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Base aérea de Vandenberg, California.

Refugio subterráneo de control de misiles balísticos.

Martes, 15.45

Una aburrida rutina enterrada en un cubo de la basura que alguien llamaba oficina. Cierta misión.

En otro tiempo el capitán Franklin Mesta había considerado divertido lanzar misiles desde una fortaleza subterránea con los mandos del Armagedón nuclear en su poder. Tecleabas las coordenadas, hacías girar llaves… y tenías el destino del mundo en tus manos, a la espera de una mera orden de lanzamiento.

En realidad parecía más bien una solitaria prisión, sólo que sin la privacidad de la soledad.

Confinado en una pequeña celda, Mesta contaba únicamente con la compañía de un colega escogido al azar y con quien tenía muy poco en común. Cuarenta y ocho horas seguidas sin ver la luz del día, sin oír el viento o el mar, sin estirar los músculos o hacer una buena tanda de ejercicios… ¿Qué sentido tenía que te destinaran a la costa central de California si tenías que permanecer debajo de una roca? Podría haber estado perfectamente en Minot, Dakota del Norte. Los refugios subterráneos se parecían mucho entre sí. Todos habían sido diseñados por el mismo decorador interiorista, sin duda contratado por el gobierno por el precio más módico.

Tal vez debería haber solicitado un cargo en el departamento de desactivación de armas explosivas. Al menos allí cabía la posibilidad de que ocurriera algo inesperado y emocionante.

Se volvió en su asiento para mirar a su compañero, el capitán Greg Louis, sentado fuera del alcance de la mano en una silla de cuero sintético rojo idéntica a la suya. Las sillas se hallaban montadas sobre unos raíles de hierro que mantenían a los dos artilleros de misiles en un mismo ángulo. Las normas establecían que permanecieran todo el tiempo en sus asientos.

Un espejo redondo situado en la esquina entre ambos les permitía mirarse a los ojos, pero el contacto físico no era posible. El capitán Mesta suponía que se habían dado casos en que los artilleros de misiles enloquecían y trataban de estrangularse mutuamente al final de un prolongado turno.

—¿Qué tiempo crees que hace fuera? —preguntó Mesta.

El capitán Louis escribía concentrado en una libreta, haciendo cálculos. Absorto, levantó la vista y miró a Mesta en el espejo redondo. A pesar de que el rostro inexpresivo, los ojos saltones y los labios gruesos de Louis le daban un aire estúpido, Mesta sabía que era un número uno en matemáticas.

—¿Quieres que llame? —preguntó Louis—. Pueden enviarnos un informe completo por fax.

Mesta negó con la cabeza y recorrió con la vista los viejos tableros de mandos metálicos. Habían sido pintados de gris plomo, o aún peor, de verde mar, con diales de plástico negro que sonaban a hueco y lectores numéricos análogos; tecnología de los primeros tiempos de la guerra fría.

—No, simple curiosidad —repuso con un suspiro. Louis podía llegar a ser muy literal—. ¿Qué estás calculando ahora?

—A partir del área proyectada de esta cámara y de la profundidad en que nos encontramos con respecto a la superficie, calculo el volumen del material de un cilindro situado encima de nosotros —explicó dejando a un lado el lápiz—. A continuación utilizaré la densidad media de la roca para calcular la masa. Cuando lo tenga, sabremos exactamente cuánta roca hay sobre nuestras cabezas.

—¡Estás como un cencerro! —gruñó Mesta—. Eres un caso clínico.

—Sólo trato de distraerme. ¿No sientes curiosidad?

—La verdad, no.

Mesta hizo deslizar la silla por los raíles del suelo, a fin de verificar otra terminal que había examinado apenas cinco minutos antes. Las condiciones seguían siendo las mismas. Luego echó un vistazo al pesado teléfono negro de su puesto.

—Creo que voy a llamar para pedir permiso para ir al lavabo —comentó.

En realidad no necesitaba ir, pero era algo con que entretenerse. Además, para cuando llegara la respuesta de sus superiores ya tendría la vejiga llena.

—Adelante —respondió Louis, concentrado de nuevo en sus cálculos.

Detrás de una gruesa cortina roja que les proporcionaba un mínimo de intimidad —y un mínimo espacio para estirarse—, había un sencillo camastro que estaban autorizados a utilizar por turnos. Mesta calculó que podía permanecer despierto un rato más.

De pronto sonó el teléfono rojo y los dos hombres se transformaron en el acto en auténticos profesionales, alertas y atentos, y empezaron a actuar de acuerdo con el programa que les habían inculcado. Se sabían muy bien los ejercicios y se tomaban en serio cada alarma.

Mesta atendió el teléfono.

—Capitán Franklin Mesta al habla. Listos para verificación de código.

Aferrando la carpeta negra de tres anillas, hojeó las páginas plastificadas en busca de la fecha y la contraseña. La voz monótona, aguda y asexuada al otro lado de la línea enumeró con tono seco y preciso:

—Tango Zulú Diez Trece Rayo Alfa.

Mesta siguió los dígitos con el dedo al tiempo que los repetía por el auricular.

—Tango Zulú Uno Cero Tres Rayo Alfa. Verificado. Número dos, ¿conforme?

Frente a un teléfono idéntico, el capitán Louis estudiaba su carpeta de tres aros.

—Conforme —respondió—. Listo para recibir información sobre el blanco.

Mesta habló por el microteléfono.

—Estamos listos para introducir coordenadas.

Mesta sintió que el corazón le latía con fuerza y la adrenalina le corría por las venas, aunque sabía que se trataba de una simple práctica. Ésa era la estrategia del ejército para impedir que sus hombres enloquecieran de aburrimiento: hacerles ensayar los ejercicios rutinarios con regularidad y realizar continuamente prácticas de disparo con los misiles alojados en los distintos silos de Vándenberg.

