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Instituto de Investigaciones Nucleares Teller, Pleasanton (California).

Lunes, 16.03

A pesar de los gruesos cristales de las ventanas del laboratorio, el anciano oía las voces de los manifestantes antinucleares procedentes de la calle: cantando, salmodiando, gritando… Siempre luchando contra el futuro, tratando de detener el progreso. Más que enfurecerlo, le dejaban perplejo. Década tras década las consignas seguían siendo las mismas. Los radicales no aprenderían jamás.

Se llevó la mano a la chapa plastificada que llevaba prendida en la bata. En la foto, de cinco años atrás y peor calidad que la de un pasaporte, aparecía con expresión hosca. En la oficina de pases rara vez repetían las fotos, y éstas nunca se parecían al sujeto en cuestión, al menos en las cinco últimas décadas, desde sus tiempos de técnico de quinta fila en el proyecto Manhattan. En medio siglo, y especialmente durante los últimos años, su rostro se había vuelto más enjuto y arrugado.

Su cabello gris metálico, o el poco que le quedaba, había adquirido un tono amarillento poco saludable. Pero seguía teniendo los ojos brillantes e inquisitivos, fascinados ante los misterios ocultos en los oscuros rincones del universo.

La chapa lo identificaba como Emil Gregory a secas. Él no era como muchos de sus colegas más jóvenes, que insistían en añadir un título adecuado: doctor Emil Gregory; Emil Gregory, catedrático, o incluso Emil Gregory, director de proyecto. Había pasado demasiado tiempo en la relajada atmósfera de Nuevo México y California para preocuparse de tales formalidades. Sólo los científicos cuyo trabajo estaba en tela de juicio se inquietaban por trivialidades como ésa. El doctor Gregory se hallaba al final de una larga y exitosa carrera, y se había ganado un nombre entre sus colegas.

Debido a que gran parte de su trabajo se había desarrollado en secreto, su nombre no aparecía en los libros de historia. Sin embargo, aunque la gente no hubiese oído hablar de él, sus aportaciones a la ciencia habían sido sin duda vitales.

Su antigua ayudante y excelente discípula, Miriel Bremen, estaba al corriente de su investigación, pero le había vuelto la espalda. De hecho, probablemente en esos momentos se encontraba en la calle, agitando una pancarta y entonando consignas con los demás manifestantes. Ella los había organizado. Siempre se le había dado bien organizar grupos ingobernables de gente.

Fuera, llegaron otros tres coches de los servicios de seguridad para mantener un último y difícil enfrentamiento con los manifestantes, que caminaban de acá para allá ante la verja, obstruyendo la circulación. De los coches bajaron guardias de seguridad uniformados. Cerraron de golpe las portezuelas y permanecieron de pie con los hombros cuadrados, tratando de intimidar a la muchedumbre. Pero en realidad nada podían hacer, porque los manifestantes no habían violado ninguna ley. En la parte trasera de uno de los coches oficiales blancos ladró un pastor alemán a través de la tela metálica de la ventanilla; era un perro entrenado para rastrear drogas y explosivos, no un animal de combate, pero sus fuertes ladridos sin duda pusieron nerviosos a los manifestantes.

El doctor Gregory decidió hacer caso omiso de las distracciones procedentes de la calle. Moviendo despacio y dolorosamente su cuerpo de setenta y dos años —cuya garantía había expirado recientemente, según solía decir él—, volvió a sus simulaciones. Los manifestantes y los guardias ya podían continuar con sus payasadas el resto de la tarde y parte de la noche. Encendió la radio para ahogar el ruido de la calle y concentrarse, aunque de hecho no tenía por qué preocuparse de los cálculos. Los superordenadores hacían la mayor parte del trabajo.

La estridente radio portátil escondida entre los papeles y libros técnicos de su estantería nunca había logrado sintonizar más de una emisora a través de las gruesas paredes de hormigón pese a la antena hecha con sujetapapeles que había colocado en el marco metálico de la ventana. Por fortuna, esa única emisora de AM solía poner viejos éxitos que él asociaba a tiempos más felices. En ese preciso instante Simon y Garfunkel cantaban Mrs. Robinson, y el doctor Gregory se unió a ellos.

Los monitores en color de los cuatro terminales de trabajo de su superordenador exhibían el progreso de sus simulaciones hidrocifradas simultáneas. Los ordenadores trabajaban sin descanso durante los numerosos experimentos virtuales que tenían lugar en su imaginación de circuito integrado, clasificando los billones de iteraciones sin necesidad de que el doctor Gregory pulsara un solo interruptor o conectara un generador.

