Prólogo
—Pues a mí me parece un error… de los gordos, además.
Los ojos azules de Cordelia Ransom brillaban, pero la voz apasionada que había levantado y dominado a su antojo a tantas multitudes enfervorizadas sonaba ahora fría, casi plana. Aquello, tal y como había apuntado Rob Pierre, era buena señal, significaba que estaba emocionalmente volcada por completo en este tema.
—Obviamente yo creo que no; de no ser así, no lo habría sugerido —le dijo él, sosteniéndole la mirada mientras trataba de que su respuesta tuviese el suficiente aplomo como para sonar deliberadamente tranquila, con el fin de anular la intensidad gélida con la que Cordelia se había dirigido a él. Le salió bien, en buena medida al menos, pero no le resultó tan sencillo como debería y él lo sabía. Tan solo esperaba que ella no.
Oficialmente, Pierre era el hombre más poderoso de la República Popular de Haven. En calidad de creador y líder del Comité de Seguridad Pública, su palabra era ley y su poder sobre los ciudadanos de la RPH era absoluto. Así y todo, debía aceptar que tenía limitaciones, incluida aquella que lo había convencido de que su propuesta era necesaria, y aunque esas limitaciones fueran invisibles para aquellos que no eran más que meros miembros del Comité, no por ello eran menos reales.
El suyo era un gobierno revolucionario que había sido impuesto sobre la República a la fuerza. Todo el mundo sabía que había extendido su área de influencia mucho más allá del puesto de gobernador provisional, que era el rol que le había asignado el quórum del pueblo al ratificar en votación la creación del Comité que él había propuesto y del que salió elegido presidente. Lo que pretendía el quórum en aquel momento era elegir un gobierno provisional para restaurar la estabilidad doméstica cuanto antes; pero en lugar de eso lo que se encontró fue una revolución puesta en marcha por una dictadura multicefálica que estaba más que preparada para emplear tácticas coercitivas, opresoras e incluso de terrorismo puro y duro para asegurarse el control de la situación y poder seguir llevando a cabo su propia agenda. Allí estaba el meollo de su problema. El uso despiadado de la fuerza para conseguir mucho más de lo que el quórum había esperado y autorizado le había permitido hacer de su poder algo real e innegable, pero aquello también había desprovisto su autoridad que, como él reconocía, no era exactamente lo mismo, de aquella cualidad tan sutil y difícil de alcanzar denominada «legitimidad».
Si una norma se impone a través de la violencia o de la amenaza de violencia, puede ser derrocada de la misma manera y, como hombre de fuerza que era, su Comité no podía apoyarse en la legalidad o la costumbre. Era curioso el poco cuartel que la gente le daba a los gobiernos que sí podían apelar a tales apoyos, pensó para sus adentros con aire taciturno. O cómo la destrucción del contrato social subyacente de una sociedad, incluso aunque el contrato en cuestión hubiera sido malo, golpeaba con fuerza la estabilidad de tal sociedad hasta que era sustituido por un nuevo contrato que sus miembros reconocían como legítimo. El propio Pierre había subestimado ciertamente las consecuencias al trazar el camino hacia la revolución. Sabía que tendría que haber un periodo de intranquilidad y de incertidumbre, pero en cierto modo había dado por supuesto que, una vez que él y sus colegas hubieran conseguido superar esos primeros momentos de dificultad, bastaría con que pasara el tiempo para legitimar su autoridad ante aquellos que habrían de someterse a su gobierno. Así tendrían que haber salido las cosas, se volvió a decir para sus adentros. Sin embargo, las cosas estaban como estaban y ellos tenían, cuando menos, tanto derecho a reclamar sus puestos como los legislaturistas, por encima de los que habían tenido que pasar para llegar hasta donde estaban. Y, a diferencia de los legislaturistas, Pierre se había convertido en un revolucionario en primera instancia porque creía de verdad en el reformismo. Lo que sucedía es que, al hacerse con el poder, había creado una situación en la que era precisamente esa habilidad de haberse hecho con el poder lo único que les importaba a quienes podían competir por la autoridad. No en vano sus actos habían eliminado no solo todas las avenidas preexistentes hacia tal fin, sino cualquier limitación «legal» hacia el uso de la fuerza.
Todo aquello significaba que aquel Comité de Seguridad Pública en apariencia omnipotente era, en realidad, un edificio mucho más frágil de lo que aparentaba. Sus miembros tenían la precaución de hacer alarde de su seguridad en sí mismos delante de los pensionistas y trabajadores que habían conseguido movilizar, pero Pierre y sus colegas sabían que en cualquier momento podía aparecer un grupo de ciudadanos no identificados que urdiese un complot para derrocarlos. ¿Por qué no? ¿Acaso no habían derrocado ya a todos los amos y señores de la República? ¿No era cierto que el monopolio del poder del Estado que habían ejercido durante mucho tiempo los legislaturistas había hecho proliferar antagonismos fanáticos? ¿Y no había aplastado ya el propio Comité a suficientes «enemigos del pueblo» como para garantizarles a sus miembros la existencia de un nutrido (y apasionado) grupo de enemigos?
