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Scotty Tremaine salió a gatas del compartimento electrónico de la pinaza y se apartó el sudor de los ojos. Nunca se imaginó que pudiera hacer lo que acababa de hacer y la facilidad con la que lo había conseguido era como para que le entraran escalofríos. Había muchos ingenieros de embarcaciones ligeras que eran mejores que él (Horace Harkness, por citar uno), pero no hacía falta ser un genio para poner en marcha las modificaciones y eso sí que daba miedo. Por supuesto, no se había topado con ningún mecanismo de seguridad que le hubiera podido detener, porque nadie en su sano juicio hubiera considerado que alguien en su sano juicio hubiera podido llevar a cabo algo así a propósito.

Pero ya estaba hecho y esperaba con todas sus fuerzas que Harkness estuviera en lo cierto con esto como lo había estado con prácticamente todo lo demás. Su historial hasta la fecha era intachable (o hasta donde él sabía, en cualquier caso), pero parecía injusto cargar tanta responsabilidad sobre un solo hombre.

Pero no se la hemos «cargado» nosotros, ¿no? Fue él quien se prestó voluntario en un primer momento. Lo único que hicimos fue quedarnos allí y creernos que había desertado de verdad.

Tremaine notó una desagradable quemazón de culpabilidad ante la vergüenza que le producía aquel pensamiento, aunque no había razón lógica, pensó para sus adentros.

Harkness había jugado bien sus cartas para engañar a los repos y sin duda alguna las reacciones del resto de prisioneros de guerra habían contribuido al éxito de la operación.

Y, pese a todo, Tremaine no podía acabar de perdonarse por haber creído por un momento siquiera que Harkness podía haberse convertido de verdad en un traidor.

Tremaine se sacudió aquel pensamiento de encima y cerró la escotilla del embarcadero.

Después se quedó en el compartimento del pasajero de la pinaza y asintió con la cabeza en dirección al jefe Barstow.

—Este pájaro está listo —dijo él—. Ahora vamos a ver el nuestro.

* * *

—Base, tengo al Tepes en radio visual.

Geraldine Metcalf se llevó la palma de la mano al auricular como si aquello fuera a ayudarla a escuchar mejor. No es que lo necesitara, porque la voz que llegaba desde la lanzadera de cargo principal llegaba alta y clara, pero mientras lo hacía, ella observaba los tres puntos carmesí agrandarse a medida que se acercaban a su objetivo. Metcalf deseó por un momento estar más familiarizada con los controles de asalto de la lanzadera. Hubiera dado tres dedos de su mano izquierda por tener la capacidad de volver a conectar sus sensores activos. La lanzadera de asalto estaba bien oculta, más que medio escondida, en la estela visual y del radar de la popa acampanada del Tepes, y sus sistemas pasivos parecían estar guardados a buen recargo en las lanzaderas de carga, pero esa sensación de estar en manos de otro, de no tenerlo todo perfectamente bajo control, seguía atizándola como si fuera un martillo pilón.

Se había sentado miles de horas en pequeñas aeronaves y si no era tan buena piloto como Scotty Tremaine, sí que se podía decir que tenía una tremenda experiencia. Esa era una de las razones por las que había aceptado este encargo e intelectualmente se sentía segura de sus capacidades para llevarlo a cabo. Pero eso no quería decir que no le hubiese gustado disponer de uno o dos meses para familiarizarse con aquella nave tan brutal. Se sentía pesada y torpe, lo cual era meramente una ilusión, pero no parecía menos real por que así fuera. Y la verdad era que ella y DuChene podían haberse visto derrotados irremisiblemente en cualquier enfrentamiento cuerpo a cuerpo de resultas de aquello. Su falta de experiencia con aquellas naves podría ponerse pronto de manifiesto bajo aquellas circunstancias… pero, entonces, todo el sentido de aquella operación era evitar que se convirtiera en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, ¿no? Además, aquellos camiones de la basura no iban ni siquiera armados.

—¿Alguna señal de daño externo, Uno? —preguntó otra voz desde el otro lado del auricular.

—Negativo esta vez, base. Tengo restos de escombros pero no hay señales de que se hayan producido roturas en el casco. Supongo que deben de haber volado un embarcadero, tal vez más de uno, pero no veo que haya indicaciones de nada peor. Estamos seguros de que no hay más fugas de aire y tampoco tengo buques de salvamento en mis indicadores. Tiene que haber sido algún tipo de fallo electrónico interno.

—¿Ah, sí? —La voz desde la base Charon parecía no estar del todo segura—. Yo nunca he visto casos de fallos electrónicos que hayan volado toda la red de comunicaciones de una nave y provocado que sus embarcaderos saltaran por los aires, ¿usted sí?

—No, ¿pero, si no, qué demonios puede ser? ¡Si fuera algún problema grave de verdad, tendríamos un montón de buques salvavidas y pequeñas naves saliendo de ahí echando chispas!

Metcalf se puso la mano en la boca para que no se escucharan las risas que le producían las voces exasperadas de los repos. No podía poner ninguna pega a la lógica de las indagaciones, pero eso era tan solo porque ninguno de ellos había oído hablar de un «fallo electrónico» llamado Horace Harkness.