Sin embargo, el doctor Gregory seguía poniéndose su bata blanca; sin ella no se sentía como un auténtico científico. Vestido con cómodas ropas de calle y aporreando todo el día el teclado del ordenador, habría parecido un simple contable en lugar de un respetado investigador nuclear de uno de los laboratorios de diseño de armas más grandes del país.

En un edificio aparte del área cercada del laboratorio, los potentes superordenadores Cray III procesaban datos para las complejas simulaciones de una futura explosión nuclear experimental. Estaban estudiando intrincados modelos hidrodinámicos nucleares —explosiones atómicas imaginarias— del nuevo y radical concepto de cabeza nuclear al que Gregory había dedicado los últimos cuatro años de su carrera: el Yunque Brillante.

A causa del reducido presupuesto y de la intermitencia de los tratados políticos relativos a las pruebas nucleares, tales simulaciones hidrodinámicas eran en aquellos momentos la única forma de estudiar ciertos efectos secundarios y analizar las formaciones de frentes tormentosos y los tipos de lluvia radiactiva. Las explosiones atómicas en tierra estaban prohibidas desde el tratado internacional de 1963, pero el doctor Gregory y sus superiores creían que podían obtener éxito con el proyecto Yunque Brillante… si las condiciones eran óptimas. Y el Departamento de Energía estaba ansioso de ver cómo todo salía bien.

Se acercó a la siguiente pantalla de simulación y observó los contornos borrosos, las ondas de presión, los gráficos de temperatura en una escala de nanosegundos. Ya podía intuir lo increíble que iba ser la explosión.

El escritorio estaba cubierto de informes y comunicados secretos, y de las hojas que iba arrojando la impresora láser que compartía con los demás miembros del equipo de Yunque Brillante. El subdirector del proyecto, Bear Dooley, enviaba continuamente partes meteorológicos y fotografías tomadas vía satélite, y marcaba con rotulador rojo las zonas interesantes. La foto más reciente mostraba una gran borrasca circular que se cernía sobre el Pacífico central como leche arremolinándose antes de desaparecer por el desagüe, lo que causó gran excitación a Dooley.

«¡Se avecina una tormenta! —había garabateado en la nota adhesiva que había pegado a la fotografía—. ¡Nuestro mejor candidato hasta ahora!».

El doctor Gregory se vio obligado a corroborar tal afirmación, pero no podía dar el siguiente paso hasta que finalizara la última serie de simulaciones. A pesar de que ya habían ensamblado a Yunque Brillante salvo su núcleo fisible, Gregory evitó el camino fácil. La precaución era esencial.

Silbó Georgie Girl mientras los ordenadores simulaban ondas de destrucción masiva. En la calle alguien hizo sonar una bocina en señal de apoyo a los manifestantes, o sencillamente irritado y tratando de dejarlos atrás. Gregory pensaba quedarse hasta tarde, por lo que los manifestantes —cansados y satisfechos de sí mismos— ya se habrían marchado cuando se encaminara hacia su coche.

Le traía sin cuidado las horas extra que hacía en el laboratorio, ya que la investigación era lo único que conservaba de su vida real. Si se marchara a casa, seguramente también se pondría a trabajar en su silencioso y vacío hogar, rodeado de fotos de las bombas de hidrógeno arrojadas sobre las islas en los años cincuenta o de las explosiones atómicas realizadas en el polígono de pruebas de Nevada. Pero en su laboratorio tenía acceso a mejores ordenadores, de modo que seguiría trabajando durante la hora de comer. En la nevera del pasillo tenía un sándwich, pero en los últimos meses su apetito se había vuelto impredecible.

En otro tiempo Miriel Bremen se habría quedado con él. Miriel era una joven física, inteligente e imaginativa, que miraba al científico de más edad con una especie de temor reverencial. Tenía mucho talento, facilidad para los números e intuición para percibir efectos secundarios, y su dedicación y ambición la habían convertido en la compañera de investigación perfecta. Por desgracia, también tenía demasiados escrúpulos y le habían asaltado dudas.

Miriel Bremen era quien estaba a la cabeza del nuevo grupo de activistas radicales llamado Detened Esta Locura Nuclear, cuyo cuartel general estaba en Berkeley. Había abandonado su trabajo en el instituto de investigaciones, asustada por ciertos aspectos incomprensibles de Yunque Brillante. Miriel había cambiado de bando con un ardor que recordaba a los ex fumadores que se convertían en los más fanáticos antitabaquistas.