Claro que sí y, de hecho, algunos de ellos habían demostrado una peligrosa disposición a actuar contra esos enemigos. Afortunadamente, la mayoría de los fanáticos declarados, como los zeroístas, que habían apoyado las exigencias de Charles Froidan (según las cuales todo dinero habría de ser abolido), eran tan incompetentes que habrían sido incapaces de organizar una fiesta, no digamos ya un golpe de Estado. Otros, como los parnasianos, cuya plataforma había abogado por incluir la ejecución de todos los burócratas alegando que su elección de empleo constituía una prueba prima facie[1] de traición contra el pueblo, habían conspirado con cierta competencia, si bien no habían sabido contemporizar adecuadamente sus demandas. Al posicionarse demasiado pronto, se habían granjeado la enemistad de muchos extremistas que competían con ellos, así que Pierre y el departamento de Seguridad se limitaron a enfrentar a una facción contra otra para acabar destruyéndolas. De hecho aquella había sido una de las decisiones más duras que había tenido que tomar Pierre, ya que, después de tratar con aquella burocracia elefantiásica y de ritmos desesperantemente lentos que habían heredado de los legislaturistas, no podía evitar sentir una cierta simpatía personal por los puntos de vista de los parnasianos. Al final, sea como fuere, había decidido (no sin cierto pesar) que el Comité precisaba de los burócratas para mantener el funcionamiento de la República.
Algunos de sus enemigos, no obstante, como los igualitaristas de LaBoeuf, podían haberse comportado como unos fanáticos, pero no cabía duda de que eran capaces de contemporizar adecuadamente los tiempos y de desplegar un buen nivel de seguridad. Su idea de lo que debía ser una sociedad hacía parecer a los anarquistas como unos reglamentaristas, pero habían demostrado ser suficientemente organizados como para asesinar a varios millones de personas en menos de un día de lucha denodada. Resultaba impresionante lo que unos pocos bombardeos cinéticos y unas pequeñas cabezas nucleares podían hacer con una ciudad de treinta y seis millones de almas, pensó para sí.
De hecho, habían tenido suerte de salir tan bien parados… y al menos ninguno de los líderes conocidos de los igualitaristas había sobrevivido a aquel baño de sangre. Claro que también se daba casi por seguro que al menos parte del equipo principal de los igualitaristas había conseguido asientos en el Comité. Así debía ser, teniendo en cuenta lo cerca que habían estado de lograr sus objetivos, y hasta ahora seguían sin ser identificados… fueran quienes quienesquiera que fueran.
En tales circunstancias, Pierre suponía que no debía sorprenderle el hecho de que su vigor inicial por la reforma hubiese ido quedando enterrado poco a poco bajo aquella sensación de inseguridad creciente, persistente e inquebrantable. Si ya era terrible que aquella sensación de vulnerabilidad hubiera derivado en paranoia pura y dura cuando no había demasiados motivos que la justificaran, ahora que sí tenía pruebas no solo de que la existencia de enemigos sino del peligro mortal que acarreaban, Pierre comenzaba a desesperarse por encontrar algo que confiriese al Comité aunque fuese un poquito más de estabilidad, que fortaleciese su posición de alguna manera. Esa, más la necesidad igualmente desesperada de vencer en la guerra en la que el régimen anterior había embarcado a la República, era la razón para su propuesta actual, así que volvió la vista hacia Oscar Saint-Just en busca de algo de apoyo.
A los ojos de un observador externo, Saint-Just debería ser claramente el segundo miembro más poderoso del triunvirato que regía el Comité y, por ende, la RPH. De hecho, algunos lo consideraban incluso más poderoso, tácticamente al menos, que el propio Pierre; no en vano Saint-Just era quien manejaba con puño de hierro el departamento de Seguridad Estatal. Pero una vez más, las apariencias podían resultar engañosas. Como jefe de Seguridad Estatal, Saint-Just no era más que el ejecutor del Comité, con un poder mucho más aparente que el de Ransom. Aun así, el principal motivo de que Pierre estuviera deseoso de confiarle dicha autoridad respondía al hecho de que él nunca representaría la amenaza en que Ramsom podría llegar a convertirse algún día
A diferencia de Cordelia, Oscar sabía que su reputación como jefe de vigilancia de la República impedía prolongar demasiado su estancia en el poder, incluso aunque tuviera la posibilidad real de hacerse con él de alguna manera. Él era el centro de las iras por todo el miedo, odio y resentimiento que el Comité de Seguridad Pública había engendrado… Y a todo ello había que sumar, por encima de cualquier otro aspecto, que no albergaba deseo alguno de reemplazar a su líder. Pierre le había dado suficientes oportunidades de demostrar lo contrario, pero Saint-Just siempre había hecho caso omiso, porque conocía sus propias limitaciones.
Ransom no, y esa era la razón por la que Pierre nunca le habría dado la posición que ocupaba Saint-Just. Ella era impredecible, lo que, en términos de Pierre, era lo mismo que decir que no se podía confiar en ella. Además, donde él había tomado la determinación de, al menos, tratar de construir algo sobre las cenizas de aquella vieja estructura de poder que había sido aniquilada, a ella con frecuencia parecía interesarle más el ejercicio del poder que los fines para los cuales este se ejercía. Lo que mejor se le daba era arengar la mentalidad gregaria de los trabajadores y era su capacidad para dirigir esa mentalidad hacia objetivos concretos, más que otra cosa, lo que la hacía tan valiosa para Pierre y su régimen. Con todo, aquello le concedía al departamento de Información Pública la primera oportunidad de echarle el guante a cada asunto nuevo que les llegaba, lo que le otorgaba a Ransom un nivel de poder intangible, pero tan real que daba miedo, que la convertía prácticamente en una igual de Saint-Just. Por no mencionar, recordó Pierre para sus adentros, que Cordelia tenía una cuota de compinches dentro de la Seguridad Estatal de Oscar muy superior a la que habría de corresponderle. Ella se había convertido en una de las cabezas visibles provisionales del Comité de Seguridad Pública inmediatamente después del golpe, antes de que Pierre la trasladase a Información Pública, así que era lógico que hubiera mantenido contactos personales con los hombres y mujeres con los que había estado trabajando. El hecho de que tanto ella como Oscar tuvieran aspiraciones imperialistas (aunque, tal y como sospechaba Pierre, fuera por distintos motivos) solo complicaba las cosas en varios sentidos, pero al menos se contrarrestaban unos con otros, lo que le permitía mantener a sus «circunscripciones» en un equilibrio delicado, a veces hasta precario, que podía utilizar en su favor para respaldar su propia posición más que minarla.