—Nada que decir a eso, Uno —admitió la voz desde la base Charon un momento después—. ¿Cuál es su tiempo estimado de llegada para el encuentro?

—Llegaré en menos de quince minutos, base. Tal vez un poco más. Quiero pasar por debajo y echar un vistazo a sus compartimentos de acceso antes de intentar atracar en uno de los puntos externos.

—Comuníquenoslo, Uno. Háganos saber si ve algo interesante.

—Así lo haré, base. Uno, corto y cambio.

Las dos voces se apagaron y Metcalf observó cómo las lanzaderas se acercaban lentamente. Sonó entonces una melodía suave y musical y Metcalf se giró para observar a DuChene.

—Fijado y adquirido —dijo su artillero, alzando la vista para mirarla a los ojos. Ya no importaba lo buenos que fueran los pasivos de la lanzadera, porque los rastreadores de los propios misiles tenían a los repos entre ceja y ceja. Ya habían fijado su objetivo y estaban listos para la eyección, y la sonrisa que Geraldine Metcalf compartió con Sarah DuChene hubiera podido helar hasta a una estrella.

* * *

—¿Todavía nada del Tepes? —preguntó el ciudadano contraalmirante Tourville.

—No, ciudadano almirante —replicó Fraiser con tanta paciencia que logró sacarle los colores a Tourville. Acto seguido, le puso la mano sobre el hombro a su oficial de comunicaciones, como pidiéndole disculpas, y después se volvió a dirigir a la estación de Shannon Foraker para echar un vistazo al panel táctico. El Conde Tilly había reducido su velocidad relativa en su aproximación a Hades hasta los diez mil setecientos cincuenta kilómetros por segundo, pero le iban a hacer falta otros treinta y cinco minutos para reducirla hasta cero, y por aquel entonces iba a estar a más de siete minutos luz del planeta. Incluso para conseguir aquello, el ciudadano capitán Hewitt estaba exprimiendo al máximo su nave, lo que le dejaba cero margen de error con su compensador. Tourville suponía que mucha gente se preguntaría si aquello tenía mucho sentido cuando una base planetaria estaba en condiciones de investigar aquello, pero no había ningún navegante espacial profesional que pudiera hacer oídos sordos a una nave de la que se sospechaba que se encontraba en peligro. Y a medida que pasaban los minutos, cada uno de ellos hacía que estuviera más seguro de que algo iba mal, muy mal, probablemente. Muchos sistemas parecían haberse colapsado a la vez para producir aquel silencio absoluto, así que Tourville musitó una nueva blasfemia por la dilación de Camp Charon. ¿Qué coño se pensaban esos idiotas de Seguridad Estatal que estaban haciendo?

Pero no hubo respuesta… y él seguía estando a una hora y veinte minutos de distancia.

* * *

—No me gusta —afirmó Honor sosegadamente, agachándose para mirar el dispositivo electrónico con el resto de la expedición—. Es demasiado arriesgado.

—No niego que sea arriesgado, señora —replicó Venizelos, igualmente con calma—. Al menos alguien sabe que alguno de nosotros estamos dando vueltas por los conductos del aire y por los agujeros del ascensor. Si consiguen que se sepa, los malos esperarán que salgamos por el último sitio donde estuvimos en contacto con ellos. Además, Andy tiene razón, nos estamos quedando sin tiempo. Vamos a tener que darnos prisa y así conseguiremos que el máximo riesgo dure el mínimo tiempo.

Honor frunció el ceño, masajeándose el lado muerto de su cara con la yema de los dedos y deseando poder sentirlo. Ahora se notaba más cerca de Nimitz y las emociones del gato chisporroteaban a través de su vínculo. Las sombras oscuras de su dolor físico eran más fuertes, pero también su emoción. Ella no tenía una idea clara de lo que estaba sucediendo, pero lo cierto era que Nimitz parecía estar percibiendo que las cosas se estaban cumpliendo conforme a un plan, así que ella se aferró a aquella esperanza.

Pero fuera lo que fuera lo que estuviese pasando en el embarcadero, Venizelos y McGinley tenían razón, todavía debían llegar allí de alguna manera, y sus alternativas eran cada vez menos. Tan solo era que la ruta que Venizelos había escogido iba directa hasta el ascensor más cercano que comunicaba con el embarcadero Cuatro y como los repos supieran que había unos cuantos rezagados que estaban tratando de unirse al resto de los fugitivos…

—¿Andrew? —preguntó ella, mirando a su hombre de armas, y LaFollet se encogió de hombros.

—Creo que tienen razón, milady. Es verdad que es un riesgo, pero no tan grande como ir por el camino largo. Si tardamos demasiado, el capitán McKeon tendrá o bien que dejarnos atrás… O peor, esperarnos hasta que los repos nos cojan a todos juntos.

—Muy bien —suspiró, esbozando algo parecido a una sonrisa con el lado derecho de la boca—. ¿Quién soy yo para rebatir a los lunáticos que planearon todo esto?

* * *

—Aquí vienen… —murmuró DuChene, y Metcalf asintió con la cabeza. Las lanzaderas de carga de los repos estaban acercándose tanto que pronto podrían detectar la lanzadera de asalto, estuviera escondiéndose o no. Además, estaban a punto de dividirse, y no se lo podía permitir.