Pensó en Miriel allí fuera, al otro lado de la cerca. Agitaría una pancarta, desafiaría a los guardias de seguridad y expondría su postura en voz alta y clara, sin importarle si alguien quería escucharla.

El doctor Gregory se obligó a permanecer sentado detrás del ordenador. Se prohibió volver a acercarse a la ventana para verla. No sentía rencor hacia ella, sólo decepción. Se preguntaba cuándo le había fallado, cómo se había equivocado tanto con ella.

Al menos no tenía que preocuparse por su sustituto, Bear Dooley, un hombre que carecía de tacto y paciencia, pero con extraordinaria dedicación. Al menos él tenía la cabeza en su sitio.

Llamaron a la puerta medio entornada de su despacho y asomó la cabeza Patty, su secretaria —aún no se había acostumbrado a pensar en ella como auxiliar administrativa, el término utilizado por la gente progre.

—El correo de la tarde, doctor Gregory. Hay un paquete que pensé le gustaría ver. Entrega urgente. —Lo agitó en el aire.

Él empezó a levantar de la silla su dolorido cuerpo, pero ella le indicó que permaneciera sentado.

—Aquí tiene.

—Gracias, Patty.

Cogió el sobre mientras con la otra mano sacaba del bolsillo las gafas y se las ponía para leer el matasellos: «Honolulu, Hawai». No tenía remite.

Patty permaneció en el umbral, moviendo los pies. Se aclaró la voz.

—Son las cuatro, doctor Gregory. ¿Le importa si salgo un poco antes hoy? —Habló muy deprisa, como si se tratara de un pretexto—. Ya sé que tengo que pasar a máquina esos comunicados para mañana, pero los tendré listos a tiempo.

—Como siempre, Patty. ¿Tienes hora con el médico? —preguntó él, mirando aún el misterioso sobre y dándole vueltas en las manos.

—No, pero no quiero tener problemas con los manifestantes. Seguramente tratarán de bloquear la puerta a la hora de la salida, sólo para armar jaleo. Me gustaría haber salido ya. —Clavó la vista en sus uñas pintadas de rosa. Tenía una expresión ansiosa y hundida.

El doctor Gregory se rio de su nerviosismo.

—Muy bien. Pensaba quedarme hasta tarde por la misma razón.

La joven dio las gracias y salió, cerrando la puerta a sus espaldas.

Los cálculos del ordenador proseguían. El núcleo de la explosión simulada se había expandido y enviado ondas de choque hacia los bordes de la pantalla, mientras los efectos secundarios y terciarios se propagaban en direcciones menos definidas a través del plasma que la detonación inicial había dejado atrás.

El doctor Gregory rasgó el sobre acolchado e introdujo un dedo bajo la solapa para abrirlo. Vertió el contenido sobre el escritorio y parpadeó perplejo. Luego suspiró.

El único trozo de papel no era exactamente una carta —no era papel de carta ni llevaba firma—, sino unas palabras escritas con cuidado en elegantes letras negras: «Por tu papel en el pasado… y en el futuro».

Junto a la nota cayó un pequeño paquete de papel glaseado, un envoltorio traslúcido de apenas unos centímetros, que contenía un polvillo negro. Sacudió el sobre acolchado, pero no había nada más en su interior.

Cogió el paquete de papel glaseado y entornó los ojos al tiempo que lo apretaba con los dedos. La sustancia no pesaba apenas y era como la ceniza. La olió y reconoció el débil y amargo olor del carbón vegetal, que casi se había desvanecido con el tiempo. «Por tu papel en el pasado… y en el futuro».

El doctor Gregory frunció el entrecejo y se preguntó si era una broma de los activistas. En manifestaciones anteriores habían arrojado sangre animal ante las puertas de seguridad del instituto y plantado flores a los lados del camino de entrada.

La ceniza negra debía de ser la novedosa idea de uno de ellos, tal vez de Miriel. Puso los ojos en blanco y dejó escapar un suspiro de resignación.

—¿Cómo vais a cambiar el mundo si enterráis la cabeza en la arena? —murmuró el doctor Gregory, volviendo la mirada hacia la ventana.

En las distintas terminales de trabajo de su superordenador, las repetitivas simulaciones tocaban a su fin después de pasar horas proyectando un análisis del fugaz momento en que un artefacto construido por el hombre liberaba una energía equivalente al núcleo de un sol.

