Instituto de Investigaciones Nucleares Teller.
Martes, 15.50
Con la chapa de visitante prendida al cuello de la camisa, Mulder se sentía como un vendedor ambulante.
Siguió el mapa del instituto Teller en que Rosabeth Carrera había marcado con un círculo el edificio donde habían instalado provisionalmente al equipo del doctor Gregory.
Finalmente encontró el edificio, un antiguo y destartalado cuartel de dos pisos, con los cristales de las ventanas tan viejos que empezaban a rajarse. Los marcos de las puertas y ventanas estaban pintados de un color amarillento, putrefacto, que le recordó los lápices número 2 que repartían en su instituto para los exámenes oficiales. Las paredes exteriores se hallaban revestidas de un compuesto de guijarros que formaba láminas flexibles superpuestas en un diseño repetitivo y que parecían las alas de una monstruosa y gigantesca polilla imitante.
—¡Qué despachos más acogedores! —murmuró Mulder.
Por el folleto que había cogido en la oficina de pases, se había enterado de que el instituto Teller ocupaba el solar de un viejo depósito de armas del ejército. Tras echar un vistazo al cuartel, decidió que se trataba de una de las pocas estructuras que se había mantenido en pie, mientras que las demás eran demolidas y sustituidas por edificios de oficinas modulares prefabricados.
Trató de imaginar a qué miembros habían relegado a esos lúgubres despachos: directores de proyectos interrumpidos tras perder batallas presupuestarias, nuevos empleados que esperaban sus autorizaciones o personal administrativo que no precisaba de los laboratorios de alta tecnología de los investigadores nucleares. Por lo visto, el proyecto del doctor Gregory había perdido prestigio.
Mulder subió penosamente las viejas escaleras de madera y abrió de un empujón la puerta, que quedó por un instante atascada. Entró, listo para mostrar el pase y la placa del FBI, a pesar de que Rosabeth Carrera le había asegurado que aquella parte del centro estaba abierta a los visitantes con autorización. El edificio se hallaba dentro del área acordonada y era, por lo tanto, inaccesible al público general, pero en ninguna de esas oficinas podían realizarse tareas secretas.
El pasillo estaba desierto. Mulder sólo vio una pequeña cocina con una cafetera y una gran jarra de plástico llena de agua en una nevera portátil. Colgado de la pared había un letrero realizado con impresora láser en papel de color salmón, y Mulder vio otras cuantas copias a cada lado del pasillo, en las puertas y en los tableros de anuncios.
Naturalmente, las fechas escritas a mano en la línea en blanco coincidían con las que pensaban permanecer en el área.
Debajo, en letras sofisticadas, como si alguien se hubiera hecho el listo y cambiado las fuentes de su tratamiento de textos, se leía: «Rogamos disculpen las molestias».
Mulder recorrió el breve pasillo de la cocina hasta llegar a la intersección con el corredor principal de las oficinas. El techo crujió y al levantar la vista reparó en las placas de insonorización manchadas de humedad que colgaban precariamente de una estructura suspendida alrededor de las luces fluorescentes. Siguió oyéndose ruido de pasos en la segunda planta y las viejas vigas, gimieron cansinamente.
Se detuvo al final del pasillo. Toda el área a su izquierda se hallaba cubierta por un plástico, como si llevaran a cabo misteriosas actividades de preservación. Los obreros, vestidos con monos y llevando pesadas máscaras de oxígeno, acarreaban listones y arrancaban la placa de yeso de las paredes detrás de la cortina de plástico traslúcido. Otros utilizaban ruidosos aspiradores de alta potencia para recoger el polvo que levantaban. El cordón amarillo impedía seguir avanzado por el pasillo y de la frágil barricada colgaba otro rótulo escrito a mano.
Mulder echó un vistazo a la pequeña nota amarilla donde se leía el número de la oficina provisional de Bear Dooley.
—Espero que no esté allí —dijo, mirando hacia la zona de obras de eliminación de asbesto.
Giró a la derecha y comprobó el número de las puertas, la mayoría de ellas cerradas y no necesariamente porque las oficinas estuvieran vacías, sino porque no podían trabajar con tanto estruendo.
Siguió los números corredor abajo, escuchando a los obreros dar estruendosos golpes para extraer el viejo aislante de asbesto contaminado que iba a ser reemplazado por los nuevos materiales aprobados. Décadas atrás el aislante de asbesto se había considerado perfectamente seguro. Pero debido a las nuevas normas de seguridad, los obreros parecían estar causando un problema aún mayor. Para solucionar el problema habían derribado el interior del edificio, gastando una enorme suma del dinero de los contribuyentes, y probablemente liberando muchas más fibras de asbesto rotas que las que jamás se habrían liberado en la vida natural del edificio.
Se preguntó si, una década o dos más adelante, alguien decidiría que el nuevo material también era peligroso y se repetiría todo el proceso.
Mulder recordó un chiste que apareció en el viejo Saturday Night Life y que, espatarrado en el sofá un sábado a altas horas de la noche, le pareció muy divertido. El comentarista de actualidades del fin de semana anunciaba orgulloso que los científicos habían descubierto por fin que el cáncer era causado en realidad… ¡por las ratas blancas de laboratorio!