Se quedó mirando otros cinco segundos y después presionó el botón.

El radio era de menos de sesenta kilómetros hasta la lanzadera más lejana y los propulsores de sus misiles empezaron a escupir proyectiles. No podían igualar las ochenta o noventa mil gravedades de aceleración que podían alcanzar todas las armas de a bordo, pero sí podían llegar a las cuarenta mil. El mayor trayecto de aquellos misiles se cubrió en apenas 0,576 s, demasiado poco como para que nadie pudiese apagar una transmisión o darse cuenta siquiera de qué estaba ocurriendo.

* * *

—¿Qué demo…?

Shannon Foraker pegó un bote encima de la silla mirando la pantalla y después se giró para llamar la atención de su almirante. Pero Tourville había visto el bote y ya estaba a mitad de trayecto.

—¿Qué? —inquirió.

—Esas tres lanzaderas procedentes de Charon acaban de saltar por los aires, señor —le explicó sin subir la voz.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Bogdanovich desde detrás de Tourville.

—Quiero decir que ya no están, señor. La intensidad de sus motores llegó al punto más alto y después estallaron.

—Pero ¿qué coño está pasando allí? —bufó Bogdanovich.

—Pues, señor, si tuviera que apostar, diría que cada una de esas lanzaderas se acaba de comer un misil de propulsión —le indicó Foraker—. Y han tenido que ser bastante pequeños, porque si no habría visto sus huellas de propulsión desde aquí, y no fue así.

El jefe de personal se quedó mirándola, como si no fuera capaz o no quisiera creer lo que acababa de decir, y después se dirigió a toda prisa hacia Tourville.

Si esperaba que el ciudadano contraalmirante contradijese el diagnóstico de la oficial de operaciones, se llevó un buen chasco. En lugar de eso, Tourville se limitó a asentir con la cabeza y volvió caminando despacio hacia su silla de mando. Se quedó allí y habló con mucha calma.

—Shannon, quiero que mandes un DR. Puede llegar ahí mucho más rápido que nosotros, y quiero echar un vistazo más detenido a lo que está ocurriendo allí. ¿Lo entiendes?

—Sí, ciudadano almirante —replicó Foraker.

Acto seguido, Tourville alzó la vista y vio que Bogdanovich y Honeker lo flanqueaban.

—Parece ser —resolvió con una voz calmada que acompañó con una tibia sonrisa— que a la ciudadana del Comité Ransom le ha salido el tiro por la culata.

—¿Qué significa eso? —preguntó Honeker sin ambages.

—Significa que lo único que se me ocurre para explicar lo que sucede allí es que sus prisioneros están detrás de esto.

—¡Pero eso es todavía más impensable que cualquier otra explicación! —protestó Bogdanovich, aunque Tourville sospechaba que no tanto porque estuviese realmente en desacuerdo como porque tuviese la sensación de que alguien tenía que decir aquello—. ¡Ellos son treinta y Vladovich tiene a más de dos mil personas!

—A veces la cantidad importa menos que la calidad —observó Tourville—. Y da igual lo que estén haciendo, parece que han conseguido paralizar por completo esa nave. Me pregunto cómo habrán llegado hasta sus ordenadores…

Tourville frunció el ceño mientras cavilaba y finalmente se encogió de hombros. En ese momento el cómo lo habían conseguido era menos importante que el hecho de que lo habían conseguido, así que Tourville suspiró preocupado al darse cuenta de lo que tenía que hacer. Ya había venido sospechando que iba a pasarse mucho tiempo evitando los espejos durante las próximas semanas, si no meses, pero tenía que cumplir con su deber y no tenía muchas más alternativas.

—Harrison, póngase en contacto con el general de brigada Tresca. —Tourville alzó la vista y miró a Honeker a los ojos—. Dígale que creo que los prisioneros a bordo del Tepes están tratando de hacerse con el control de la nave… o de destruirla.

* * *

—¡Aquí vienen de nuevo!

McKeon no estaba seguro de quién había dado la voz de alarma esta vez, pero no lo iba a saber hasta que no hubiese pasado un buen rato. Los repos habían conseguido reorganizarse finalmente y bajaban en tromba por el maltrecho agujero del ascensor entre una cortina de granadas. Los pistolas de pulsos disparaban a toda pastilla y los pistola de dardos no dejaban de escupir, y McKeon farfulló amargamente una blasfemia al ver que Enrico Walker recibía un impacto que le volaba la cabeza. El cuerpo del teniente cirujano cayó a plomo como caen los muertos y, acto seguido, fue el turno de Jasper Mayhew, que cayó de espaldas víctima de una salva de dardos contra su pecho. Pero, como el resto de los allí presentes, Mayhew había tenido tiempo de ponerse una armadura sin cargar que había cogido de las lanzaderas de asalto, así que se volvió a poner en pie y empezó a lanzar granadas contra los repos. Otra de las suboficiales de McKeon cayó abatida (muerta; muy a su pesar, le pareció que así era), producto del rebote de una de las granadas repos que le explotó justo en la espalda; pero entonces Sanko y Halburton giraron su rifle de plasma y soltaron una salva de energía blanca por el agujero. Cualquiera que se interpusiese en su camino no tuvo ni tiempo para darse cuenta de que estaba muerto, pero los que se encontraban en los bordes de su área de influencia tuvieron todavía menos suerte. Se empezaron a escuchar gritos de agonía y explosiones secundarias como resultado de la combustión espontánea de la munición que se fundieron en el agujero con las voces de los condenados. Entonces Sanko soltó una segunda salva y los gritos se apagaron bruscamente.

