Epílogo
Se despertó lentamente, algo que no era para nada habitual en ella. Treinta y cinco años de servicio en la Armada la habían preparado para levantarse de inmediato, siempre lista para hacer frente a cualquier emergencia, pero esta vez era diferente. Le resultaba difícil levantarse y no quería hacerlo. Había demasiado dolor y desesperación esperándola al otro lado del sueño, demasiado sentimiento de pérdida, así que su mente somnolienta se resistió a afrontar todo aquello.
Pero entonces algo cambió. Un peso cálido envolvió su pecho, vibrando con la fuerza de un ronroneo animado y profundo, empapado en amor, que parecía armarla de valor muy dentro de ella.
—¿Ni… Nimitz?
A duras penas fue capaz de reconocer aquella voz que preguntaba. Sonaba rasgada y áspera, con una vocalización deficiente, pero era la suya. Sus pestañas se agitaron como mariposas hasta abrir los ojos al sentir una pata hirsuta y fuerte que le acariciaba el lado derecho del rostro con una ternura infinita. Los ojos se le abrieron de par en par y ella inspiró entre escalofríos mientras Nimitz se aproximaba aún más para rozar su nariz con su hocico. Ella se lo quedó mirando con el ojo que le funcionaba y le acercó la mano derecha para acariciarle las orejas como si el sencillo acto de tocarlo fuera el regalo más preciado del universo. Le temblaba la mano, casi tanto por la emoción como por la debilidad, y el gato se volvió a encaramar a su pecho para apoyar la mejilla contra la de ella, mientras la intensidad de su amor reverberaba en los huesos de ella a través de su ronroneo.
—¡Oh, Nimitz! —musitó entre su suave pelaje, liberando en aquel susurro los recuerdos angustiantes, el miedo y la desesperación que le oprimían en su interior y que jamás le habría reconocido a un enemigo aunque, de no hacerlo, la amenaza fuera la muerte. Pero es que Nimitz era la otra mitad de su propio ser, su amado a quien pensó que no volvería a ver jamás. Las lágrimas empezaron a surcar sus mejillas cadavéricas y ella se incorporó para abrazarlo fuerte… pero de pronto se quedó petrificada.
Su brazo derecho se movía de manera natural para abrazarlo con fuerza, pero el izquierdo…
Levantó la cabeza y el ojo que le quedaba sano se le abrió de par en par, con las fosas nasales engordadas por el impacto terrible que le sacudió en su interior al comprobar que no tenía brazo izquierdo.
Se quedó mirando su muñón vendado y la incredulidad funcionó como una especie de extraña anestesia. No había dolor y su mente insistía en decirle que todavía podía sentir los dedos de la mano que ya no tenía, que todavía le obedecían, que podían cerrarse en un puño en cuanto lo desease. Pero aquellas sensaciones eran pura mentira y ella se quedó petrificada en ese momento en el que la sorpresa dejó paso a la toma de conciencia. Mientras tanto, Nimitz se apretaba con más fuerza contra ella y su ronroneo ardía aún con más fuerza y profundidad.
—Lo siento, señora. —Al girar la cabeza hacia el otro lado, vio el rostro de Fritz Montoya. Los ojos del cirujano dibujaban una mirada sombría y ella percibió una mezcla de lamento y sentimiento de culpabilidad según se sentaba junto a ella—. No pude hacer nada más —le dijo—. Había demasiados daños, demasiados… —Montoya se detuvo e inspiró con fuerza antes de volver a mirarlo directamente a los ojos—. No tenía las herramientas como para poder salvarlo, señora, y si no lo hubiera amputado, la habríamos perdido.
Ella se lo quedó mirando, atrapada entre demasiadas emociones como para pensar racionalmente. La alegría del reencuentro con Nimitz, la sorpresa de que siguiera viva, el impacto de su mutilación, y detrás de todo ello los recuerdos florecientes de los amigos que habían muerto, que nunca se iban a volver a despertar, como ella, para darse cuenta de que al final habían sobrevivido, le oprimían el pecho y le impedían hablar. Solo podía mirar el rostro preocupado de Montoya mientras el brazo derecho sujetaba a Nimitz con fuerza y su alma se acercaba aún más a él.