—Entiendo la preocupación de Cordelia, Rob —dijo Saint-Just, respondiendo a la réplica que Pierre no había llegado a pronunciar, después de un momento de largo silencio. Echó el respaldo de la silla hacia atrás, se alejó del cristal de la mesa de conferencias y se colocó los dedos sobre el pecho en una postura que le hacía parecer inocuo y conciliador—. Hemos pasado más de cinco años-T convenciendo a todo el mundo de que la Armada era la responsable del asesinato de Harris y mientras tanto hemos, uhm, eliminado virtualmente a todos los oficiales previos al golpe. Colocar a mis comisarios a bordo de las naves de la Armada no nos ha hecho ganar muchos seguidores entre los sustituidos.
»Queramos admitirlo o no, conceder poder de veto a los agentes políticos (aunque podríamos ser más sinceros y llamarlos directamente espías) sobre los oficiales de combate puede ayudarnos a explicar los fracasos que está sufriendo la flota una y otra vez… y el cuerpo de oficiales lo sabe también. Si a eso le añadimos que todos los oficiales a los que hemos pegado un tiro o encerrado han servido para «alentar al resto», podríamos concluir ciertamente que levantarles el pie del cuello es una decisión cuestionable, como poco… incluso aunque fuese la Armada quien nos salvó el culo con los locos de LaBoeuf. Quiero decir, no nos engañemos tampoco: cualquiera parecería bueno en comparación con los igualitaristas. No nos olvidemos de que parte de sus secuaces abogaban por disparar a cualquiera cuya graduación fuera de capitán de corbeta para arriba por su «trapacera negligencia en la compleja gestión militar e industrial de la guerra». No hay garantía alguna de que la Armada nos vaya a apoyar contra otros menos…, cómo decirlo…, enérgicos que ellos.
Su tono era tan moderado y descolorido como todo él y, a pesar de eso, la mirada de Ransom se volvió más dura al escuchar aquel «pero» que ni siquiera había sido pronunciado. Pierre también escuchó la misma reserva y frunció el ceño.
—Pero ¿en comparación con las otras opciones que tenemos? —apuntó con dulzura, invitando a Saint-Just a que continuara, ante lo que el jefe de Seguridad Estatal se encogió de hombros.
—En comparación con las otras opciones que tenemos, no veo mucha alternativa. Los mantis siguen mandándoles sus cabezas a nuestros capitanes de flota y seguimos culpándolos a ellos por eso. La primera vez, pase; pero después es ya una mala propaganda, incluso una mala estrategia. ¡Afrontémoslo, Cordelia! —Saint-Just volvió aquella anodina mirada hacia su compañera de pelo dorado—. ¡A los de Información Pública se nos hace cada vez más difícil recabar apoyo popular para nuestros «aguerridos defensores» cuando parece que nosotros nos los estamos cargando a un ritmo similar al de los propios mantis!
—Tal vez sea así —replicó Ransom—, pero eso supone un riesgo menor que dejar que los militares consigan colar un pie detrás de la puerta. —Una vez hubo dicho aquello, Cordelia volcó toda su energía sobre Pierre—. Si ponemos a alguien del ejército en el Comité, ¿cómo conseguiremos mantenerlo o mantenerla al margen de las cosas que no queremos que sepan los militares? ¿Por ejemplo, quién acabó de verdad con el gobierno de Harris?
—No es muy probable que eso ocurra —señaló Saint-Just con razón—. Nunca ha habido pruebas sólidas de nuestras actividades… y, aparte de unas pocas personas que han participado de primera mano en la operación, no queda nadie que pueda desmentir nuestra versión de lo que ocurrió —remató con una sonrisa fría—. Si alguien que sepa algo al respecto y siga aún con vida hablase de ello no haría más que incriminarse.
»Además, me he asegurado de que todos los registros internos de Seguridad Estatal recojan solo la versión oficial. Cualquiera que pretenda desdecir todas esas «pruebas imparciales» es obviamente un contrarrevolucionario enemigo del pueblo.
—«No es muy probable» no es lo mismo que imposible —insistió Ransom.
Su tono de voz era más agudo que de costumbre, pues fuera aquello un ejercicio de manipulación o no, lo cierto es que ella creía en el concepto de los enemigos del pueblo y su suspicacia hacia el ejército rozaba la obsesión.
A pesar de su necesidad de producir propaganda a favor de la guerra que ensalzase las virtudes de la Armada como protectores de la República, su odio personal hacia los militares era lo más parecido a una patología que se podía ver. Odiaba y despreciaba a aquella institución, a la que consideraba decadente y degenerada, con unas tradiciones aún vinculadas al antiguo régimen y que probablemente había inspirado la trama para derrocar al Comité para restaurar a los legislaturistas. Peor aún, sus constantes fracasos para hacer retroceder al enemigo y salvar a la República, algo que probablemente se debía en parte a su deslealtad, solo reforzaba su desdén y su temor a que no fueran capaces de asegurar su propia seguridad y aquello era algo que estaba empezando a írsele de las manos. De hecho, su creciente e irracional sesgo antimilitar era una de las razones principales para que Pierre hubiera decidido que necesitaba a alguien de los militares que equilibrase el peso de Ransom.