No hubo más disparos desde el interior del agujero y McKeon suspiró de alivio. Pero sabía que el receso sería breve. El número de armas que los repos podían utilizar contra ellos a voluntad tenía un límite mientras el embarcadero estuviese en su poder (las explosiones en los otros puertos habían sido un recordatorio de que quedaban cosas allí que no combustionaban tan fácilmente), pero había muchos más de los otros que de los suyos propios. Y había menos de los suyos de los que había en un principio, pensó mientras miraba el cuerpo de Walker.

McKeon se reanimó y caminó en dirección a Harkness. El rostro del jefe estaba ajado por el esfuerzo y empapado en sudor, pero las manos ya no estaban ocupadas con el teclado, así que le dio tiempo a ver que McKeon se le acercaba.

—Parece que al final me han dado la patada en el culo, señor —dijo mientras esbozaba una lúgubre sonrisa lobuna—. Pero para cuando lo han conseguido, casi todo a excepción del material de salvamento ha quedado hecho añicos. Aunque no lo consigamos, van a tardar bastante tiempo en volver a poner esta caja de truenos en funcionamiento.

—¿Entonces ya se han hecho con el control de lo que quede? —preguntó McKeon.

—Están a punto, señor. No creo que puedan romper mi bloqueo de ese ascensor —explicó, señalando las puertas intactas del ascensor que no había recibido ataque alguno todavía—, y ya no hay programas que funcionen en el hueco. Pero concédales otros cuarenta o cincuenta minutos y van a empezar a recuperar el control manual de algunos sensores y armas. Y cuando lo consigan…

Harkness se detuvo y se encogió de hombros y McKeon asintió con gesto preocupado.

* * *

—Ahora recuerde, señora —dijo Venizelos en voz baja y con prisas mientras permanecían agazapados dentro de la rejilla de ventilación—. Si Harkness ha conseguido desactivarlo, ese ascensor estará esperándonos cuando lleguemos ahí.

Honor asintió con la cabeza. Su viaje por las entrañas de la nave había sido demasiado azaroso como para que Venizelos le hubiera podido dar muchos detalles sobre los logros de Harkness, pero se las había apañado para contarle lo más importante, y a ella la sorprendió lo concienzudamente que había preparado todo el plan el jefe Harkness. El hecho de que Seguridad Estatal hubiera estimado oportuno mantener archivos obsoletos relativos a la zona de los calabozos había entorpecido parte del plan, pero aquello no era algo de lo que se le pudiera culpar a él. Y si lo demás no hubiera funcionado (hasta ese momento, al menos), los repos ya habrían recuperado el control de sus ordenadores… en cuyo caso a esas alturas todo se habría ido al traste.

Pero si no se había ido al traste, tenían que llegar al embarcadero a toda prisa. Andy y Marcia tenían razón en eso, así que Honor se apoyó contra la pared del conducto, boqueando en busca de aliento y esperando que el resto no se diese cuenta de lo cansada que estaba. El peso y el tono muscular que había perdido durante su confinamiento la lastraban como un ancla, así que se forzó a mantener los ojos abiertos y dedicarle a su gente, a sus amigos, una de sus medias sonrisas.

—Al menos no debería de tener problemas en recordar el código —dijo ella y Venizelos emitió una sentida carcajada, porque Harkness había puesto su día de cumpleaños.

Honor no tenía ni idea de cómo podía ser que se acordara, pero según parecía el jefe era una caja de sorpresas.

—Muy bien —zanjó Venizelos, mirando a LaFollet—. ¿Andrew?

—Bajaremos hasta el pasadizo en fila de a uno —indicó el hombre de armas—. Yo iré el primero, después lady Harrington, la comandante McGinley y usted. Aquí, milady. —LaFollet le pasó la agenda electrónica a Honor y agarró su pistola de dardos con las dos manos.

—¿Estás seguro del camino? —le preguntó ella.

—Afirmativo. —LaFollet apartó una mano del arma para llevársela a la sien—. Y quiero que se quede con el mapa por si pasa…

El hombre de armas se encogió de hombros y ella asintió con la cabeza, aunque le dolía tremendamente el corazón por los riesgos que aquella gente, y Jamie Candless y Bob Whitman, estaban asumiendo por ella. Honor quería decir algo, darles las gracias, pero ni había tiempo ni tenía las palabras, de todas formas. Así que se limitó a sonreírle a su hombre de armas y a rodear con los brazos a cada uno de sus oficiales, abrazándoles brevemente.

—Muy bien —les dijo, volviendo a empuñar su propio arma—. Manos a la obra.

* * *

—El general de brigada Tresca le da las gracias por su aviso, ciudadano almirante —informó Harrison Fraiser—. No obstante, cree que tal vez esté excesivamente alarmado y confía en que la tripulación del Tepes recupere pronto el control de su embarcación. Mientras tanto, está dispuesto a ocuparse de cualquier pequeña embarcación que se intente lanzar.

