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El ciudadano teniente Hanson Timmons estaba de un humor de perros. Tieso, vestido de uniforme, con las manos enguantadas a la espalda, porra bajo el brazo y mirada fija en las puertas del ascensor. Junto a él, una sección de vigilancia redoblada con sus correspondientes armas, hombres y mujeres impecablemente vestidos, y todos en general esperando a las cámaras para recoger al único prisionero que tenían a su cargo.

Su gente se había preocupado especialmente por su apariencia y no solo por las cámaras.

La frustración creciente de su comandante había quedado de manifiesto durante las últimas semanas y nadie quería darle la más mínima excusa para que les hiciera pagar el pato a ellos. Timmons lo sabía y saber que ellos eran conscientes de su ira solo empeoraba las cosas, porque al reconocerla, obviamente sabían qué la provocaba.

Timmons había sido designado al mando del destacamento de los calabozos del Tepes tan solo unas semanas antes de que Cordelia Ransom saliera hacia Barnett y, teniendo en cuenta su rango relativamente menor, el nombramiento podía considerarse, a sus ojos, como una perita en dulce. También había sido una indicación del trato de favor que le dispensaban sus superiores… y de la fe que tenían en sus capacidades. Durante el transcurso de su carrera con SegEst, se había especializado en la gestión de prisioneros políticos y siempre los había entregado en las condiciones deseadas. Normalmente, aquello implicaba humillarles, obligarles a aceptar servilmente lo que SegEst quisiera de ellos y, sobre todo, Timmons tenía la seguridad de que podía hacer que cualquiera se derrumbara. Al fin y al cabo, un hombre era bueno en su trabajo cuando amaba lo que hacía.

Por esa razón, de hecho, se le había asignado al transporte personal de Ransom, porque la secretaria de Información Pública había previsto que podía surgir la necesidad puntual de contar con los servicios de un especialista como él. Pero en esta ocasión el ciudadano teniente era un hombre frustrado, porque Honor Harrington había conseguido sortear sus mejores intentos. Por supuesto, había contado con la limitación de la exigencia de la ciudadana del Comité Ransom de que tenían que entregarla a su ejecutor con las suficientes facultades como para apreciar, y reaccionar a, todo lo que le fuera a suceder.

Al fin y al cabo, las cámaras iban a grabar su gran momento para emitirlo posteriormente, y saber que iba a estar delante de todas ellas había obligado a descartar la posibilidad de aplicarle demasiada coerción física directa, ya que eso solo conseguiría despertar simpatías entre los espectadores. Además, Ransom había insistido en que reaccionase adecuadamente a su ejecución, razón por la cual no se pudieron usar drogas.

Viéndolo objetivamente, Timmons no podía culpar realmente a las limitaciones. No quería sacarle información a Harrington y no había necesidad verdadera de obligarla a derrumbarse si solamente iban a colgarla. Pero eso no cambiaba el hecho de que a él le habría apetecido aplastarla. Él tenía su orgullo profesional, al fin y al cabo. Además, le gustaba su trabajo y tenía confianza en su habilidad para provocar su derrumbe, igual que había conseguido que se derrumbasen todos los demás antes… lo cual solo agravaba el golpe contra su amor propio. ¡Si es que tenía que haber sido muy sencillo! Hasta sin las formas más crudas de abuso físico o de drogas, la humillación debería haber bastado. Timmons había sido capaz de reconocer ese acero interior que tenía, pero aquello solo había añadido más placer por pura anticipación, porque le encantaban las víctimas que iban de orgullosas. Las que miraban desde las enormes montañas de sus méritos a los mortales que tenían a sus pies. A Timmons le gustaba especialmente bajarlas de las alturas y si había aprendido algo al tratar con los prisioneros legislaturistas era que la eficacia de la humillación, como medio de romper la resistencia, era directamente proporcional al poder que un prisionero había llegado a acumular antes de su caída. Alguien acostumbrado a que se cumplieran sus órdenes de inmediato o a controlarse a sí mismo y a lo que lo rodeaba era mucho más vulnerable a la impotencia que alguien que nunca había estado en una posición de mando. Cuando se daba cuenta de que nada de lo que hiciera iba a tener efecto alguno sobre lo que ocurriese, que su autoridad se había visto absolutamente menoscabada, la sensación de humillación y vergüenza lo golpeaban con una potencia inusitada. Timmons lo había visto una y otra vez en prisioneros civiles y militares por igual, y como así había sido, nunca había dudado de que Harrington iba a seguir el mismo patrón.