A menudo él pensaba que resultaba curioso que todo aquel odio se concentrase en el ejército, porque, al contrario de lo que le ocurría a él, Ransom había llegado adonde estaba a través del brazo armado de la Unión de Derechos de los Ciudadanos. La mayor parte de los últimos cuarenta años-T se los había pasado peleándose no con el ejército, que prácticamente no había intervenido nunca en asuntos de seguridad doméstica, sino con subalternos de Seguridad Interna, así que lo que Pierre tendría que haberse esperado era que todo aquel odio encendido se hubiese volcado contra ellos. Pero no. Se había entendido bien trabajando con Oscar Saint-Just, quien en su día fue el segundo en la cadena de mando de SegIn y nunca pareció utilizar contactos pasados de SegIn para ponerlos en contra de cualquiera de los trabajadores actuales de Seguridad Estatal.
Quizás, pensó, aquello era porque tanto ella como SegIn habían estado jugando a lo mismo y con las mismas reglas. Eran enemigos, pero enemigos que se entendían, mientras que la «no tan exterrorista» Ransom no comprendía en absoluto las tradiciones y los valores de la comunidad militar ni le despertaban simpatía alguna.
Pero, independientemente de donde procediese su comportamiento, ni Pierre ni SaintJust compartían su intensidad virulenta. Enemigos del Comité, sí; así había quedado positivamente probado. Pero, al contrario que Ransom, ellos sí que podían establecer una clara distinción entre el Comité y la propia RPH, lo mismo que podían aceptar que los fracasos militares no constituían una prueba irrefutable de unas intenciones traicioneras.
Ella no. Tal vez aquello se debía a que eran más pragmáticos que ella, o quizá se debía a que cada uno de ellos, a su manera, estaba tratando de construir cosas mientras Cordelia seguía empeñada en destruirlas. Personalmente, Pierre sospechaba que aquello se debía a que su egoísmo y paranoia se reforzaban mutuamente. En su cabeza, el pueblo, el Comité de Seguridad Pública y Cordelia Ransom se habían convertido en la misma cosa.
Quien se opusiera (o fallara) a alguno de los componentes de su trinidad personal era el enemigo de todos ellos, así que la mera autodefensa exigía que ella permaneciese en eterna alerta para desbaratar los planes de los enemigos del pueblo y aplastarlos antes de que ellos la alcanzasen a ella.
—E incluso si vuestras coartadas se sostienen a la perfección —Ransom volvió a la carga—, ¿cómo podéis considerar siquiera la opción de fiaros de nadie del cuerpo de oficiales? Vosotros mismos lo habéis dicho: hemos liquidado a muchos, y a otros tantos y a sus familias les hemos hecho desaparecer. ¡No van a perdonarnos nunca!
—Creo que subestimas el poder del beneficio propio —le replicó Pierre a la comandante de SegIn—. Si le ofrecemos un trozo del pastel a alguien, desde ese momento ya va a tener razones personales para mantenernos donde estamos. Cualquiera que aspire al puesto sabe que va a tener que trabajárselo bien con nosotros para conseguirlo, así que cualquier poder que tenga va a depender de nuestra tutela. Y si mientras conseguimos que se vaya tranquilizando la cosa con los oficiales…
—¡Pensarán que es a esa persona a la que se lo tienen que agradecer todo, por lo que tendrán más razones para serle más leal a él que a nosotros! —lo interrumpió Ransom.
—Quizá —admitió Pierre—. Pero quizá no, hay que valorar también esta otra opción. Sobre todo si lo vendemos como que somos nosotros los que nos interesamos por sus consejos y lo hacemos, además, abiertamente. —Ransom hizo amago de abrir la boca de nuevo, pero él levantó la mano para detenerla… por el momento—. No estoy sugiriendo que la persona a la que escojamos no vaya a quedarse con parte del mérito. En lo que a eso respecta, es probable que se lo lleve casi todo, al principio. Pero si queremos ganar esta guerra, tenemos que hacer que nuestros militares sean algo más que mano de obra esclava. Lo hemos intentado por la vía de la «responsabilidad colectiva» y hemos tenido un cierto éxito. Al fin y al cabo —añadió con una media sonrisa—, saber que tu familia va a sufrir si fallas es un incentivo potente. Pero también es contraproducente, porque genera obediencia, no lealtad. Amenazando a sus familias, pasamos a ser igual de enemigos suyos que los mantis. Es más, probablemente, para muchos de ellos seamos peores que los mantis. Porque puede que los mantis traten de matarlos, pero no amenazan con cargarse a sus esposas, sus maridos o sus hijos.
»Sinceramente, sería irracional que el cuerpo de oficiales confiara en nosotros en las circunstancias actuales y creo que nuestros fracasos pasados demuestran que tenemos que «rehabilitarnos» ante ellos si pretendemos que se transformen en una fuerza bélica eficaz y motivada. Tuvimos la increíble suerte de que la Armada no se limitara a observar pasivamente cómo los igualitaristas nos pasaban por encima. De hecho, le recuerdo que solo hubo una nave en todo el frente, solo una (y ni siquiera era una unidad de la Flota Capital), que tuvo el valor suficiente para tomar la iniciativa de intervenir. Si Rousseau se hubiera mantenido al margen, tú, Oscar y yo estaríamos muertos ahora mismo. Y no podemos contar con ese tipo de apoyo otra vez sin demostrar al menos que sabemos que estamos en deuda con la gente que nos salvó el pellejo. La única manera que yo veo de que podamos hacer eso es concederle a uno de los suyos un puesto al máximo nivel, asegurarnos de que sus representados sepan que lo hemos hecho y que, por ende, presten algo de atención a esa persona… todo eso, cuando menos, de cara al público.