Pero ahora el chiste no le parecía ni la mitad de gracioso. Se preguntó qué tal debía de irle a Scully con su autopsia del cadáver del doctor Gregory.
Finalmente llegó a la puerta entornada y cubierta de numerosas capas de espesa pintura marrón de la oficina de Bear Dooley. En el interior de la lúgubre habitación, un hombre fornido vestido con cazadora tejana, camisa de franela y vaqueros, apilaba cajas sobre un alto fichero negro y clasificaba los objetos que había recogido apresuradamente de su vieja oficina.
Mulder llamó a la puerta con los nudillos y la abrió un poco más.
—Disculpe, ¿es usted el doctor Dooley?
El hombre, ancho de espaldas, se volvió hacia él. Tenía el cabello largo y castaño rojizo, y una poblada barba como de alambre de cobre, salvo por un llamativo mechón blanco en el lado izquierdo que parecía leche derramada. La máscara de oxígeno le cubría la boca y la nariz.
—¡Póngase la máscara! ¿Está loco? —exclamó.
Se acercó con aire pomposo al destartalado escritorio provisional y, abriendo el cajón derecho, sacó un paquete de máscaras filtros. Con sus carnosas manos rasgó el plástico y le lanzó una a Mulder.
—Ustedes, los tipos del FBI, se creen muy listos… Pensé que se le ocurriría tomar unas simples precauciones…
Mulder se ató tímidamente la máscara y respiró a través de ella, que olía a papel. Luego sacó la chapa de identidad y la abrió para mostrarle la foto.
—Bear Dooley, supongo. ¿Cómo sabía que soy del FBI?
El hombre corpulento dejó escapar una carcajada.
—¿Bromea? Con americana y corbata sólo puede ser del Departamento de Energía o del FBI… y tras la extraña muerte del doctor Gregory supuse que era un agente. Nos dijeron que los esperáramos y colaboráramos.
—Es muy amable —repuso Mulder, entrando y sentándose junto al atestado escritorio, sin esperar la invitación—. De momento sólo tengo unas pocas preguntas. Procuraré no extenderme. Estamos aún al principio de nuestra investigación.
Dooley reanudó la tarea de vaciar sus pertenencias de las cajas de cartón, introducir dosieres en los cajones del fichero y arrojar lápices y libretas en el cajón del centro del escritorio.
—Antes que nada —prosiguió Mulder—, ¿podría hablarme del proyecto en que estaban trabajando usted y el doctor Gregory?
—No —respondió Bear Dooley, volviéndole la espalda para sacar unas fotos enmarcadas y lo que parecían impresiones de satélites meteorológicos, informes técnicos y previsiones de las temperaturas oceánicas—. No puedo hablar de ello. Es confidencial.
—Entiendo —repuso Mulder—. ¿Y se le ocurre de qué forma secreta parte de este proyecto pudo volverse contra Gregory y matarlo?
—No —respondió Dooley.
Mulder tuvo la impresión de que Bear Dooley solía ser huraño con los recién llegados —que no soportaba a los necios— pero que en ese momento estaba especialmente distraído. Tal vez estaba muy abrumado al encontrarse de pronto a cargo del proyecto. Mulder observó los movimientos del ingeniero y escuchó sus abruptas respuestas. Trató de recomponer el escenario donde Dooley, en su afán por convertirse en una figura importante, trazaría un plan para matar al verdadero cabeza del proyecto y disponer por lo tanto todo para convertirse en el sucesor obvio…
Pero no parecía verosímil. Dooley no parecía disfrutar de la situación.
—Tal vez sea preferible que nos movamos en terreno más seguro. ¿Cuánto tiempo lleva trabajando para el doctor Gregory? —preguntó Mulder.
Dooley se detuvo y se rascó la cabeza.
—Cuatro o cinco años, supongo. La mayor parte del tiempo de técnico. Entonces creía que trabajaba mucho, pero ahora tengo trabajo hasta las cejas.
—¿Cuánto tiempo hace que es subdirector del proyecto?
Esta vez Dooley respondió con mayor rapidez.
—Once meses, desde que desertó Miriel.
Fuera en el pasillo se oyó el estruendo de una sierra, seguido de un desagradable gañido. El ruido de unas tuberías al caer y de placas de yeso y maderas al estrellarse en el suelo vino acompañado de una breve retahíla de maldiciones y una carrera de esfuerzos frenéticos por controlar el peligroso asbesto. Mulder pensó en el taladro del dentista y se le encogió el estómago.
—¿Qué son todas estas imágenes aéreas, mapas y previsiones meteorológicas de las islas de los mares del Sur? —preguntó.
Dooley se encogió de hombros y vaciló unos instantes mientras improvisaba una explicación.
—Es posible que me tome unas vacaciones… y me aleje de todo, ya sabe. Además, son del Pacífico oeste y no de los mares del Sur.
—Es extraño. El doctor Gregory tenía unas fotos parecidas en su oficina.
