Instituto de Investigaciones Nucleares Teller.
Martes, 10.13
El guardia jurado salió de una pequeña caseta prefabricada, situada justo fuera de la alambrada que cercaba el enorme centro de investigación. Echó un vistazo a los papeles de Fox Mulder y la placa de identidad del FBI, luego le hizo señas para que acercara el coche de alquiler a la oficina de pases situada al otro lado de la verja.
En el asiento del pasajero se hallaba Dana Scully, muy erguida. Ésta pidió a las células de su cuerpo que le proporcionaran más energía y la mantuvieran alerta. Odiaba coger vuelos nocturnos, sobre todo desde la costa Este. Llevaban horas en el avión y aún tenían por delante otra hora en coche desde el aeropuerto de San Francisco. Había descansado mal en el gran avión, logrando sólo dar una breve cabezada en lugar de dormir profundamente.
—A veces desearía que ocurrieran más casos cerca de casa —comentó, sin hablar en serio.
Mulder la miró con una sonrisa de conmiseración.
—Mira el lado bueno, Scully. Conozco un montón de agentes sedentarios que envidian nuestro emocionante estilo de vida de la jet set. Con el tiempo llegas a ver mundo, mientras que ellos no ven más allá de sus oficinas.
—Supongo que nadie está contento con su suerte… —repuso Scully—. Sin embargo, si algún día me tomo unas vacaciones, creo que me quedaré en casa y leeré un libro.
Scully era hija de un marino. Al igual que sus dos hermanos y su hermana, de niña se había visto obligada a cambiar de raíces cada vez que la Marina destinaba a su padre a una base o barco diferente. Nunca se había quejado y siempre había respetado las obligaciones de su padre como para cumplir con su papel, pero jamás se le había ocurrido pensar que, cuando se tratara de su propia carrera, acabaría escogiendo algo que le exigiría viajar tan a menudo.
Mulder condujo el coche hasta la puerta de una pequeña oficina blanca apartada del grupo de edificios del interior de la cerca. La oficina de pases parecía relativamente nueva y había sido construida en el estilo de arquitectura de líneas nítidas pero frágil que a Scully le recordaba una casa de juguete.
Mulder aparcó el coche y alargó la mano hacia el asiento trasero para recoger su maletín. Scully se miró brevemente en el espejo del retrovisor del lado del pasajero. Comprobó el rouge de sus gruesos labios y la sombra de sus grandes ojos azules, y se arregló el cabello castaño rojizo. A pesar del cansancio, tenía buen aspecto.
Mulder bajó del coche, se estiró la americana y se ajustó la corbata granate. Después de todo, los agentes del FBI tenían que parecer aptos para el papel.
—Necesito otro café —comentó Scully, bajando del coche después de él—. Quiero estar absolutamente segura de poder centrar toda mi atención en los detalles de un caso lo bastante insólito como para hacernos recorrer tres mil millas por el país.
Mulder le sostuvo la puerta de cristal para que entrara a la oficina de pases.
—¿Quieres decir que el brebaje del avión no satisfacía tus exigentes requisitos?
Ella lo premió arqueando las cejas.
—Digamos que no he oído muchos casos de azafatas que se hallan retirado para montar un negocio propio de café exprés.
Mulder se mesó su cabello oscuro y crespado para cerciorarse de que al menos la mayor parte de los mechones estaban en su sitio. Luego entró detrás de ella en el edificio exageradamente refrigerado. El interior consistía en una espaciosa y abierta estancia, un largo mostrador que servía de barricada a unas cuantas oficinas traseras, y varias casetas con televisores y vídeos.
Había una hilera de asientos acolchados de color azul delante de una pared de cristales tintados para filtrar el brillante sol de California, a pesar de que ciertas partes de la moderna alfombra de tweed marrón herrumbroso parecían desgastadas. Varios obreros de la construcción vestidos con monos hacían cola frente al mostrador, con el casco bajo el brazo y formularios rosas doblados en la mano. Uno a uno, iban entregando los papeles a las recepcionistas, quienes comprobaban su identidad y cambiaban los formularios rosas por permisos de trabajo temporales.