Pero no, y no podía entenderlo. Otros prisioneros habían tratado de escapar de él recluyéndose en sus propios mundos, pero nadie había tenido éxito. Había muchas maneras de traerlos de nuevo a la realidad y siempre funcionaban. Pero esta vez no.

Había un poder extraño y elástico en la resistencia de Harrington, como si al negarse a resistirse a los golpes que le llovían consiguiera desproveerlos de su poder. En cierto modo, que no podía definir, aquella negativa a resistirse había sido el desafío más poderoso con el que se había encontrado jamás. En su interior seguía pensando que si hubiera tenido más tiempo podría haber conseguido que se desmoronara aquel no desafío, pero más dentro aún, sabía que no.

Timmons lo había calculado todo a la perfección, con total minuciosidad, hasta el último detalle de la humillación. Había optado por una muerte por mil cortes, despojándola de sus defensas, su dignidad y su autoconfianza a partir de la pérdida de la capacidad de controlar su destino y, en un principio, pensó que estaba resultando. Pero no, y poco a poco se dio cuenta de ello. Lo que le había hecho a Bergren tres días antes solo confirmaba lo que ya por entonces le resultaba obvio. Aquella vez no iba a resultarle. La había tenido un mes y si no había conseguido hacer que se derrumbara durante aquel tiempo, no iba a conseguirlo con medidas más duras.

Medidas, que por otro lado, se le había prohibido emplear. Lo que deseaba de verdad era meterse en aquella celda con ella, con un látigo neural, y ver cómo se tomaba la estimulación directa de sus centros de dolor durante una o dos horas. También había otras técnicas más desfasadas (más crudas, pero quizá todavía más eficaces por su crudeza, precisamente) que había aprendido del personal de SegIn que lo había preparado. Pero las órdenes de Ransom de no dañarla lo habían coartado de hacer algo así. De hecho, estaba algo más que asustado por el modo en el que iba a reaccionar la ciudadana del Comité cuando volviera a posar la mirada sobre su trofeo una vez más.

Las reglas le habían exigido la desactivación de los implantes de Harrington, pero Timmons no había contado con lo que aquello le iba a hacer en la cara. Tampoco se había esperado que el técnico que ejecutara la operación se los fuera a acabar quemando, haciendo que el proceso se volviera irreversible. Timmons no esperaba que a Ransom le fuera a gustar ver que su prisionera tenía el aspecto de uno de esos humanos preespaciales a los que les daba un ictus, ni tampoco esperaba que le entusiasmase el aspecto demacrado y famélico de Harrington. ¡Pero no era culpa suya, joder! ¡Comía con regularidad! De hecho, él…

De pronto se sintió una sacudida en la nave. Era más un temblor, de hecho, pero hasta aquello sirvió para que se pusiera tenso. Aquel crucero de batalla pesaba casi un millón de toneladas. Solo algo suficientemente violento como para meter miedo podía hacer que temblase así, así que Timmons se volvió hacia la consola de seguridad… justo en el momento en el que una segunda onda expansiva se apoderaba de la nave.

La segunda fue más acusada que la primera y Timmons se movió más deprisa. El ciudadano soldado Hayman se apartó de su camino mientras se dirigía hacia la consola, pero el teniente apenas se percató del detalle. En cuanto llegó allí, percutió la tecla del intercomunicador mientras la nave se estremecía por tercera vez, pero no sucedió nada.

Timmons frunció el ceño y pulsó otra tecla, pero seguía sin pasar nada. El pánico se empezó a apoderar de él y comenzó a propagarse entre sus subordinados cuando un nuevo impacto reverberó en el interior de la nave. Todos tenían cada vez más pánico y Timmons introdujo un tercer código de comunicación sin obtener, una vez más, respuesta.

La gente a bordo de las naves confiaba absolutamente en su tecnología y nada daba más miedo que un fallo de esta, sobre todo si no se debía a ninguna razón aparente.

Timmons no era una excepción a aquella norma, así que le soltó un gruñido a la pantalla del intercomunicador, que seguía sin responder, y se dispuso a sacar su intercomunicador personal del bolsillo de su casaca.

En calidad de comandante del destacamento de seguridad del calabozo se le había proporcionado un intercomunicador personal para usar solo en casos de emergencia.

Exteriormente no se distinguía del resto, pero tenía una diferencia importante con los demás: no iba por la red de comunicaciones principal. Por el contrario, utilizaba un enlace seguro con el ciudadano coronel Livermore, primer oficial de las fuerzas de tierra y destacamentos de seguridad del Tepes, a través de un sistema independiente que tenía prioridad absoluta.