Por el momento los ordenadores habían confirmado sus más descabelladas expectativas. A pesar de ser el director del proyecto, el doctor Gregory encontraba inexplicables ciertas partes de Yunque Brillante, basado en hipótesis desconcertantes y con efectos que contradecían sus conocimientos y experiencia en física. Pero las simulaciones funcionaban, y él sabía lo suficiente para no hacer preguntas a los patrocinadores que le habían presentado las bases de ese nuevo concepto para que lo hiciera realidad.

Tras cincuenta y un años de carrera, al doctor Gregory le parecía refrescante encontrar inexplicable una parte de la disciplina que había escogido. Una vez más volvía a enfrentarse con los prodigios de la ciencia.

Dejó a un lado la ceniza negra y volvió a su trabajo.

De pronto las luces fluorescentes del techo parpadearon y se oyó un intenso zumbido, como si en los delgados tubos de cristal hubiera quedado atrapado un enjambre de abejas. Distinguió el ruido de una descarga eléctrica, y las luces reventaron y se apagaron.

La radio del escritorio emitió un breve crepitar justo en mitad de Hang on, Sloopy, luego calló.

El doctor Gregory sintió un dolor punzante en sus débiles músculos cuando se volvió desesperado y vio parpadear también los monitores de las terminales de trabajo. Los ordenadores estaban fallando.

—¡Oh, no! —gimió.

Los sistemas deberían haber contado con la protección de suministros eléctricos de reserva infalibles. ¡Acababa de perder literalmente billones de iteraciones!

Golpeó el escritorio con el puño, luego se levantó y se acercó a la ventana, moviéndose más deprisa de lo que aconsejaban su equilibrio poco firme y el sentido común. Una vez allí miró los demás edificios del complejo. Todas las luces del ala adyacente del instituto seguían encendidas. Muy extraño.

Parecía como si su oficina hubiera sido el blanco específico de un apagón.

Con sensación de fatalidad, el doctor Gregory empezó a preguntarse si se trataba de un sabotaje por parte de los manifestantes. ¿Era capaz Miriel de ir tan lejos? Ella sabía cómo causar tal desastre. A pesar de que le habían retirado la autorización al abandonar su trabajo para crear Detened Esta Locura Nuclear, tal vez había logrado colarse en el interior del edificio para interferir las simulaciones que sólo ella podía saber que estaba realizando su antiguo mentor.

Gregory no quería pensar que fuera capaz de semejante acto… pero sabía que ella no tendría escrúpulos a la hora de planteárselo.

El doctor sintió un repentino e insistente zumbido en sus oídos. Con el corte de luz, debería haber reinado un silencio absoluto en el laboratorio, pero en cambio se oían susurros.

Con creciente inquietud que trató de ignorar, el doctor Gregory se acercó a la puerta, decidido a llamar a Bear Dooley o cualquier otro físico. Por una vez la compañía de los demás le parecía deseable.

Pero el pomo de la puerta estaba terriblemente caliente. Apartó la mano con rapidez y retrocedió, mirando con más asombro que dolor las brillantes ampollas que empezaban a formársele en la palma.

Del sólido pomo de la puerta firmemente cerrada empezó a salir humo que escapó por la ranura de la cerradura.

—Eh, ¿qué ocurre? ¿Quién anda ahí? —Agitó la mano quemada para enfriarla—. ¿Eres tú, Patty?

Entre las cuatro paredes de hormigón de su oficina se levantó una corriente de aire cargada de electricidad, los papeles volaron y se enroscaron a causa de la repentina ola de calor, y el paquete de papel glaseado se abrió y roció de ceniza oscura la habitación.

Gregory se sacó del pantalón los faldones de la camisa y los utilizó como guante, luego corrió hacia la puerta y aferró el pomo. A esas alturas estaba candente, de un color rojo escarlata que dañaba los ojos.

—¡Patty, necesito ayuda! ¡Bear! ¡Que venga alguien! —Le falló la voz, cada vez más estridente a causa del miedo.

Al igual que en una simulación ralentizada del amanecer, la luz de la habitación se volvía cada vez más brillante, como si de las paredes emanara un intenso resplandor.

El doctor Gregory retrocedió hasta la pared del fondo con las manos en alto para protegerse de otro aspecto de la física que tampoco atinaba a comprender: unas voces susurrantes aumentaron de volumen en un crescendo de gritos y acusaciones que se elevaron hasta alcanzar su punto máximo.

De repente se precipitó sobre él una intensa ola de calor y fuego que lo derribó contra la pared. Billones y billones de rayos X llevaron a ebullición todas las células de su cuerpo y se produjo un estallido de luz cegadora, como el núcleo de una explosión atómica.

Y el doctor Gregory se encontró de pronto calcinado.