No sabía muy bien cuánto tiempo había tardado en hacerlo, pero al final la comisura derecha de la boca se abrió, dibujando un gesto frágil que casi se podía interpretar como una sonrisa, mientras soltaba a Nimitz y dirigía su mano derecha hasta Montoya.
—Fritz —musitó con dulzura y admiración. Él le cogió la mano y la estrechó con fuerza, y los delgados dedos de ella le devolvieron el gesto.
—Lo siento —repitió él y ella sacudió la cabeza sobre la almohada.
—¿Por qué? —preguntó amablemente—. ¿Por volver a salvarme la vida… otra vez?
—Fue él quien hizo eso, milady —dijo otra voz.
Honor exclamó algo, sorprendida. Trató de incorporarse, pero la mano derecha seguía sujetando la de Montoya, así que tuvo que morderse la lengua del dolor que le había producido intentar levantarse sobre una mano izquierda, que ya no tenía, mientras el muñón vendado se hundía contra la superficie mullida sobre la que se encontraba tumbada.
Montoya hizo un gesto para ayudarla, con el rostro afligido, pero fueron los brazos de otra persona los que se acercaron para socorrerla. Nimitz se apartó de su pecho y se quedó junto a ella, mientras esta apartaba la mano derecha de Montoya. El dolor que todavía le invadía no significaba gran cosa, porque a quien abrazaba ahora era a Andrew LaFollet, y lo hacía con toda la fuerza que le quedaba en su demacrado cuerpo.
Su hombre de armas le devolvió el abrazo y ella sintió el terrible poder de sus emociones reverberar una y otra vez en su interior. Honor percibía el alivio que sentía LaFollet por haber sobrevivido, su pena por los que no lo habían conseguido y su inequívoco orgullo por todos ellos. Pero por encima de cualquier otra cosa, Honor sentía su devoción, su amor y su alegría por el hecho de que ella estuviera con vida, así que lo estrechó contra su cuerpo como antes lo había hecho con Nimitz.
Aquellos momentos resultaban demasiado intensos como para poder durar y, al final, respiró hondo entre temblores y relajó la intensidad con la que lo estaba abrazando.
LaFollet también relajó la intensidad con la que la abrazaba y empezó a retirarse. Pero ella meneó la cabeza rápidamente y se retiró ligeramente para darle unas palmaditas a la cama, indicándole que se sentara. La expresión sobre la parte de su rostro que quedaba con vida parecía casi implorárselo. Él dudó un momento y después se encogió de hombros y se sentó junto a ella. Ella se lo quedó mirando, luego miró a Montoya, y una especie distinta de incredulidad la invadió al mirar más allá del médico y reconocer la pared y el techo bajo de una pinaza o de una lanzadera. No era un diseño con el que estuviera familiarizada y alguien había improvisado unas cortinas sobre la parte posterior de la fila de asientos que habían convertido en su cama improvisada. Pero, independientemente de lo que fuera, no se trataba en definitiva de los calabozos del Tepes y, al darse cuenta, Honor giró inmediatamente la cabeza hacia LaFollet con la mirada llena de preguntas.
—¿Cómo? —inquirió sencillamente, y él sonrió.
—Todavía estamos intentando entenderlo nosotros, milady —le respondió irónicamente—. Lo que sí sabemos es quién lo desató todo.
LaFollet dirigió una mirada a Montoya con la ceja levantada y el médico cogió la muñeca de Honor. Le tomó el pulso durante unos segundos, y después examinó el ojo sano y asintió con la cabeza.
—Creo que está preparada —concluyó—. Pero dile al capitán que cuando os diga que todos fuera, es que todos fuera.
—Sí, señor —aprobó LaFollet con una sonrisa, tras lo cual se volvió a poner de pie.
Después de darle unas palmaditas a Honor en el hombro, se dio la vuelta y abrió las cortinas, momento que aprovechó Honor para tratar de incorporarse con determinación sobre su cama. Montoya empezó a avisarla de algo, pero entonces suspiró, meneó la cabeza y la ayudó a incorporarse mientras acomodaba las almohadas.