—¿Sí?

Aquella sola palabra, sin identificación alguna, no respondía al mínimo protocolario de aquellas comunicaciones y Timmons atisbó un halo de confusión y temor tras ella. Pese a todo, el mero hecho de escucharla suponía un gran alivio.

—Timmons, destacamento de calabozos —espetó, aferrándose a la comodidad del protocolo para su propia presentación—. Nos hemos quedado sin comunicación. ¿Qué ocurre?

—¿Y yo qué coño sé? —gruñó aquella voz sin identificar—. Toda la nave se está yendo a la mierda y…

Hanson Timmons no llegó a escuchar cómo acababa la frase porque, en ese momento, las puertas del ascensor se abrieron de par en par. Timmons levantó la cabeza y las persiguió con la mirada en medio de la confusión, porque no había sonado ningún tono de aproximación de la cabina. La confusión se acentuó al mirar al interior del hueco del ascensor y se dio cuenta de que no había sonado ningún tono porque no había cabina alguna… y entonces la pistola de dardos escupió su primer proyectil.

* * *

El pasadizo de los calabozos que se abría desde el hueco del ascensor formaba una L hasta llegar a las celdas. LaFollet no sabía si era una disposición de seguridad deliberada, pero lo cierto es que lo parecía.

Tanto él como Candless ya estaban preparados cuando el resto de la expedición de rescate abrió las puertas del ascensor manualmente… para encontrarse con media docena de personas allí, de pie, con ese uniforme rojo y negro. Cada uno de ellos tenía una pistola de dardos colgando del hombro y una pistola de pulsos en la parte derecha de la cadera, pero la mayoría no estaba mirando a los ascensores, sino al oficial que estaba detrás de la consola de seguridad que había en el mostrador del pasillo. Empezaron a volver la cabeza cuando las puertas se abrieron y uno de ellos gritó algo y se llevó la mano a su arma reglamentaria, pero ya era demasiado tarde. Andrew LaFollet y James Candless tenían deudas con varias personas (una de ellas, su gobernadora, y otra muy diferente con sus enemigos), y sus ojos no mostraron piedad alguna cuando apretaron los gatillos.

Las pistolas de dardos estaban diseñados para combates a bordo de las naves. Eran los descendientes modernos de las pistolas preespaciales y sus eyectores gravitatorios lanzaban ramilletes de dardos puntiagudos. Sin llegar a alcanzar las velocidades de los dardos de las pistolas de pulsos, eran menos propensos a rebotes peligrosos, pero resultaban siempre letales cuando se dirigían a algún objetivo desarmado. Sus proyectiles se dispersaban trazando patrones mortales cuya intensidad podía regularse a través del agarre del arma.

Podían programarse para cubrir un cono de más de un metro de ancho a un radio de cinco metros de la boca, o un ancho de quince centímetros a un radio de cincuenta metros y la carne y los huesos poco tenían que hacer ante aquellas flechillas crueles y afiladas como cuchillos.

LaFollet y Candless habían programado sus armas para alcanzar el máximo grado de dispersión en modo completamente automático. El ciclo de tiempo en un pistola de dardos era mucho más lento que en un arma de pulsos, pero apenas importaba, teniendo en cuenta el área de influencia. Las pistolas escupieron sus salvas rítmicamente, repartiendo muerte y destrucción y los guardias de Seguridad Estatal que estaban allí esperando explotaron en una niebla sangrienta.

—¡Nos atacan! ¡Nos atacan! —gritó Timmons al intercomunicador mientras se metía debajo de la consola de seguridad. Los dardos se estrellaron contra ella como aguanieve mortal y Timmons salió gateando, apoyándose en los codos, por el pasillo.

Un dardo suelto, que se coló por el espacio entre la consola y el mamparo, le dio justo cuando doblaba la esquina y Timmons gritó de dolor al sentir cómo le mordía el muslo.