En un cartel colgado de la pared aparecía una lista de todos los objetos no permitidos en el interior del Instituto de Investigaciones Nucleares Teller: cámaras de fotos, armas de fuego, drogas, alcohol, magnetófonos portátiles, catalejos. Scully hojeó la lista. Aquellos objetos le recordaban sus años en la oficina del FBI.
—Iré a ver si entramos —comentó, sacando del bolsillo de su traje verde oscuro un pequeño cuaderno.
Se puso a la cola detrás de varios hombres corpulentos con monos manchados de pintura y tuvo la impresión de ir excesivamente bien vestida. Otra secretaria abrió una ventanilla en un extremo del mostrador e indicó a Scully que se acercara.
—Supongo que parezco fuera de lugar —comentó, mostrándole su placa de identidad—. Soy la agente especial Dana Scully y mi compañero es el agente Fox Mulder. Tenemos una cita con… —consultó su cuaderno— la representante del Departamento de Energía, la señora Rosabeth Carrera. Nos está esperando.
La recepcionista se ajustó las gafas de montura dorada y revolvió varios papeles. A continuación tecleó el nombre de Scully en su ordenador.
—Sí, aquí está usted. Permiso especial concedido. Todavía tendrán que escoltarlos a todas partes hasta que llegue la autorización oficial, pero de momento les entregaremos unos pases para que puedan acceder a ciertas áreas.
Scully arqueó las cejas, manteniendo la serena compostura de persona acostumbrada al trato con el público.
—¿Es realmente necesario? El agente Mulder y yo contamos con la autorización del FBI. Podría…
—Sus permisos del FBI no tienen relevancia aquí, señora Scully —repuso la mujer—. Se encuentra en un centro del Departamento de Energía y ni siquiera reconocemos los de Defensa. Cada uno realiza sus propias investigaciones y no se hablan entre sí.
—¿Eficiencia gubernamental? —preguntó Scully.
—Más bien los dólares de sus impuestos. Alégrese de no ser empleada de Correos —repuso la mujer—. ¡A saber la cantidad de trámites que realizan ellos!
Mulder se detuvo junto a Scully y le entregó una taza de café turbio y amargo que había servido de un termo que había encima de una mesa apartada y cubierta de ostentosos informes técnicos y folletos del Instituto de Investigaciones Nucleares Teller sobre la maravillosa tarea que el laboratorio de investigación y desarrollo hacía en pro de la humanidad.
—He pagado diez centavos por él —comentó señalando la taza para donativos— y apuesto a que los vale. Con nata y sin azúcar.
Scully lo probó.
—Sabe como si llevara dentro de ese termo desde el proyecto Manhattan —repuso ella, pero tomó otro sorbo para demostrar a Mulder que le agradecía el gesto.
—Imagínate que es un buen vino, perfectamente madurado.
La recepcionista volvió al mostrador y entregó a Mulder y Scully una chapa plastificada.
—Llévenla todo el tiempo encima y asegúrense de que se ve bien. Y aquí tienen —añadió, entregándole a cada uno un rectángulo de plástico azul que contenía lo que parecía un trozo de película y un chip de ordenador—. Sus dosímetros de radiación. Engánchenlos a las chapas y no se separen nunca de él.
—¿Dosímetros de radiación? —preguntó Scully con tono sereno—. ¿Hay algún motivo para preocuparse?
—Sólo es una precaución, agente Scully. Debe comprender que nos encontramos en un centro de investigaciones nucleares. Nuestro vídeo de presentación responderá a todas sus preguntas. Por favor, síganme.
Dejó a Scully y Mulder en uno de los pequeños cubículos, sentados frente a un pequeño televisor. Introdujo el vídeo y lo encendió, luego regresó al mostrador para llamar a Rosabeth Carrera. Mulder se echó hacia adelante y observó con atención la pantalla en blanco antes de que empezara la cinta.