Ella se lo agradeció con una sonrisa, pero su atención estaba de nuevo centrada en Nimitz, que volvía a su regazo. Por un momento sintió el dolor que también lo aquejaba a él, y su ojo bueno se ensombreció al comprobar que una de sus extremidades cojeaba, haciendo que sus movimientos fueran mucho menos gráciles que de costumbre. Ella lo reconfortó y le colocó en la postura más cómoda posible para él, mientras sus dedos temblaban al acariciarle su maltrecho hombro central. Después fijó la vista de nuevo en Montoya y el médico le devolvió la mirada sin dudar.
—Hice lo que pude con los medios con los que contaba, capitana —le dijo—, pero esos cabrones no me lo pusieron demasiado fácil. La buena noticia es que, aparte de los daños en el hueso y la articulación, parece que está bien, y si podemos volver a casa, cualquier buen cirujano veterinario de Esfinge podrá reparar el hueso dañado. La mala noticia es que va a tener dolores constantes y que no va a poder trepar a los árboles hasta que le practiquemos la cirugía.
—Te equivocas, Fritz —repuso ella, posando la mano levemente sobre la cabeza del gato—. La buena noticia de verdad es que está vivo y eso te lo debo a ti y a Shannon Foraker, ¿no?
—A Foraker más que a mí —corrigió Montoya. Después abrió la boca para decir algo más, pero la cerró porque alguien volvió a tirar de las cortinas.
Honor giró la cabeza y la ceja derecha se elevó de pura sorpresa al reconocer el rostro de aquel hombre de ojos almendrados con uniforme repo que estaba junto a Alistair McKeon. Warner Caslet esbozó una sonrisa con la boca torcida y se encogió de hombros.
—No esperaba que nos viéramos en estas circunstancias, milady —le dijo irónicamente—. Pero teniendo en cuenta cuáles eran las otras opciones, para los dos, me alegro de que hayamos tenido esta oportunidad.
—Warner —le dijo ella, extrañada, y después miró a McKeon. El forzudo capitán parecía casi tan cansado como en realidad se sentía, y en su sonrisa aparecían huecos entre sus dientes, pero la mirada le brillaba al estrecharle la mano que ella le ofrecía.
—Muy lejos de la estación Basilisco, ¿no? —dijo él y Honor se sorprendió a sí misma soltando una sentida carcajada.
—Supongo —corroboró ella, desplazando la vista hacia Horace Harkness. El jefe parecía casi avergonzado, como si quisiera arrastrar los pies mientras se concentraba en los dedos con la mirada gacha. Ella volvió a mirar a McKeon y levantó la ceja una vez más.
—Tengo la sensación de que la sargento mayor Babcock va a estar muy orgullosa de su marido cuando lleguemos a casa —dijo el capitán con una amplia sonrisa—. Él ha sido el que nos ha sacado a todos de allí.
—Eso tengo entendido. —Honor se centró en Harkness una vez más y de nuevo el jefe volvió a bajar la vista hasta los dedos de sus pies.
—Sí, señora. Digamos que, uhm, convenció a los repos de que se había pasado a su bando, logró acceso a uno de sus miniordenadores, ya dejaré que le explique los detalles más tarde, y consiguió infiltrarse en su sistema principal. Él fue quien organizó toda la fuga… y encima se las apañó para que los repos se pensaran que estábamos todos muertos.
—No en… —empezó a decir Honor, pero entonces se detuvo en seco. Había que asimilar demasiada información en muy poco tiempo y no estaba físicamente preparada para hacerlo. Quizá más tarde y, además, sospechaba que iban a tardar bastante en explicarle todo, pero ahora mismo…—. Quiero escucharlo todo en cuanto esté en condiciones de poder hacerlo —le dijo a sus subordinados—. Pero por ahora, lo que necesito de verdad es un informe de estado.