—¿De cara al público? —repitió Ransom levantando la ceja con gesto intrigado, ante lo que Pierre asintió con la cabeza.
—De cara al público, sí. Oscar y yo ya hemos debatido el tipo de política de seguridad que tendremos que desplegar si, llegado el caso, el perro de guerra resulta que nos sale menos domesticado de lo deseable y se nos va de las manos. ¿Oscar?
—He sopesado la posibilidad de escoger a todos los oficiales que Rob había seleccionado —le dijo el responsable de SegIn a Ransom—. No fue muy difícil modificar sus perfiles en la base de datos, ni tampoco los informes de sus comisionados. Cualquiera de ellos parecerá un caballero de armadura reluciente cuando lo presentemos en público y todos ellos son muy competentes en sus respectivas áreas. Pero también tenemos suficientes bombas de relojería escondidas en sus archivos como para poder quitárnoslos de en medio en cuanto lo necesitemos. Por supuesto —sonrió tímidamente—, sería conveniente que el oficial en cuestión estuviera muerto antes de que hiciésemos saltar esas bombas. A un muerto le resulta mucho más difícil defenderse.
—Ya veo. —Ahora le tocaba a Ransom reclinarse y tocarse la barbilla, pensativa, mientras asentía lentamente—. Bueno, es un buen primer paso —admitió finalmente. Su tono de voz sonaba aún reacio al elogio, pero ya no era tan categórico—. Pero me gustaría echar un vistazo detenidamente a esas «bombas de relojería». Si queremos que este muñeco de paja sea vulnerable a ciertas acusaciones, Información Pública va a tener que andarse con cuidado con la manera en la que se construye su imagen para el consumo público. No estaría bien que hubiera contradicciones ahí que se pudieran evitar de antemano.
—Ningún problema —la tranquilizó Saint-Just, ante lo cual ella asintió nuevamente. Sin embargo, su expresión tenía aún cierto aire de insatisfacción, así que volvió a echar el respaldo hacia delante mientras dejaba de tocarse el mentón y se inclinó sobre la mesa para volver la vista hacia Pierre.
—Hasta aquí perfecto, Rob —replicó ella—, pero sigue siendo un riesgo tremendo. Y vamos a lanzar mensajes muy contradictorios, lo hagamos como lo hagamos. Me refiero, por ejemplo, a que, independientemente de lo que le hayamos dicho a los trabajadores, nos cargamos al almirante Girardi por perder la Estrella de Trevor. Todos sabemos que no fue todo culpa suya. —A Pierre le sorprendía un poco que Ransom aceptara hacer tamaña concesión ante un oficial de la Armada, pero quizá era porque hasta ella debía admitir que los muertos no pueden ya urdir más complots—. De hecho, los mandos superiores de la Armada no creen que fuera culpa suya para nada. Están convencidos de que nos lo cargamos solo para «demostrarle» al pueblo que no era culpa nuestra. ¡Si hasta parte de nuestro personal de cámara estaba molesto porque lo hubiéramos convertido en un «cabeza de turco»! No veo que vuestra propuesta vaya a darnos un respiro respecto a eso a corto plazo.
—¡Ah, pero eso es porque no sabes en quién estoy pensando para el puesto! —dijo Pierre, antes de sentarse sin añadir ni una palabra más, con una gran sonrisa en la boca y mirándola fijamente. Ella le devolvió la mirada, como si fingiera que los esfuerzos de él por impacientarla no estaban surtiendo efecto. Por desgracia, ambos sabían que sí lo estaba consiguiendo. Después de casi un minuto de reloj, ella se encogió de hombros con impaciencia.
—¡Venga, dímelo ya!
—Esther McQueen —espetó Pierre lisa y llanamente, ante lo que Ransom se removió en su silla—. ¡Estás de coña! —replicó inmediatamente, con cara de pocos amigos, mientras Pierre se limitaba a negar con la cabeza—. ¡Bueno, pues más te vale que lo estés! ¡No me fastidies, Oscar! —La mirada que le dedicó a Saint-Just debía haber sido suficiente para prender fuego al jefe de la Seguridad Estatal ipso facto—. La popularidad personal de esa mujer está ya en niveles peligrosos y tu propio espía ha informado de las ambiciones y de los planes que tiene. ¿Estás sugiriendo en serio que le pongamos un arma cargada en las manos a alguien que sabemos que ya anda buscando una?
—Lo primero de todo, su ambición puede ser nuestro mejor aliado —respondió Pierre antes de que Saint-Just pudiera hacerlo—. Es cierto que el general de brigada Fontein ya nos ha advertido de que ella tiene sus propios planes. No hay que olvidar que ya ha intentado una o dos veces poner en marcha una especie de red clandestina entre los oficiales de su cuerda. Pero no ha tenido mucho éxito, porque saben lo que tiene en mente, lo mismo que nosotros. La mayoría de ellos están demasiado asustados como para asomar la cabeza y los que no, la tienen por un animal cuando menos tan político como militar. Teniendo en cuenta la, digamos, finalidad con la que se concibe la política actualmente, no se van a fiar ni de una de las suyas como esta demuestre que se quiere meter en el juego. Si, por otra parte, le hacemos sitio en la mesa, esa misma ambición le va a dar los suficientes motivos a ella para que trate de asegurarse de que el Comité, y con él sus bases, sobrevive.