—¿Qué crees que pondrán, dibujos animados o un preestreno?
—¿Crees que resultarían divertidos unos dibujos animados concebidos por el gobierno? —preguntó ella.
Mulder se encogió de hombros.
—A algunas personas les parece gracioso Jerry Lewis.
El vídeo duró sólo cuatro minutos. Se trataba de una descripción embellecida del instituto Teller, con un alegre narrador que explicaba brevemente qué era la radiación y qué podía hacer por ti y para ti. El programa hacia hincapié en los usos médicos y aplicaciones experimentales de los isótopos exóticos, repetía las precauciones tomadas por el instituto, y comparaba los niveles de radiación que podrías recibir realizando un único vuelo por el país o viviendo un año en una ciudad de gran altitud como Denver. Después de un último gráfico de brillantes colores, la alegre voz les deseó una visita agradable y segura en el Instituto de Investigaciones Nucleares Teller.
—El corazón empieza a latirme con fuerza —dijo él, rebobinando la cinta.
Volvieron juntos a la recepción, donde la mayoría de los obreros ya había cruzado la cerca para ocupar sus puestos de trabajo.
Mulder y Scully no tuvieron que esperar mucho antes de que una menuda mujer hispana irrumpiera por las puertas de cristal. Reconoció a los dos agentes del FBI y se acercó a ellos, rebosante de energía y deseos de conocerlos. Scully la midió al instante tal y como le habían enseñado a hacer en la academia de Quantico, reuniendo datos hasta formarse una primera opinión de una persona. La mujer estrechó apresuradamente la mano a los dos agentes del FBI.
—Me llamo Rosabeth Carrera y soy uno de los representantes del Departamento de Energía en el instituto —se presentó—. Les agradezco que hayan venido con tanta prontitud. Se trata de una emergencia.
Llevaba una falda a la altura de la rodilla y una blusa de seda escarlata que hacía resaltar su tez oscura. Tenía los labios gruesos y los ponía de relieve con carmín. Se había recogido su abundante cabello castaño oscuro hacia atrás con varios pasadores dorados y le caía por la espalda en una cascada de bucles. Tenía la figura de una gimnasta y rebosaba tal entusiasmo que no era en absoluto el tipo de burócrata seca que Scully esperaba encontrar. Ésta reparó en la expresión de Mulder, que miraba asombrado a esa mujer de ojos muy oscuros.
—Los he reconocido en el acto —comentó Carrera echándose a reír—. Esto es California y aquí los únicos que llevan traje de pingüino son la gente de la costa Este y unos cuantos altos directivos.
Scully parpadeó.
—¿Traje de pingüino?
—De etiqueta. En el instituto Teller se respira una atmósfera informal. La mayoría de nuestros investigadores es de California o Los Álamos, Nuevo México. Chaqueta y corbata son algo insólito aquí.
—Siempre he sabido que soy especial —comentó Mulder—. Debería haberme puesto la corbata de surf.
—Si son tan amables de seguirme —pidió Carrera—, los conduciré al interior del instituto y al lugar del… accidente. Hemos dejado todo como lo encontramos hace dieciocho horas. Es tan extraño que queríamos que lo vieran tal cual. Iremos en mi coche.
Scully y Mulder la siguieron hasta un Ford Fairmont azul pálido con matrícula del gobierno. Mulder reparó en la mirada de su colega y dio unos pasos con la espalda erguida. Trajes de pingüino.
—Aquí dejamos las puertas sin cerrar —continuó Carrera, señalando las portezuelas del coche al tiempo que se acomodaba en el interior—. Se supone que nadie quiere robar un coche del gobierno. —Mulder se deslizó en el asiento trasero mientras Scully se sentaba al lado de la representante del Departamento de Energía.
—¿Podría darnos más detalles del caso, señora Carrera? —preguntó—. Nos sacaron de la cama muy temprano y nos enviaron aquí sin ponernos en antecedentes. La única información que se nos ha facilitado es que un importante investigador nuclear ha muerto en su laboratorio, víctima de un extraño accidente.