—Sí, señora —le dijo McKeon, frotándose la ceja un instante, como si estuviera ordenando sus pensamientos—. Básicamente, señora, nos hallamos sobre la superficie del planeta Hades. Gracias al hecho de que Harkness sea probablemente el mejor pirata informático que no esté tras las rejas de una prisión de máxima seguridad, conseguimos salir del Tepes cuando se encontraba en la órbita planetaria. Más aún, Harkness consiguió volar la nave entera y los repos se pensaron que nosotros caímos con ella.
—¿Él…? —Honor pestañeó y después miró a Harkness—. ¿Usted voló la nave entera, jefe? —preguntó con toda la cautela del mundo.
—Uhm, sí, señora —farfulló Harkness, cuyos niveles de sonrojo estaban alcanzando tintes alarmantes—. De hecho, esto, la verdad es que yo, bueno…
—Él demostró lo que sucede cuando una pinaza pone sus propulsores a toda máquina dentro de un embarcadero, capitana —le explicó McKeon, y Honor pestañeó de nuevo, paralizada pero con cierto respeto.
—Ya veo —dijo ella, esbozando una sonrisa con la parte derecha de su boca—. Recuérdame que nunca me enfade contigo, Horace.
Harkness se sonrojó todavía más al escucharla usar, por primera vez en los once años que se conocían, su nombre de pila. Empezó a farfullar algo, después se detuvo, se quedó mirándola y no pudo evitar encogerse de hombros.
—También extrajo un montón de información sobre Hades de la base de datos del Tepes —prosiguió McKeon, tanto para evitarle a Harkness más situaciones embarazosas como para informar a Honor—. La he estado examinando desde que salimos y ya me puedo hacer una idea de por qué los repos piensan que esta prisión es bastante segura.
—¿Cómo? —Honor le devolvió la mirada con atención renovada.
—Sí, señora. Es sencillo: no hay absolutamente nada en ese planeta que un humano pueda metabolizar. —Honor entrecerró los ojos y él asintió con la cabeza—. Sí, sí, lo ha entendido bien, capitana. No les hace falta encerrar a nadie, lo único que tienen que hacer es mantener a los prisioneros lejos del depósito de alimentos. No disponemos de cifras sobre la población de presos, pero si los rumores son ciertos, han estado llevando prisioneros militares y políticos aquí durante unos setenta años y la mayoría de la gente que han traído había recibido tratamientos de alargamiento de vida. Tiene que haber miles de «reclusos» aquí, pero los repos los han repartido por la superficie de todo el planeta en paquetes relativamente pequeños y no pueden alejarse mucho del lugar donde los soltaron por primera vez, porque es ahí donde los repos les entregan sus raciones.
—Ya veo. —Honor acarició con los dedos las orejas de Nimitz y frunció el ceño—. ¿La guarnición que hay es numerosa?
—De nuevo, no tengo cifras exactas, pero calculo que serán alrededor de mil o mil quinientos individuos. La instalación principal está en una isla en mitad del océano más grande de Hades. Está cubierta por satélites de reconocimiento y, según la base de datos del Tepes, tienen luz y defensas antiaéreas alrededor de la base. El único contacto con ese lugar y el resto del planeta es por aire, y una vez que se les ha bajado a la superficie, no se permite que haya prisioneros sobre la isla. —McKeon se encogió de hombros—. Como controlan la única fuente de alimentos y el único medio de conseguir esa comida, y las defensas orbitales que rodean el planeta, la seguridad nunca ha sido fuente de preocupación real para ellos.
—Ya veo —repitió Honor, haciendo un gesto con la mano—. ¿Y ahora? —inquirió.
—Ahora es posible que eso cambie —certificó McKeon con una sonrisa desagradable—. Gracias a Harkness, tenemos un par de lanzaderas pesadas de asalto casi al máximo de artillería y con una razonable cantidad de defensas.
Honor sintió que se le levantaban las cejas de nuevo y le dedicó a Harkness otra mirada de admiración.