—¡Off! —Ransom se relajó un momento y cruzó los brazos mientras reflexionaba. Entonces volvió a menear la cabeza, pero esta vez el gesto fue más lento y pensativo—. Bueno —resolvió finalmente—, vamos a dar por supuesto que tienes razón. Sigue siendo peligrosa. La chusma la verá como la salvadora del Comité frente a los igualitaristas. ¡Coño, pero si la mitad del puto Comité ahora mismo se cree que puede caminar sobre las aguas! Y eso que ni siquiera tenemos claro que pretendiera salvarnos a todos, ¿no? ¡Si la punta de su nave no llega a estrellarse, con el impulso habría seguido y nos habría liquidado ella misma!
—Es posible, pero no creo ni por asomo que hubiera planeado hacer algo así —aseguró Pierre, con algo más de énfasis que de fe en que lo que acababa de decir fuera cierto—. El Comité al menos tiene la legitimidad de la resolución original que lo creó, por no mencionar los cerca de seis años-T como gobierno en funciones de la República. Incluso aunque hubiera conseguido borrarnos del mapa ella solita, ¿qué poder de base habría tenido? Recuerda que solo su buque insignia la apoyó cuando vino a rescatarnos y eso que en ese momento estaba claro que no hacía más que cumplir con su obligación. De ninguna manera podría haber contado con el resto de la flota para apoyarla en ningún golpe de estado por su parte, sobre todo teniendo en cuenta la reputación de ambición política que tiene.
—Me parece que te estás intentando convencer a ti mismo con esos argumentos —musitó Ransom de mala gana—. E incluso suponiendo que tengas razón, ¿no sería un motivo más para impedir que consiga un escaño? Si el resto de oficiales del cuerpo la ve como un animal político, ¿por qué iba a convencerles su nombramiento en el Comité para que nos apoyaran?
—Porque sea o no un animal político, también es el mejor mariscal de campo que tenemos y ellos también lo saben —respondió Saint-Just—. No desconfían de su capacidad, Cordelia, solo de sus motivaciones. En cierto modo, eso nos proporciona lo mejor de las dos partes: es una oficial cuya capacidad le reconocen sus iguales, pero cuya ambición política la aparta de la Armada «verdadera».
—Joder, pues si es tan buena, ¿por qué perdimos la Estrella de Trevor? —preguntó Ransom, a lo que Pierre esbozó una sonrisa que ocultó rápidamente tras su mano.
Cordelia había convertido a la Estrella de Trevor en una especie de metáfora de toda la República Popular: el «umbral de las estrellas», el punto a partir del cual no se podía contemplar una retirada, a pesar de las propias sugerencias de Pierre de que tal vez estaría bien que rebajase un poco el tono de su retórica. Por supuesto, el sistema había sido de una importancia estratégica enorme y las consecuencias militares de su pérdida fueron lo que originariamente le había dado la idea de buscar un representante de la Armada para el Comité. Con todo, en comparación con el tamaño total de la República, hasta la Estrella de Trevor era, en última instancia, algo de lo que se podía prescindir. De lo que no se podía prescindir era de la moral del pueblo o de los deseos de luchar de la Armada del pueblo y ambos habían recibido otro serio revés al ver que «el umbral de las estrellas» caía en manos de la Sexta Flota de la Armada Manticoriana.
—Perdimos la Estrella de Trevor —le dijo a Ransom— porque los mantis tenían mejores naves y porque su tecnología sigue siendo superior a la nuestra. Y porque, gracias en buena parte a nuestra propia política de liquidar a los almirantes que pierden una batalla, los jefes de sus oficiales siguen acumulando experiencia mientras que a los nuestros les aqueja la grave afección que supone estar muertos.
El tono cáustico empleado por Pierre hizo que Cordelia abriera los ojos como platos, a lo que él respondió con una media sonrisa.
—Puede que McQueen no haya sido capaz de recuperar el sistema, pero al menos ha hecho que los mantis hayan sufrido pérdidas importantes. De hecho, si tenemos en cuenta los tamaños relativos de nuestras flotas, las pérdidas proporcionales que ha tenido la Alianza han sido probablemente peores que las nuestras, al menos antes de la batalla final. Sus capitanes y los comandantes del escuadrón de subalternos adquirieron mucha experiencia durante el combate y hemos conseguido rotar a un tercio de toda aquella tropa para librarlos de esto. Era obvio, al menos hace un año, que Haven Albo iba a acabar haciéndose con el sistema. Por esa razón quité a McQueen y mandé a Girardi a comerse el marrón. —Ransom alzó una ceja y Pierre se encogió de hombros—. No quería perderla y, dada nuestra política actual, no teníamos más remedio que liquidarla si seguía al frente cuando cayera la Estrella de Trevor. —Sonrió irónicamente—. Después de todo el revuelo del último mes, tiendo a ver aquello como una de mis maniobras más brillantes en esta guerra.
—¡Off! —repitió Ransom, escurriéndose en la silla una vez más y frunciendo el ceño con la mirada sobre la mesa de conferencias—. ¿Estás seguro de que es a McQueen a quien quieres para esto? He de decirte que cuanto más me dices lo competente que es, más nerviosa me pones.
—Una cosa es competente en su parcela, otra es competente en nuestra parcela —indicó Pierre, confiado—. Sus capacidades exceden notablemente su entendimiento de la arena política, así que le va a llevar un tiempo enterarse de cómo funcionan las cosas en nuestra acera. Oscar y yo la tendremos vigilada bien de cerca y, si empieza a dar la impresión de que se entera de las cosas, pues bueno, a veces ocurren accidentes.
—Y con todos los puntos negativos que pueda tener escogerla a ella —añadió Saint-Just—, sigue siendo una opción mejor que el siguiente de la lista.
—¿Quién sería? —preguntó Ransom.
—Antes de que nuestra incursión en el comercio de los mantis en Silesia nos explotara en la cara, Javier Giscard habría sido una alternativa mejor que McQueen. Estando las cosas como están, no se le puede elegir, al menos por ahora. Su visión política es más aceptable que la de McQueen; de hecho, la comisaria Pritchard sigue hablando muy bien de él y, para ser honestos con este hombre, lo que ocurrió con su plan no fue culpa suya.
»De hecho, nuestra decisión de que se retirase fue probablemente un error. Pero le hicimos retirarse, así que sigue a prueba por su «error». —Ransom levantó la cabeza y Saint-Just se encogió de hombros—. No es más que una formalidad, es demasiado bueno para nosotros como para pegarle un tiro, a no ser que tengamos que hacerlo; pero tampoco podemos rehabilitarlo de la noche a la mañana.
—Bueno, puedo entenderlo —asintió Ransom—, pero lo único que saco en claro de todo esto es quién no será el próximo candidato.
—Perdón —se disculpó Saint-Just—. Me distraje. Respondiendo a tu pregunta, la única competencia real de McQueen es Thomas Theisman. Es notablemente más joven que ella, pero era el único oficial de alto rango que salió de la Operación Daga con una reputación respetable en combate y se dejó ver en la batalla de la Estrella de Trevor antes de que lo sacáramos de allí. Su firmeza en Seabring nos dio una de las pocas victorias que hemos podido llevarnos a la boca; pero, aunque la Armada lo respeta como estratega, él se ha cuidado mucho de permanecer totalmente al margen de la política.
—¿Y eso es una desventaja? —Ransom parecía sorprendida y Pierre sacudió la cabeza.
—Te estás centrando en lo que no es, Cordelia —le dijo sin cambiar el tono de voz—. Solo hay una razón para que se haya mantenido al margen de la política y no es precisamente por que nos admire. Puede que haya escogido evitar el juego político por los riesgos que comporta, pero nadie con un historial en combate como el suyo puede ser un idiota y solo un idiota sería incapaz de ver que hay un montón de pequeñas escapatorias para lanzarnos señales de que es un niño obediente. No tendrían por qué haber sido sinceras, pero no le habría costado nada mandarlas.
—El comisario responsable de sus tropas está de acuerdo con esta evaluación —empezó Saint-Just—. Los informes del ciudadano comisario LePic dejan a las claras que admira a Theisman como oficial y como hombre, y está convencido de que Theisman es leal a la República. Pero también nos ha avisado de que Theisman está menos que satisfecho con muchas de nuestras políticas. El almirante se ha cuidado de decirlo explícitamente, pero su actitud lo ha delatado.
—Ya veo —dijo Ransom y su voz se volvió más sombría.
—Se mire por donde se mire —insistió Pierre tratando de retomar la conversación antes de que las suspicacias de Ransom volvieran a cobrar vida—. Theisman resultaba aceptable desde un punto de vista profesional, pero es un Bruto y nosotros necesitamos a un Casio. Las aspiraciones de McQueen pueden hacer de ella alguien peligroso, pero la ambición es más predecible que los principios.
—Contra eso no puedo decir nada —murmuró Ransom. Volvió a reclinarse sobre la mesa y acabó asintiendo con la cabeza—. De acuerdo, Rob. Sé que tú y Oscar vais a darle el puesto independientemente de lo que yo diga y debo admitir que vuestros argumentos tienen sentido, al menos en ciertos aspectos. Solo os digo que os aseguréis bien de vigilarla de cerca. Lo último que necesitamos es que una almirante con ambiciones políticas nos monte un golpe militar de verdad.
—Eso sí que sería salirnos el tiro por la culata —admitió Pierre.
—Pero independientemente de lo que hagamos con McQueen, me preocupa lo que dijiste de Theisman —prosiguió Ransom—. ¿He de suponer que si McQueen se desvía de sus obligaciones políticas, será Theisman la que ocupe su lugar por ser el comandante más valorado por el cuerpo de oficiales? —Saint-Just asintió con la cabeza y ella frunció aún más el ceño—. En ese caso, creo que sería una buena idea vigilar también de cerca al ciudadano almirante Theisman.
—¿«De cerca» quiere decir que estás pensando en encargarte tú personalmente? —preguntó cautelosamente Pierre como quien no quiere la cosa.
—Tal vez. —Ransom se mordió el labio inferior por un momento—. ¿Está en Barnett ahora mismo?
—Es comandante del sistema —confirmó Saint-Just—. Necesitábamos poner a alguien bueno a cargo de DuQuesne.
Ransom asintió con la cabeza. La captura de la Estrella de Trevor por parte de la Alianza Manticoriana le confería una posición inexpugnable entre el corazón de la República Popular y el Sistema Barnett, pero la enorme infraestructura de la base DuQuesne y otras instalaciones militares del sistema seguía siendo la misma. Barnett había sido el punto de partida de la inevitable guerra contra los manticorianos y el régimen legislaturista se había pasado veinte años-T construyéndola para tal fin. Y, aunque los mantis hubieran deseado que se pudriera, no podían permitirse dejarla intacta en su retaguardia; porque, al contrario que las naves acuáticas, las naves espaciales podían evitar fácilmente ser interceptadas si planeaban sus rutas a través del hiperespacio. Les bastaba con tener un poco de cuidado. A los refuerzos (o fuerzas de ataque de refresco) podía llevarles algo de tiempo llegar hasta Barnett dando ese tipo de rodeos, pero el hecho es que podían llegar allí.