—¡Oh, eso sí que es estupendo! —Esta vez fue Shannon Foraker, no Bogdanovich, la que refunfuñó. Tourville miró a Honeker y después, para sorpresa de los dos, ambos pusieron cara de «¿y ahora, qué coño hacemos?».

—¿Y eso, Shannon? —inquirió Honeker un momento después y Tourville se preguntó si Shannon se había dado cuenta de que el comisario popular había usado su nombre de pila.

—Pues estaba pensando, señor —repuso la oficial de operaciones—. Él dice que puede ocuparse de cualquier pequeña embarcación que se intente lanzar, ¿no? —El comisario popular asintió con la cabeza y Foraker se encogió de hombros—. A mí me daría más seguridad si no tuvieran ya al menos una pequeña embarcación, armada además, por el espacio. —Honeker alzó una ceja y Foraker suspiró—. Señor —dijo dulcemente—, ¿de dónde podían proceder los misiles que acabaron con la lanzadera de Charon?

* * *

—¡Ahora!

LaFollet le pegó una patada a la rejilla, que salió despedida, y apareció decidido detrás de ella, escupiendo fuego por el pistola de dardos en dos ocasiones antes de que Honor lograra ponerse cerca de él. Solo una de sus víctimas tuvo la oportunidad de gritar, y para cuando el hombre de armas inició su carrera por el pasadizo, Honor ya había sido capaz de alcanzarlo.

Resultó difícil aguantar su ritmo, a pesar de que las piernas de la comodoro eran más largas. El corazón se le salía por la boca y el ojo que le funcionaba veía borroso por momentos a causa del esfuerzo que le suponía tratar de aguantar la marcha de su hombre de armas; pero dio todo lo que le quedaba en su interior mientras maldecía para sus adentros el largo periodo de reclusión y la pobre dieta que le habían suministrado durante esos días. Honor podía escuchar a McGinley pisarle los talones, y detrás de ella a Venizelos, pero la sangre se le heló al escuchar que alguien gritaba desde detrás de todos ellos. Los arma de pulsos empezaron a zumbar y los pistola de dardos a escupir proyectiles y, a pesar de no querer hacerlo, volvió la cabeza para ver que Venizelos se separaba de ellos al doblar una esquina. Sus pies trataron de detenerse para regresar adonde estaba él, pero McGinley la empujó por detrás.

—¡Vamos! —gritó la oficial de operaciones, y Honor se dio cuenta de que tenía razón y sus piernas obedecieron a su oficial. Pero su cabeza gritó contra aquella decisión, y vaya que si gritó. La última imagen mental que Honor se guardó de él fue apostado sobre una rodilla, abriendo fuego con una cadencia firme y calmada, como un hombre que estuviera abatiendo blancos desde una galería, cubriendo su retirada mientras ella corría y lo dejaba morir.

De pronto se escucharon los ecos de más disparos, desde delante esta vez, y Honor estuvo a punto de caer al suelo al chocar contra un cadáver. Por un instante, y fue aterrador, Honor creyó que se trataba de LaFollet, pero entonces vio el uniforme de SegEst y se dio cuenta de que su hombre de armas se había cargado a alguien que se había cruzado en su camino. Y se estaba cargando a más.

LaFollet le había salvado la vida ante algún asesino en otra ocasión, él y Jamie Candless y Eddy Howard, pero Honor estaba demasiado desbordada por los acontecimientos como para darse cuenta de lo que estaba pasando allí de verdad. Ese día era diferente, tal vez porque Jamie y Eddy estaban muertos y en el fondo de su corazón ella sabía que LaFollet también estaba condenado a morir por ella. No lo sabía. Solo sabía que esta vez, cuando al pestañear dejó de ver borroso por el esfuerzo, por primera vez descubrió la verdadera fuerza mortal de la naturaleza que era LaFollet.

Corría rápido y con agilidad, girando la cabeza con la precisión de un metrónomo para realizar barridos por el pasadizo que se abría ante él. Llevaba el pesado pistola de dardos a la altura de la cadera y utilizaba la cinta del hombro para equilibrarlo mientras con el dedo apretaba el gatillo de una manera elegante y precisa que hacía saltar por los aires a los repos que se habían acercado, alentados por el fragor de la batalla, justo delante de él.

Era un maestro mortífero que despachaba su maestría en cápsulas letales de dardos; no en vano estaba luchando por la vida de su gobernadora y cualquiera que se cruzara en su camino estaría condenado.

Al doblar la última esquina, LaFollet no pudo reprimir un grito triunfal al darse cuenta de que habían llegado, por fin, al pie de las puertas del ascensor.

Al volver por donde había venido, le hizo una señal a Honor para que introdujera el código mientras él y Marcia McGinley se agazapaban a los lados del pasadizo, lanzando salvas de disparos para cubrirle las espaldas. La respuesta llegaba de armas más pesadas cada vez y cuando Honor pulsó el botón del ascensor, escuchó el inconfundible sonido atronador de un tricañón rebanando paredes como si fueran pan de molde.

Las puertas se abrieron y ella saltó hacia su interior, tecleando algo en el panel. Las luces parpadeaban en la pantalla y después se quedaron fijas, confirmando que Harkness seguía teniendo el control del ascensor, y acto seguido se giró hacia sus amigos.