—También estamos bastante seguros de que los repos no saben que nos encontramos aquí —prosiguió McKeon—. A juzgar por lo que Harkness extrajo de la base de datos del Tepes, tienen una buen red de vigilancia vía satélite, pero se centra en cubrir las instalaciones principales, mientras que nosotros hemos ido a parar al lado más alejado del planeta. Nuestra aproximación se realizó sin utilizar propulsores y, además, no apagamos la contragravedad hasta que estuvimos a menos de cien metros. No hay manera de que nadie nos haya visto volver a entrar o aterrizar y este lugar está cubierto por una espesa vegetación, así que camuflar las lanzaderas una vez que entramos en la superficie no fue precisamente difícil. Además, llevamos aquí abajo más de tres días según el calendario local. Si hubieran tenido alguna sospecha de que habíamos conseguido escapar antes de que el Tepes saltara por los aires, ya nos habrían mandado vuelos de reconocimiento. En esas circunstancias, SegEst probablemente habría llamado al Conde Tilly para venir a por nosotros y habríamos visto que el cielo se habría poblado de perseguidores.
—Muy bien —dijo Honor un momento después—. Me parece que tienes razón en eso pero, una vez aquí, ¿adónde vamos?
—Eso depende de usted, señora, y, para ser sinceros, me alegro de que sea así —le confesó McKeon con franqueza—. Estamos aquí abajo y ocultos de momento. Hay que arreglar unas cuantas piezas de maquinaria, pero contamos con suficientes raciones de emergencia como para mantenernos hasta cinco meses si lo hacemos bien. Por otra parte, solo somos dieciocho. Bueno, veinte, si contamos a Warner y a Nimitz. —McKeon le asintió al oficial repo con una sonrisa irónica de disculpa—. Y los malos tienen bastante más artillería que nosotros. Por no mencionar que cuentan con una base establecida, al menos doce pinazas armadas y esos putos satélites que les guardan las espaldas. ¡Lo mire por donde lo mire, señora, nos sacan una ventaja de narices!
—¿Ventaja, Alistair? —Honor se recostó y hundió los dedos en el pelaje suave y cálido de Nimitz. Ahora más que nunca parecía una loba demacrada y medio muerta de hambre, con la cabeza rapada, la cara medio muerta y un brazo amputado, pero el brillo salvaje de una líder de la manada seguía refulgiendo en el ojo que le quedaba sano. Con él hizo un barrido entre los hombres que la rodeaban y el lado derecho de su labio superior se torció para desnudar sus dientes—. Ustedes, señores, nos han sacado del Tepes y nos han puesto sobre la superficie de este planeta —les dijo—. Había dos o tres mil personas en esa nave, con armas y las combinaciones de nuestras celdas, pero aun así consiguieron sacarnos de allí. Ahora tenemos bastante más con lo que trabajar que entonces, ¿no?
Honor le sostuvo la mirada a McKeon hasta que este asintió con la cabeza y después realizó un barrido visual por el resto de sus hombres una vez más. No podría haber definido ni descrito aquel flujo de emociones, fiero y salvaje, que le despertaban aquellos hombres ni aunque su alma dependiera de ello. Pero no importaba. No le hacía falta definir ni describir nada, porque lo que sentía era la misma determinación, las mismas ganas de afrontar el desafío, que a su vez le reverberaba desde sus propios oficiales. No se dio cuenta de lo mucho que aquellas emociones la tenían a ella como centro, no se hacía cargo de verdad de hasta qué punto la veían como un tótem triunfal en vida, pero aquello tampoco importaba nada. Lo que importaba era el momento, la sensación de espadas desnudas empuñadas en la oscuridad y el rugido de voces en masa dispuestas a desafiar a los mismos dioses que se erguían a sus espaldas. Y al escuchar el eco interior de este desafío, supo que no importaba que tuviera menos de veinte personas y dos lanzaderas ligeras en un planeta que estaba a un siglo y medio luz del territorio amigo más cercano, porque resultaba inconcebible que los repos pudieran hacerse con sus hombres allí. No después de todo lo que habían hecho.
—Si hay alguien que no tiene ventaja aquí —concluyó con voz dulce lady dama Honor Harrington— son los repos.