Aunque fuera más lento un dardo que uno de una pistola de pulsos, seguía yendo a trescientos metros por segundo, así que le rebajó la parte posterior de la pierna como si fuera un hacha de alta velocidad. El teniente dejó caer involuntariamente el intercomunicador al llevarse las dos manos a la herida, de la que no dejaba de manar sangre, y el aparato se fue deslizando por la cubierta. A lo lejos, Timmons escuchaba una retahíla de preguntas que llegaban desde el otro extremo, incluso entre sus lamentos de angustia, pero no tenía tiempo para andarse preocupando en responderlas. La mayoría de su gente había sido ya abatida, pero los dos que había colocado custodiando el exterior de la celda de Harrington se habían visto protegidos por la disposición en L del pasillo. La función de esa pareja era meramente decorativa para cuando se produjera el traslado formal de la prisionera, pero ahora mismo eran un refuerzo, así que desnudó los dientes y gruñó en medio de los dolores.

—¡Preparados! —exclamó con un grito ahogado, apartando la mano derecha de su pierna lastimada. Tenía los dedos pegajosos de su propia sangre, pero aun así pudo sacar su arma de pulsos y cubrir la esquina mientras se arrastraba por la cubierta sobre sus pantalones, dejando un rastro de sangre tras de sí.

—¡Ahora! —espetó LaFollet, y Robert Whitman saltó por el hueco del ascensor hasta el pasillo de los calabozos—. ¡Que uno por lo menos cubra la esquina! —advirtió LaFollet.

El otro hombre de armas asintió con la cabeza sin aminorar la marcha hacia la consola de seguridad. Una vez allí se aposentó sobre una rodilla, con el arma preparada y, al escuchar una voz, se puso completamente rígido.

—¡Timmons! ¡Timmons! ¿Qué cojones pasa ahí?

Al instante, se dio cuenta de lo que estaba escuchando y que quienquiera que estuviera al otro lado de aquel intercomunicador iba a mandar refuerzos en cuanto pudiera. El tiempo se había convertido en un enemigo todavía más mortífero, así que miró por encima de su hombro a LaFollet y Candless, que empezaban a salir por el agujero.

—¡Intercomunicador abierto! —gritó y, acto seguido, antes de que nadie pudiera detenerlo, salió de su ubicación a cubierto con el pistola de dardos puesto en modo automático.

Timmons escuchó el grito y sonrió maliciosamente. Aquellos cabrones sabían que los refuerzos llegarían en cualquier momento. Lo único que tenían que hacer sus hombres y él era aguantar y, de pronto, se dio cuenta de cómo podía hacerlo. Aquellos idiotas estaban allí para rescatar a Harrington, así que simplemente abriría la celda y la pondría en medio del fuego cruzado, y…

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la súbita aparición de un tipo rodando en mitad del pasillo. Aquello lo cogió a Timmons completamente por sorpresa, así que no pudo evitar quedarse boquiabierto, como si no pudiera creerse que alguien se arrojase en una vorágine que sabía de buena tinta que sería una trampa mortal. Pero le sorprendía porque nunca se había topado con un hombre de armas graysoniano cuya gobernadora estaba en peligro.

Robert Whitman solo tenía un propósito en la vida y su primer disparo hizo pedazos al ciudadano teniente Timmons.

Los dos hombres que estaban detrás de Timmons en el mismo pasillo respondieron al ataque abriendo fuego, pero las paredes desnudas y la cubierta no proporcionaban cobertura alguna… para nadie. Nubes mortíferas de dardos salieron de ambos lados, se entrecruzaron y prosiguieron su camino hasta alcanzar su objetivo, todas ellas programadas para lograr el máximo de dispersión. Y no había sitio donde esconderse.

* * *

—¿Ciudadano almirante? —Lester Tourville alzó la vista rápidamente porque había algo muy extraño en el tono de voz de Shannon Foraker.

—¿Qué? —preguntó, y la oficial de operaciones frunció el ceño.

—Creo que será mejor que mire esto, señor —insistió ella—. Los sensores activos del Tepes se acaban de caer.

—¿Cómo? —inquirió de nuevo Tourville, con un tono muy diferente, a lo que Foraker asintió con la cabeza.

—Todos y cada uno de ellos, señor. —En el último mes, Foraker había venido empleando sin tantos remilgos, tal vez deliberadamente, su vocabulario «elitista», pero esta vez Tourville estaba seguro de que cuando había utilizado la palabra «señor» le había salido sin pensar—. No deberían —prosiguió—. Han atravesado los campos de minas principales y están en órbita, pero nadie en su sano juicio apagaría su radar.

Tourville asintió con la cabeza y atravesó rápidamente la cubierta hasta llegar a la estación porque Foraker tenía razón. El Tepes podía estar en la estación orbital que se le había asignado, pero con tantas minas flotando por ahí, la posibilidad de que una se hubiera podido colar en su ruta orbital no podía descartarse por completo.