—¡Vamos! —gritó—. ¡Ya, ya, ya!

McGinley la escuchó y se apresuró a llegar hasta donde estaba su gobernadora, con los dientes asomando en una sonrisa triunfal mientras se precipitaba hacia el ascensor… y entonces pareció tropezar en suspensión y su torso explotó en mil pedazos por efecto del tricañón que destrozó también aquella pared. Honor gritó como queriendo negar aquella realidad, pero fue inútil.

—¡Váyase, milady! —gritó LaFollet, introduciendo el último cargador en el pistola de dardos—. ¡Váyase ya!

Se apostó sobre una de las rodillas y abrió fuego desesperadamente, como antes lo habían hecho Jamie, Robert, Venizelos y Marcia, y Honor se sintió incapaz de dejarlo allí. ¡Se sintió incapaz!

—¡Vamos, Andrew! —gritó ella, pero él la ignoró. Entonces una granada dobló la esquina y él soltó su arma y salió a toda prisa hacia ella. De algún modo consiguió alcanzarla antes de que explotase y su patada apresurada la devolvió por donde había venido, pero no lo suficientemente a tiempo, porque la explosión lo alcanzó y lo hizo salir volando contra la pared como si fuera un muñeco de trapo. Cayó a plomo contra la cubierta, inmóvil, y Honor sintió que se le paraba el corazón.

Tenía que irse. Sabía que tenía que irse. Que sus hombres de armas, sus amigos, habían muerto para conseguir aquello. Que solo si conseguía huir sus muertes cobrarían sentido, y que era su obligación, su responsabilidad, irse.

Y no pudo. Era demasiado, más de lo que le quedaba dentro, así que tiró su arma al suelo y se apresuró a salir del ascensor. La explosión de la granada parecía haber aturdido a sus atacantes, a los que quedaran con vida, porque no hubo ni un disparo en el tiempo que tardó en llegar a la altura de Andrew. Honor estaba débil y demacrada, y solo la adrenalina y la desesperación la sostenían en pie, pero no importaba. Subió a Andrew sobre sus hombros como si fuera un niño y salió corriendo con él a cuestas hacia el ascensor.

Justo en aquel momento los repos parecieron volver a despertarse. Se escucharon más zumbidos de dardos arma de pulsos rebotando entre las paredes. Explotaron más granadas. El tricañón abrió fuego una vez más, despellejando las paredes, y el universo entero se convirtió en una olla a presión de odio y metal que le desgarraba los oídos.

El impacto superficial de un dardo sobre su muslo derecho hizo que se tambaleara, pero logró mantenerse en pie y proseguir con su azarosa huida hacia el ascensor. Acto seguido se giró sobre los dedos de los pies, con la sangre cayendo a chorros por la pierna, pero de alguna forma pudo pulsar el botón sin dejar caer a LaFollet.

El ascensor empezó a moverse y ella sintió una bocanada de alivio, mezclada con la inmensa pena que seguía pesando en su interior, pero iba a conseguirlo, vaya que sí. Andrew y ella iban a…

Y en ese momento el tricañón rasgó las puertas del ascensor de par en par.

* * *

—¡El ascensor! ¡Alguien está saliendo del ascensor!

McKeon se dio la vuelta al escuchar aquel grito y el corazón se le salió del pecho. Si el bloqueo de Harkness había aguantado, solo podía ser la gente que había ido en busca de Honor, y si no…

McKeon hizo una señal, y Sanko y Halburton giraron su rifle de plasma de nuevo hacia el ascensor mientras Anson Lethridge se apresuró a acercarse por la cubierta con un lanzagranadas. Pero entonces el ascensor se detuvo, las puertas se abrieron y Lethridge se quedó helado. Se paró a mirar el interior, con la cara completamente blanca, e inmediatamente se desprendió de su lanzagranadas y salió corriendo hacia allí. McKeon fue tras él y el capitán dio un grito horrorizado cuando descubrió aquello.

El tercio superior del ascensor había quedado reducido a pedazos, no tanto añicos como rebanado por lo que seguramente había sido el efecto de un tricañón de gran calibre. Los trozos de aleación del tamaño de un cuchillo, algunos incluso tan pequeños como una uña, otros del tamaño de una mano, habían salido despedidos hacia el interior del ascensor como balas. McKeon lo sabía porque Honor Harrington y Andrew LaFollet estaban hechos un ovillo en el suelo del ascensor, completamente bañado de sangre.

Lethridge ya había llegado hasta allí y separado a LaFollet de su gobernadora. Acto seguido le pasó el cuerpo yaciente del hombre de armas a McKeon, que lo cogió y se lo pasó a otra persona, sin apartar los ojos nunca de Honor, a cuyo lado estaba ya, con las rodillas bañadas en su sangre, Lethridge.

Era su brazo. El brazo izquierdo había quedado hecho pedazos justo por encima del codo y las manos de Lethridge se movían a una velocidad desesperada tratando de sacarse el cinturón y colocárselo en el brazo, justo a la altura de la axila, para hacerle un torniquete. Después, entre él y McKeon levantaron aquel cuerpo terriblemente mustio y envuelto en sangre y corrieron hacia la pinaza.

* * *

—Destacamento Uno, aquí destacamento Dos. Confirmen estado.

Geraldine Metcalf empezó a respirar aliviada al escuchar la voz del capitán McKeon por el auricular, pero entonces detectó que el tono no permitía tantas complacencias. Era duro y abrupto, con un toque de furia o de desesperación que Metcalf nunca le había escuchado, así que se giró para mirar a DuChene y respondió ipso facto.

—Estado verde —le dijo por el intercomunicador un momento después—. Repito, estado verde.

—Muy bien —replicó la voz de McKeon—. Manténganse a la espera de la hoja otoñal.

Dos lanzaderas de asalto de SegEst que habían sido sustraídas se movieron la una hacia la otra, ocultas a los ojos del radar del Tepes debido a la cobertura que les ofrecía el crucero de batalla lobotomizado. Algunos de los sistemas de la nave estaban volviendo a recuperar la conexión gracias al control manual, pero no demasiados, así que seguía ciega, incapaz de ver a esas dos lanzaderas minúsculas y brillantes que se precipitaban hacia su proa sin más empuje que el de sus propios propulsores. Tampoco nadie de la tripulación del Tepes sospechó que los últimos y más mortíferos programas informáticos de Horace Harkness no se encontraban en el sistema principal. Estaban en la lanzadera de asalto y la pinaza que seguían en el embarcadero Cuatro.

Scotty Tremaine estaba a los mandos del destacamento Dos, con McKeon en el asiento del copiloto, y, mientras observaba la cuenta atrás en el panel donde se hallaba el temporizador digital, rezaba para que Harkness lo hubiera calculado todo bien. Le parecía desleal dudar de su jefe, ¡pero es que era mucho esperar de él que hubiera calculado todo bien! Y como no lo hubiera hecho…

La tercera lanzadera salió por el embarcadero Cuatro haciendo mucho ruido por efecto de su propulsión, que se había establecido al máximo. Su itinerario de vuelo, cuidadosamente programado, la condujo por encima del flanco armado del Tepes, y poco después la obligó a aminorar la marcha en dirección contraria a Hades, con el Tepes interpuesto directamente entre ella y el planeta. Sus propulsores se volvieron a poner a toda máquina en cuanto dejó atrás a la nave nodriza y la aceleración se situó instantáneamente en las cuatrocientas gravedades.

* * *

—¡Rastro de propulsión! —bramó Shannon Foraker.

El Conde Tilly había reducido su velocidad relativa hacia Hades y había empezado a volverse por donde había venido, pero seguía estando bastante lejos como para haber podido intervenir en lo que quisiera que estuviera pasando en la órbita de Hades. El drone que había lanzado seguía estando demasiado lejos como para ofrecer una buena resolución en el detalle, pero estaba lo suficientemente cerca como para ver el brillo gravítico de una pinaza pasando fugazmente entre las estrellas. De hecho, los sensores a bordo de la nave habían detectado fácilmente el rastro de los propulsores y Foraker apretó los dientes al comprobar que la pequeña embarcación se dirigía a toda prisa hacia su libertad.

—¿Lo han recibido en Camp Charon? —preguntó apresuradamente Tourville.

—Deben, sí, señor —respondió ella con gesto de pocos amigos, alzando la vista para mirar a su almirante a los ojos. Después volvió a mirar la pantalla, sabiendo ya de antemano qué iba a ver a continuación.

La mayor parte de las defensas alrededor de Hades estaban diseñadas para destruir naves estelares, no algo tan pequeño y ágil como una lanzadera. Ninguna de las plataformas de energía o de los misiles caza-asesinos podía ir contra algo tan minúsculo, no, al menos, con ciertas perspectivas de eficacia. Tampoco les hacía falta, porque para eso se había colocado aquel desfasado campo de minas. Por eso el campo base esperó en calma hasta que la pequeña nave se internó en el campo de minas de doscientos megatones. Después presionó un botón.

* * *

—¡Ya! —vociferó McKeon, y Scotty Tremaine dio un nuevo empujón a sus propulsores para alejar rápidamente al destacamento Dos del Tepes.

Los sensores de a bordo de la lanzadera estaban temporalmente inutilizables, cegados por la enorme potencia de la explosión… pero también lo estarían, con suerte, los de Camp Charon.

—Deberían de activarse… más o menos… ¡ahora! —dijo McKeon, que observaba por la escotilla al crucero de batalla encogiéndose en medio de las estrellas.

Las naves pequeñas impulsadas a propulsión tenían al menos una cosa en común. Podían ser más o menos grandes, estar armadas o no, ir más o menos rápido, pero todas y cada una de ellas poseían unas medidas de seguridad diseñadas para evitar que fueran más rápido cuando aparecía un objeto sólido lo suficientemente grande como para ponerla en peligro, o como para estar en peligro por ella, entraba dentro del perímetro de sus propulsores. Y, por encima de todo, resultaba imposible activar accidentalmente un propulsor mientras la nave siguiera en el embarcadero.