Además de proporcionarles un buen entrenamiento y aliviar el aburrimiento, Mesta sabía que esos continuos ejercicios habían sido concebidos para habituar a los artilleros de misiles a seguir las instrucciones sin pensarlo dos veces. Sepultados bajo toneladas de roca, según los cálculos de Louis, los dos colegas se hallaban tan aislados que nunca sabían si se preparaban para un ataque real o sólo practicaban, y eso era precisamente lo que querían sus superiores.

Pero tan pronto como aparecieron en pantalla las coordenadas y los dos capitanes las marcaron en los discos numéricos, Mesta comprendió que el ataque no podía ser real.

—Eso está en el Pacífico oeste, en alguna parte del archipiélago Marshall —dijo. Echó un vistazo al mapamundi con los bordes enroscados por el paso del tiempo, colgado de la pared metálica—. ¿Vamos a atacar la isla Gilligan o qué?

El capitán Louis respondió conciso y sensatamente:

—Probablemente siguiendo la nueva postura no amenazadora del gobierno. A los rusos no les gusta que finjamos siquiera que los apuntamos.

Mesta tecleó la secuencia «blanco verificado», meneando la cabeza.

—Al parecer alguien quiere unos cuantos cocos radiactivos.

Sin embargo, la mera posibilidad de un ataque real, de la irreversible provocación de una guerra nuclear, bastaba para que le viniera un sudor frío, tanto si se trataba de un ensayo como si no.

—¡Listo para inserción de llave! —exclamó Louis.

Mesta se apresuró a abrir su sobre para sacar la llave metálica que colgaba de una cadena de plástico.

—¡Listo para inserción de llave! —repitió—. ¡Tres, dos, uno… introducir llaves!

Los dos hombres insertaron en las ranuras las llaves metálicas, luego soltaron simultáneamente un suspiro de alivio.

—Emocionante, ¿no? —comentó Mesta, abandonando su aire de profesional.

Louis parpadeó y lo miró de un modo extraño. Ahora todo dependía del puesto de mando, donde otra persona uniformada ensamblaría el misil y desbloquearía la cabeza nuclear, el extremo cónico de las bombas atómicas. Cada componente de los múltiples vehículos de reingreso de dirección independiente, multiplicaba por cien la conmoción causada por las bombas de Hiroshima o Nagasaki.

—Procedan a la rotación de la llave —dijo la voz al otro lado de la línea.

Mesta aferró con dedos húmedos de sudor el extremo redondo de su llave insertada en la ranura. Levantó la vista hacia el espejo redondo y vio que el capitán Louis había hecho lo propio y esperaba a que él diera la orden. Mesta empezó la breve cuenta atrás y al llegar a «uno» hicieron girar las llaves.

Las luces se apagaron y salieron chispas de los viejos paneles de control, transistores y condensadores sobrecargados.

—¡Eh! —exclamó Mesta—. ¿Qué broma es ésta?

A pesar de su jactancia, de pronto le invadió un miedo cerval al verse atrapado en la más absoluta oscuridad, enterrado en una cueva metálica sumida en la negrura. Le pareció sentir el peso de cada roca que el capitán Louis había calculado que tenían sobre sus cabezas y se alegró de que su compañero no pudiera ver la expresión de su rostro.

—Busca los mandos de emergencia —se oyó la voz de Louis, misteriosamente incorpórea en la oscuridad. Habló con un tono fingidamente sereno y profesional, pero con una nota discordante que lo delataba.

—¿Dónde están? —preguntó Mesta—. Conecta la corriente.

A su mente acudieron imágenes de asfixia y muerte. Sin corriente se agotaría el aire, y no podrían establecer contacto ni pedir una evacuación de emergencia.

¿Y si el ataque había sido real y habían borrado Estados Unidos del mapa en un incendio nuclear? ¡Imposible!

—¡Enciende las malditas luces! —exclamó Mesta.

—Aquí están. No hay tiempo para un autodiagnóstico. —De pronto Louis aulló de dolor—. ¡Ah! ¡Los mandos están ardiendo! Me he frito la mano.

Mesta vio la silueta de los paneles de mando cuando de los estantes metálicos emanó un intenso resplandor rojo, como el quemador de una estufa. De nuevo salieron chispas de las máquinas y otro resplandor, más brillante, se filtró por las planchas metálicas de la pared.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó Mesta.

—El teléfono no funciona —respondió Louis, enloquecedoramente sereno de nuevo.

Mesta se volvió, sudoroso y jadeante.

—Hace tanto calor que parece que estemos en un microondas gigante.

Las junturas de las planchas metálicas de las paredes se separaron y los remaches saltaron como proyectiles hacia el otro extremo de la cámara cerrada, rebotaron e hicieron añicos los cristales de los paneles de mandos. Una luz deslumbrante entró a raudales y los dos hombres empezaron a gritar.

—¡Pero si estamos bajo tierra! —jadeó Louis—. Fuera debería haber sólo roca.

Mesta intentó levantarse y echar a correr hacia la escalera de emergencia, o al menos hacia el ascensor, pero las correas y cinturones lo mantenían sujeto a la incómoda silla. De pronto empezó a salir humo de la tapicería.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó Louis—. ¿No oyes voces fuera?

Por las grietas de las paredes entraban luz y calor, como una explosión cegadora procedente del centro del sol. Lo último que el capitán Mesta oyó fue un furioso bramido semejante a un torbellino vengativo.

Las junturas de las paredes se abrieron en el preciso instante en que la última barrera se desintegraba y una gigantesca ola de fuego radiactivo caía sobre ellos y los sepultaba.