—Puede que acudiéramos a la misma agencia de viajes —respondió Dooley.
Mulder se inclinó hacia él. Le costaba tomar en serio un interrogatorio llevando ambos esas absurdas máscaras. Le ardían las mejillas y los labios a causa de su propia respiración, y su voz sonaba apagada.
—Hábleme de Yunque Brillante.
—Nunca he oído ese nombre —replicó Dooley crispado.
—Sí lo ha oído.
—No tiene autorización para investigar —respondió Dooley.
—Tengo la del FBI —repuso Mulder.
—El FBI no significa nada para mí, agente Mulder —replicó Dooley—. He firmado papeles y asistido a la sesión de instrucciones, y sé cómo ha sido clasificado mi trabajo. A diferencia de otros ayudantes del doctor Gregory, me tomo en serio los votos que hago. —Dooley señaló a Mulder con un dedo—. Tal vez no se haya dado cuenta, pero usted y yo estamos en el mismo bando. Yo también lucho por este país haciendo lo que nuestro gobierno juzga necesario. Si busca un charlatán, ¿por qué no va a ver a Miriel Bremen a la oficina central de Detened Esta Locura Nuclear? Encontrará la dirección en cualquiera de los miles de panfletos que anoche dejaron esparcidos por las alcantarillas y a lo largo de la cerca. Hable con ella y luego arréstela por divulgar información sobre la seguridad nacional.
»De hecho, tiene un montón de preguntas que hacerle. Se encontraba en los alrededores del laboratorio cuando Emil Gregory murió, y tenía un montón de motivos para querer echar por la borda nuestro proyecto.
Mulder lo miró con severidad.
—Continúe.
Bear Dooley se ruborizó mientras el antiguo resentimiento emergía a la superficie.
—Ella y los demás manifestantes permanecieron todo el tiempo allí fuera y amenazaron con no detenerse ante nada (nada, si es usted capaz de captar las claras implicaciones del término) en su propósito de sabotear nuestro trabajo. Miriel sabría cómo hacerlo, pues trabajó mucho tiempo aquí. Tal vez fue ella quien colocó algo en la oficina de Gregory. Tal vez sea ella quien está detrás de todo este asunto.
—Lo averiguaremos —respondió Mulder.
Dooley dejó en el escritorio una pesada caja llena de artículos de oficina y colocó los lápices, bolígrafos y tijeras junto a la grapadora y el celo.
—Tengo mucho que hacer, agente Mulder. Ya estaba hasta el cuello de responsabilidades y ahora es aún peor. Y por si fuera poco, me han echado de mi confortable oficina y me encuentro encerrado en este maldito agujero de un viejo cuartel donde no puedo sacar ninguno de mis papeles secretos.
Al acercarse a la puerta, Mulder recordó algo.
—He advertido que han retirado varios informes y papeles de la oficina del doctor Gregory. Interceptar pruebas del lugar del crimen es un delito grave. Usted no tiene nada que ver con ello, ¿verdad?
Bear Dooley vació los últimos objetos de la caja de cartón, luego la dejó boca abajo en el suelo y se dedicó a pisotearla.
—Todos los informes de nuestro proyecto son documentos de difusión secreta, agente Mulder… numerados y asignados a un usuario específico. Algunos de los informes del doctor Gregory eran únicos. Tal vez los necesitábamos para nuestro trabajo. Nuestro proyecto tiene prioridad.
—¿Sobre una investigación de asesinato? ¿Quién lo dice?
—Pregunte al Departamento de Energía. Puede que no le hablen mucho del proyecto, pero le aclararán este punto.
—Parece muy convencido —repuso Mulder.
—Como solía decir mi ex novia, la confianza en mí mismo no es precisamente uno de mis puntos débiles —replicó Dooley.
Mulder insistió en el asunto.
—¿Puede darme una lista de los documentos que ha retirado de la oficina del doctor Gregory?
—No —respondió Dooley—. Son secretos.
Mulder mantuvo la calma. Introdujo la mano en el bolsillo y sacó una de sus tarjetas.
—Éste es el número de la oficina principal del Bureau. Si se le ocurre algo que decirme, puede ponerse en contacto conmigo a través del sistema telefónico federal desde aquí mismo, o llamarme a mi teléfono celular.
—Por supuesto.
Dooley aceptó la tarjeta y abrió distraído el cajón del medio del escritorio que ya estaba atestado de lápices, reglas, chinchetas, sujetapapeles y otros objetos. Dejó caer la tarjeta dentro, donde probablemente jamás sería capaz de volverla a encontrar, en caso de que quisiera. Y Mulder no le dio la impresión de que quisiera hacerlo.
—Gracias por su tiempo, doctor Dooley —dijo.
—Señor Dooley —corrigió el ingeniero, luego bajó la voz y añadió—: No terminé el doctorado. Estaba demasiado ocupado trabajando para preocuparme de tales cosas.
—Le dejo con su proyecto —repuso Mulder.
Y salió al pasillo, donde los obreros seguían arrancando capas de material contaminado tras las finas cortinas de plástico.