Pero esas precauciones, prácticamente infalibles, se habían pensado para prevenir accidentes, y lo que había pasado en el embarcadero Cuatro del Tepes no había sido ningún accidente. La única embarcación que había quedado intacta era la pinaza en la que Scotty Tremaine había estado trabajando, y ahora el último programa de Horace Harkness había conseguido que sus sistemas volvieran a estar en línea. Sin embargo, Scotty había introducido una pequeña alteración: había cortado físicamente los vínculos entre los sensores de la pinaza y su piloto automático. Los ordenadores de vuelo ya no podían «ver» el embarcadero a su alrededor. Al parecer, podrían haber estado en el oscuro y profundo espacio interestelar, porque los ordenadores ni se inmutaron cuando se dio la orden de poner los propulsores a toda máquina pese a que estos seguían estando atracados.

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—Dios mío.

El susurro callado de Shannon Foraker pareció reverberar una y otra vez por la cubierta del Conde Tilly en el momento en el que el Tepes voló en pedazos.

No, pensó tembloroso Lester Tourville. No, no ha volado en pedazos, simplemente se ha esfumado. Se ha… desintegrado.

Aquella era la palabra, efectivamente. Las plantas de fusión del crucero de batalla se desintegraron en medio del colapso de sus sistemas, que escupieron un salvaje humo blanco en medio del caos y la destrucción, pero tampoco importaba demasiado. Nada habría podido sobrevivir a aquel golpe horrible asestado desde el interior de su casco. Lo único que hicieron las plantas de fusión fue vaporizar unas cuantas toneladas de escombros y dibujar una silueta con el resto, que se iluminó como si fuera una tormenta estelar, como si fueran copos de nieve frente a los faros de un coche.

Tourville se quedó atónito ante las imágenes de la carnicería que le transmitía el DR a través de la pantalla principal y enseguida supo cómo había sucedido. No lo había visto nunca, pero solo había una cosa que los mantis podían haber hecho que hubiera producido aquel efecto. En el fondo, se preguntaba desde la distancia cómo podían haber dejado pasar por alto los mecanismos de seguridad que hubieran debido hacerlo directamente imposible.

Everard Honeker se quedó de pie delante de él, más sorprendido aún que ningún oficial del puente de mando, y Tourville respiró hondo mientras volvía a mirar al comisario.

Después paseó la mirada entre el resto de su personal y de sus subordinados, todos ellos igual de hipnotizados que Honeker. Todos menos Shannon Foraker, que seguía inclinada sobre el monitor, parecían incapaces de pensar más allá de aquel fenómeno tan impresionante que acababan de presenciar; pero Tourville sí que podía y una extraña sensación de euforia pugnó con el horror que le producía haber asistido a tantas muertes.

Sabía que tendría que estar tan afectado como los demás, tan incapaz de pensar, pero no podía evitarlo, no podía evitar que un único pensamiento se apoderase de su mente.

Cordelia Ransom estaba muerta. Y también Henri Vladovich y el resto de gente a bordo de esa nave que sabían lo que Ransom había planeado para Lester Tourville y su equipo.

Nadie más lo sabía, porque no habían hecho ninguna parada entre Barnett y el punto en el que explotaron. Además, Ransom había disfrutado enormemente el hecho de tenerlos en vilo como para contarle a nadie sus intenciones. Pero ahora ya no estaba y todos sus archivos y su equipo entero se habían ido con ella, y si estaba mal alegrarse cuando había muerto tanta gente, lo sentía, pero es que no podía evitarlo.

Y entonces vio a Shannon Foraker sacar la mano derecha del regazo y moverla lentamente, casi sigilosamente, hacia el panel. Había algo en aquel movimiento que le llamó la atención a Tourville hasta el punto de hacerle acercarse hasta ella. Foraker lo escuchó y miró hacia arriba, y su mano se apartó de la tecla de «Suprimir» casi con el mismo sigilo, y de bastante peor gana, con la que había llegado.

Tourville la miró por encima del hombro y vio la grabación táctica que había estado revisando ella y apretó los dientes al ver lo que ella había visto: dos trozos de entre los escombros, más grandes que la mayoría de los demás, y en un vector que les había llevado lejos del difunto crucero de batalla antes de la explosión. Un vector que casualmente parecía una ruta de reingreso sin energía.

Tourville se quedó mirándolo otro buen rato, mesándose el bigote con un dedo. El drone de Shannon los había visto, pero era altamente improbable que los sensores cegados de Hades lo hubieran podido captar a tiempo, y con la destrucción de la pinaza que se había dado a la fuga, nadie se iba a plantear nunca salir detrás de él. Tourville sintió un ramalazo de admiración por quien quisiera que hubiera urdido aquel plan, pero sabía cuál era su obligación.

Sí, ya sé cuál es mi «obligación», pensó mientras extendía la mano por encima del hombro de Shannon y presionaba con su propio dedo, con gran firmeza, la tecla de «Suprimir». Tourville escuchó a Shannon respirar hondo, vio cómo movía la cabeza, pero no dijo ni una palabra, así que él dio media vuelta y se alejó de su pantalla. Caminó hacia donde estaban Honeker y Bogdanovich, los dos aún contemplando perplejos las imágenes de la destrucción que seguía enviando el drone de Shannon, y carraspeó.

—Una pena —dijo con voz grave, y el tono sorprendió tanto a Honeker que se giró para mirarlo—. No han podido quedar supervivientes —le informó Tourville a su comisario, meneando la cabeza como lamentándose—. Una pena… Lady Harrington se merecía algo más que eso.