Carrera condujo el coche hacia la entrada. Mostró el pase y entregó el papel que permitiría a Scully y Mulder ir más allá de la cerca. Una vez recibió los papeles refrendados, se puso en camino mordiéndose el labio inferior como si reflexionara.
—Ésa es la versión que hemos dado a la prensa, aunque no creo que se sostenga mucho tiempo. Hay demasiados interrogantes… pero no quisiera predisponerlos antes de que lo vean con sus propios ojos.
—No hay duda de que sabe crear suspense —comentó Mulder desde el asiento trasero.
Rosabeth Carrera no apartó los ojos del camino mientras dejaban atrás rulots y construcciones provisionales, así como un edificio destartalado con revestimiento exterior de madera que recordaba un viejo cuartel militar, hasta que finalmente se dirigieron a los edificios más nuevos que se habían construido con los generosos presupuestos de Defensa de la administración Reagan.
—Era de cajón que llamáramos al FBI —continuó Carrera—. Seguramente se trata de un crimen… y tal vez un asesinato… y dado que se ha cometido en una propiedad federal es competencia del FBI.
—Podría haber recurrido a la oficina local —señaló Scully.
—Los llamamos —respondió Carrera—. Anoche vino a echar un vistazo uno de los agentes locales, un tal Craig Kreident. ¿Lo conocen?
Mulder se llevó la mano a los labios mientras consultaba su excelente memoria.
—El agente Kreident —repitió—. Creo que está especializado en delitos de alta tecnología.
—Exacto —repuso Carrera—. Pero después de echar una mirada dijo que no era competencia suya. Que parecía más bien un expediente X… ésas fueron sus palabras… y que probablemente era un trabajo para usted, el agente Mulder. ¿Qué es un expediente X?
—Es asombroso cuánto hace la fama por ti —murmuró Mulder.
Scully respondió:
—Es el término general que se aplica a las investigaciones relacionadas con algún fenómeno extraño e inexplicable. El Bureau tiene muchos expedientes de casos sin resolver que se remontan a los tiempos de J. Edgar Hoover. Los dos hemos tenido muchas… experiencias investigando casos insólitos.
Carrera aparcó frente a unos enormes laboratorios y bajó del coche.
—Entonces creo que se han cruzado con uno más en su camino.
Carrera los condujo a paso ligero hasta la segunda planta. Los tristes y resonantes pasillos, iluminados por luces fluorescentes, recordaron a Scully un instituto. Uno de los tubos del techo parpadeaba y Scully se preguntó cuánto hacía que necesitaba ser reemplazado.
De las paredes de bloques de hormigón colgaban tablones de corcho llenos de anuncios y avisos. En unas fichas escritas a mano se anunciaban propiedades en alquiler, pisos para compartir en Hawai y coches en venta; una en concreto ofrecía «un equipo de escalador de rocas poco usado». Los consabidos carteles para concienciar a la gente de las medidas de seguridad parecían vestigios de la Segunda Guerra Mundial, aunque Scully no vio ninguno en el que se previniera de posibles espías.
Más adelante el pasillo había sido cortado. Como el Instituto de Investigaciones Nucleares Teller no podía permitirse parapetar el lugar del crimen, se habían contentado con acordonar la zona con una cinta amarilla en la que se leía «Obras». A cada lado del pasillo se hallaba apostado un guardia de seguridad, algo incómodo en la tarea que le habían encomendado. Carrera no tuvo que decir nada para que uno de ellos se hiciera a un lado y la dejara pasar.
—No te preocupes, ya queda menos —lo animó—. Los reemplazos están al llegar.
Luego indicó a Mulder y Scully que la siguieran y se escabulló por debajo de la estrecha cinta amarilla.
Scully se preguntó por qué los guardias parecían tan preocupados. ¿Se debía simplemente a estar demasiado cerca del lugar de un posible asesinato? Probablemente habían investigado muy pocos delitos en su vida, y ninguno tan violento como un asesinato. Aún no habían retirado el cadáver, lo que debía parecerles muy extraño.