—¿Sabemos algo de ella, Harrison? —preguntó.

—Negativo, ciudadano almirante —respondió el oficial de comunicaciones—. No he… un segundo, ciudadano almirante. —El ciudadano teniente Fraiser escuchó con atención lo que se oía por su auricular y después se giró hacia Tourville—. El ciudadano capitán Hewitt informa de que ha recibido un mensaje del ciudadano capitán Vladovich, ciudadano almirante. Según parece, la transmisión se interrumpió en mitad de una frase.

Tourville y Bogdanovich se quedaron mirando el uno al otro y después se giraron al unísono hacia Everard Honeker. El comisario popular los miró a ellos, tan confundido como cualquiera de los oficiales navales, pero con una preocupación no tan inmediata. Al contrario que ellos, no entendía plenamente lo masivo de la interrupción de sistemas que aparentemente había sufrido el Tepes.

Tourville vio que Honeker no entendía y empezó a hablar, pero después se detuvo y volvió a mirar a Foraker. La oficial táctica estaba inclinada sobre su pantalla con una intensidad y concentración totales, así que Tourville decidió mirar él también en lugar de molestarla.

Las posiciones orbitales relativas de Hades y Cerberus B-3 eran tales que el Conde Tilly había pasado a menos de dos minutos luz de la primera en su vector hacia la segunda.

Hades estaba ahora mismo a tres minutos luz y medio a estribor, y se alejaba de ella a poco más de veintiséis mil kilómetros por segundo mientras seguía decelerando en dirección hacia Cerberus B-3. Tourville volvió a mirar al ciudadano comandante Lowe.

—Si nos ponemos en potencia militar máxima, ¿cuánto tardaríamos en llegar al Tepes?

Lowe tecleó rápidamente varios números sobre el panel y después alzó la vista de nuevo hacia Tourville.

—Nos hará falta poco más de ochenta y tres minutos de deceleración para acercarnos a Hades, ciudadano almirante. Si nos embarcamos en un vuelo ultrarrápido desde ese punto, podemos llegar al planeta en otros ciento veintisiete minutos, pongamos tres horas y veinte minutos en total, pero nuestra velocidad relativa sería de más de treinta y seis mil kilómetros por segundo. Si optamos por una interceptación a velocidad cero, tendríamos que sumar una hora más al plan de vuelo.

Tourville gruñó y se giró hacia el panel de Foraker nuevamente. Acto seguido se sacó un puro del bolsillo y lo desenvolvió lentamente, sin apartar la mirada de los datos de la pantalla. Tenía el puro a medio camino de la boca cuando Foraker pegó un brinco y su propia mano se quedó congelada.

—Ciudad…

—Ya lo veo, Shannon —musitó en voz baja, completando el movimiento que habría de conducir el puro hacia su boca—. ¿Tan terrible es? —preguntó casi ausente.

—No lo sé, ciudadano almirante. Pero mire aquí y aquí. —Foraker tocó una segunda pantalla que tenía junto al codo y Tourville asintió lentamente mientras escaneaba con la vista los resultados.

—Siga trabajando en ello —le indicó antes de hacerle una seña a Honeker y Bogdanovich para que se unieran a él—. No sé qué está pasando, pero algo ha ocurrido a bordo del Tepes y no es bueno, eso seguro —les dijo en voz baja y tranquila.

—¿Qué quiere decir con que «no es bueno»? —preguntó Honeker con voz tensa.

—Ciudadano comisario, los buques de guerra no se desconectan de repente a no ser que les suceda algo realmente inusual. Y la ciudadana comandante Foraker acaba de detectar escombros y una pérdida de presión. Yo diría que, como poco, ha sufrido una brecha en el casco.

—¿Una brecha en el casco? —Honeker se quedó mirándolo incrédulo y Tourville asintió apesadumbrado.

—No sé qué la ha causado y la pérdida de presión es lo suficientemente baja, por ahora al menos, como para corroborar que han podido sellar las zonas dañadas. Pero sea lo que sea lo que esté ocurriendo allí es grave, ciudadano comisario. Muy grave.

—Ya veo. —Honeker se frotó las manos y las tenía sudorosas, así que se obligó a respirar hondo—. ¿Qué propone que hagamos, ciudadano almirante? —le preguntó tranquilamente.

—Lo que estamos viendo ocurrió al menos hace cuatro minutos —le dijo Tourville, todavía con una voz desprovista de cualquier emoción—. A estas alturas puede haber saltado por los aires y no lo sabríamos. