha de pimientos rojos secos.
Toda la casa poseía un aire mejicano, pero Mulder tenía la impresión de que la decoración había sido obra de la difunta esposa del viejo doctor Gregory, y que éste no había tenido ánimos ni incentivo para redecorarlo a su manera.
—Después de perder a su esposa, el doctor Gregory no parecía tener ningún interés aparte de su trabajo —señaló Scully, consultando de nuevo el dosier—. Según este informe, pidió dos meses de excedencia para ocuparse del funeral y demás… pero al parecer no sabía qué hacer consigo mismo. Desde su reincorporación al trabajo en el instituto Teller, su expediente está lleno de elogios. Al parecer se consagró a la investigación con total abandono. Era su vida entera.
—¿Algún dato sobre qué investigaba? —preguntó Mulder.
—Dado que era un proyecto secreto, no se especifica.
—La historia de siempre.
En la cocina, Scully encontró varios frascos de analgésicos obtenibles sólo con receta. Los agitó y estudió las etiquetas. Algunos estaban medio vacíos.
—Tomaba bastante medicación… analgésicos y narcóticos —señaló—. El dolor del cáncer debía de ser terrible. No tengo aquí su historial médico, pero sin duda sabía que sólo le quedaban unos meses de vida.
—Sin embargo seguía yendo cada día a trabajar —repuso Mulder—. Eso sí es dedicación.
Vagó por la casa vacía, no muy seguro de qué buscaba. Cruzó la sala de estar y recorrió el pasillo lateral que conducía a los dormitorios de la parte trasera y al despacho. En esta parte de la casa, el estilo de decoración era completamente diferente.
De las paredes colgaban fotos enmarcadas, siguiendo un orden fortuito que sugería la imagen de un hombre con martillo y clavos, pero sin la paciencia ni las ganas de utilizar una regla o un nivel. Al parecer el doctor Gregory las colgaba a medida que las iba coleccionando, sin orden ni concierto.
Cada imagen era diferente, pero con un sorprendente elemento en común: la repetitiva furia de enormes hongos atómicos y estallidos nucleares, uno detrás de otro, algunos más potentes que otros. Mulder distinguió detrás de algunas explosiones un fondo desértico, mientras que otras exhibían el océano y destructores de la Marina. Los científicos, identificables por sus camisas de algodón y gafas de montura negra, sonreían a la cámara junto a oficiales militares y otros hombres uniformados.
—¡Y pensar que hay quien colecciona fotos de Elvis vestido de terciopelo negro! —comentó Mulder, estudiando los hongos atómicos.
Scully se detuvo a su lado.
—Reconozco algunas de estas imágenes —comentó—. Son las típicas fotos. Ésas son de las detonaciones experimentales de bombas de hidrógeno realizadas en el archipiélago Marshall a mediados de los años cincuenta. Esas otras creo que son de las explosiones realizadas en el polígono de pruebas de Nevada, del proyecto Plowshare. —Se quedó mirando fijamente las fotos.
Mulder la observó y se sorprendió de su expresión consternada.
—¿Ocurre algo?
Ella negó con la cabeza, colocándose detrás de la oreja un mechón de cabello castaño claro.
—No… no es nada. Sólo recordaba que, según su expediente, el doctor Gregory trabajaba en artillería nuclear desde los tiempos del proyecto Manhattan. Estuvo presente en la explosión experimental de Trinity, luego trabajó en Los Álamos, y participó en muchas de las detonaciones de bombas H de los años cincuenta.
Mulder miró fijamente lo que parecía el hongo más grande, una enorme erupción de agua, fuego y humo que se elevaba sobre el océano. Parecía como si toda una pequeña isla se hubiera volatilizado. Al pie de la fotografía, escrito a mano, se leía: «Castillo Bravo».
—Debió de ser todo un espectáculo —comentó él.
Scully lo miró sorprendida.
—No creo que me gustara verlo —replicó.
Él se atusó apresuradamente el cabello.
—No lo decía en serio.
Leyó los extraños nombres garabateados en cada una de las fotos. Habían sido escritos con bolígrafos diferentes, pero por la misma mano. Algunos se habían borrado con los años; otros habían conservado mejor el color.
—Sawtooth. Mike. Bikini Baker. Greenhouse. Ivy. Rayos X Sandstone.
—¿Qué es esto, una clase de código? —preguntó Mulder.
Scully negó con la cabeza.
—No, eran los nombres de las pruebas de distintos tipos de bombas. A cada una le ponían un nombre disparatado. Las pruebas en sí no eran un secreto, sólo los detalles acerca del artefacto, la hora, el rendimiento estimado y el ensamblaje del núcleo. A toda una serie de explosiones realizadas bajo tierra en Nevada las bautizaron como las «ciudades fantasma de California». Para otra serie recurrieron a nombres de quesos.
—Menuda pandilla de tipos extraños.
Mulder dejó atrás la galería de fotos y entró en el espacioso y desordenado despacho de Gregory. A pesar de la cantidad de papeles, notas y libros esparcidos en varios montones por la habitación, intuyó que el doctor Gregory era capaz de encontrar cualquier cosa en el acto. El gabinete o despacho era como un santuario en su propia casa, y a pesar de la colocación aparentemente fortuita de toda la parafernalia, a lo largo de los años el viejo científico debía de haber impuesto un orden.
Viendo las ideas inmaduras garabateadas en blocs amarillentos, Mulder se conmovió al pensar en aquella vida repentinamente interrumpida. Era como si un cineasta aficionado hubiera dejado en PAUSE una cámara de vídeo mientras el doctor Emil Gregory desaparecía del escenario, dejando todos los accesorios tal y como estaban.
Mulder examinó con detenimiento las notas, papeles e informes técnicos. Reparó en un montón de folletos a todo color sobre viajes a varias islas del Pacífico. Algunos eran vistosos, realizados por profesionales, mientras que otros parecían hechos de un modo precario por gente que no sabía muy bien lo que se hacía.
—No esperarías encontrar nada aquí, ¿verdad? —dijo Scully—. Es poco probable que el doctor Gregory se llevara a casa algún documento comprometedor.
—Es posible —corroboró Mulder—, pero se formó en los tiempos del proyecto Manhattan. Entonces la seguridad era un poco más laxa que ahora, ya que todos trabajaban en el mismo bando contra los malos.
—Y aquí estamos, construyendo todavía bombas para luchar contra los malos… sólo que ya no estamos tan seguros de quién son —se apresuró a añadir Scully.
Mulder la miró de soslayo, arqueando las cejas.
—¿Debo tomarlo como una reflexión, agente Scully?
Ella no respondió. En lugar de ello recogió del suelo un certificado enmarcado y lo dejó en uno de los estantes bajos. Mulder vio en la pared el clavo desnudo del que había colgado.
—Me pregunto quién lo habrá descolgado —comentó ella, ladeándolo para mostrárselo.
Se trataba de un folio procedente de una impresora láser, con un logotipo diseñado mediante un tratamiento de textos corriente; parecía una broma, pero que había llevado mucho tiempo a su autor. En el centro aparecía una estilizada campana con el badajo asomando por debajo. En la parte superior habían dibujado el círculo del símbolo universal «No» y debajo se leía: «El prestigioso premio NO-BELL[1], concedido al doctor Emil Gregory por el personal del proyecto Yunque Brillante».
—Premio NO-BELL… —murmuró Mulder con un gruñido—. Lo extraño es que Bear Dooley, el número uno del doctor Gregory, me aseguró ayer mismo con vehemencia que el proyecto Yunque Brillante no existía. ¿Quién firma el certificado?
Scully bajó la vista.
—Miriel Bremen, la mujer que trabajaba para Gregory antes de convertirse en una radical activista.
—¡Ah! —exclamó Mulder—. Creo que ha llegado el momento de hablar con Miriel Bremen. La sede del grupo de protesta está en Berkeley, ¿verdad? No queda lejos de aquí.
Scully asintió, preocupada.
—Me gustaría hablar con ella a solas, Mulder —respondió, sorprendiéndolo.
—¿Algún motivo en particular para darme la tarde libre?
Ella negó con la cabeza.
—Un viejo asunto, Mulder. No tiene nada que ver con el caso.
Mulder asintió. La conocía lo bastante bien como para saber que no debía presionarla cuando no quería revelar lo que le preocupaba. Confiaba en que lo haría a su debido tiempo.