Corredor abajo, al otro lado de la cinta amarilla, todas las oficinas se hallaban desiertas, aunque los ordenadores y los estantes llenos demostraban que eran utilizados. ¿Por colaboradores del doctor Emil Gregory? En ese caso, tendrían que interrogarlos. Estaba claro que habían trasladado a todos los empleados mientras investigaban el accidente.
Sin embargo, la puerta de una oficina se hallaba cerrada y acordonada. Rosabeth Carrera se detuvo al lado y se quitó la chapa plastificada de la que colgaba un dosímetro y un llavero. Buscó la llave con el número correcto y la introdujo en la cerradura.
—Echen una mirada —dijo, abriendo la puerta de un empujón y apartando simultáneamente el rostro—. Tienen dos minutos.
Scully y Mulder permanecieron en el umbral y miraron el interior. Parecía como si una bomba incendiaria hubiera estallado en el laboratorio del doctor Gregory. Todas las superficies habían quedado chamuscadas a causa de una exposición a un calor intensísimo y breve, que había enroscado sin llegar a prender los extremos de los papeles del tablón de anuncios de Gregory. Las cuatro terminales de su ordenador se habían fundido y los pesados tubos de rayos catódicos de las pantallas se habían torcido como la mirada estrábica de un cadáver. Hasta los escritorios de metal se habían combado y hundido por el centro.
La pizarra blanca se había vuelto negra y el acabado de esmalte estaba oscuro y lleno de ampollas, pero entre el hollín seguían distinguiéndose los trazos de colores de las ecuaciones y palabras garabateadas.
Scully vio el cadáver de Gregory contra la pared del fondo. El anciano investigador de armas se había convertido en un espantajo terriblemente chamuscado. Tenía los brazos y las piernas dobladas a causa de la contracción muscular bajo el intenso calor, como un insecto rociado de veneno que se retuerce al morir. Por la piel y el torcido rictus del rostro parecía haber sido víctima de una lluvia de napalm.
Mulder observó la habitación en ruinas, mientras Scully se concentraba en el cadáver, con la boca entreabierta y la mezcla de horror humano y espíritu analítico que experimentaba al inspeccionar el escenario de un crimen. El único modo de vencer la repugnancia era obtener respuestas. Dio un paso adelante.
Sin embargo, justo antes de poner un pie en la habitación Carrera le puso una mano firme en el hombro.
—Aún no —dijo—. No pueden entrar allí.
Mulder la miró con severidad, como si acabaran de tirarle de la correa.
—¿Cómo vamos a investigar el crimen si no podemos entrar?
Scully comprendió que el interés de su colega ya se había despertado. Por lo que parecía a primera vista, iba a resultar difícil hallar una explicación simple y racional de lo ocurrido en aquel laboratorio.
—Excesiva radiación residual —explicó Carrera—. Necesitan un traje antirradiactivo para entrar.
Scully se llevó una mano al dosímetro en un acto reflejo y se apartó de la puerta.
—Pero en el vídeo de presentación afirmaban que no había niveles de radiación peligrosos en ningún laboratorio. ¿Se trataba sólo de propaganda gubernamental?
Carrera cerró de nuevo la puerta y premió a Scully con una sonrisa tolerante.
—No; es la verdad… en circunstancias normales. Pero como puede ver, en el laboratorio del doctor Gregory no son normales. Nadie puede explicarlo… al menos de momento. No debería haber habido material radiactivo aquí, pero hemos descubierto que los niveles de radiación residual en las paredes y el equipo son elevados.
»Pero no se preocupen, el pasillo está resguardado por estas gruesas paredes de hormigón. No hay de qué preocuparse, siempre que se mantengan alejados. Pero necesitarán realizar un examen más minucioso. Les dejaremos continuar su investigación. Vamos. —Dio media vuelta y echó a andar por el pasillo—. Y les proporcionaremos el equipo adecuado.