Los mantis, en cambio, podían plantarse allí más rápidamente. Mientras su Sexta Flota había estado ocupada con el asalto a la Estrella de Trevor, otras fuerzas aliadas habían aprovechado la distracción de la Armada Popular y se habían presentado en las bases de vanguardia de Treadway, Solway y Mathias. Apresaron las instalaciones militares de Treadway sin apenas infligirles daño alguno, lo cual ya era malo de por sí, pero es que además habían conseguido romper el arco de las bases que habían estado protegiendo el flanco sudeste de Barnett… y eso sin contar lo que implicaba la pérdida de la Estrella de Trevor. Con la captura de ese Sistema, la Real Armada Manticoriana se había hecho con el control de todos los enlaces de la confluencia del agujero de gusano manticoriano, lo que significaba que las caravanas (y los destacamentos) podrían moverse directamente desde el Sistema Binario de Mantícora hasta la Estrella de Trevor y bajar hacia Barnett por el norte.
A todos los efectos prácticos pues, Barnett estaba condenada, aunque los mantis hubieran tenido que sufrir lo suyo para hacerse con la Estrella de Trevor. Necesitaban al menos algo de tiempo para reorganizarse y coger aire, y en cuanto estuvieran preparados para volver a moverse, con mucha probabilidad su siguiente objetivo en su camino de vuelta hacia la frontera iba a ser Barnett. Por eso, retener el Sistema todo lo posible, incluso aunque fuera una medida de distracción, era algo de una importancia crucial; y aquella estrategia de dilación, al mismo tiempo, precisaba de los servicios de un oficial de sistema competente.
—Por tus palabras deduzco que no tienes intención de que reduzca la base a escombros —apuntó Ransom un momento después, y Pierre asintió con la cabeza—. En ese caso, creo que deberíamos darnos una vueltecita por Barnett para hacernos una idea de quién es de primera mano —apostilló—. Al fin y al cabo, Información Pública va a tener que lidiar con lo que pase allí y, si tiene pinta de ofrecer poca confianza desde un punto de vista político, tal vez queramos dejarlo allí… y escribir algo muy épico en su honor para glosar su valor en la heroica batalla que lo condenó mientras trataba de contener los ataques de las hordas manticorianas. Algo así como La última batalla de Theisman.
—Como no veas algo que LePic haya pasado totalmente por alto, lo normal es que Theisman siga teniendo demasiado valor como para sacrificarlo —advirtió Saint-Just.
—Oscar, para ser un agente secreto sin sentimientos, hay que ver lo remilgado que puedes llegar a ser a veces —le recriminó Ransom con dureza—. La única amenaza buena es la que está muerta, por más que un peligro no parezca serlo. Y cuando a un ejército lo están hostigando tanto como al nuestro, el héroe ocasional que muere puede servir de mucho más que el mismo oficial en cualquier momento de su vida. Además, me divierte convertir amenazas potenciales en activos de propaganda.
Después de su parlamento, Ransom volvió a lucir aquella media sonrisa fría y hambrienta que era capaz de asustar hasta a Oscar Saint-Just. Pierre se encogió de hombros. Oscar tenía razón en lo relativo al valor de Theisman y Pierre no tenía intención de quitarse a aquel tipo de en medio sin más, independientemente de lo que quisiera Cordelia. Por otra parte, Cordelia era la preferida de la chusma, la portavoz y la incitadora de ese hambre de violencia tan urgente. Si llegaba a la conclusión de que lo único que tenía que hacer era sumar la cabeza de Theisman a las que ya había colgado de su picota, Pierre estaba preparado para entregársela, sobre todo si haciéndolo conseguía comprar el apoyo de Cordelia (y de Información Pública) para meter a McQueen en el Comité. Aunque no se lo fuera a decir, claro.
—Es un viaje de tres semanas solo la ida —optó por señalar—. ¿Te puedes permitir estar fuera de Haven tanto tiempo?
—No veo por qué no —repuso ella—. No vas a convocar más reuniones del Comité en pleno durante los próximos dos o tres meses, ¿no? —Pierre sacudió la cabeza y ella se encogió de hombros—. En ese caso, ni tú ni Oscar vais a necesitar mi voto para que la maquinaria siga funcionando. Además, el NAP Tepes me permitirá estar al frente de Información Pública mientras me esté desplazando. En ningún sitio pone que nuestra propaganda tenga que gestarse aquí, en Haven, y luego salir al exterior, ya sabes. Mi segundo puede encargarse de las decisiones rutinarias durante mi ausencia y nosotros nos encargaremos de producir cualquier material nuevo que haga falta a bordo del Tepes. Mientras pueda examinarlo antes de que se lance, podremos diseminarlo por las redes provinciales y dejar que siga su curso.
—Muy bien —dijo un instante después, con un tono de voz comedido—. Si quieres controlar la situación y te sientes cómoda gestionando la Información Pública desde allí, creo que podemos prescindir de ti durante el tiempo que estés viajando. Asegúrate de que te llevas suficiente seguridad, eso sí.
—Lo haré —prometió Ransom—. Y me llevaré material tecnológico del ministerio también. Grabaremos bastante material y haremos varias entrevistas con el personal de allí por si las necesitamos cuando caiga el sistema, ese tipo de cosas. Al fin y al cabo, si no podemos quedarnos con él, ¡sí que podremos aprovecharnos todo lo que podamos de nuestra derrota!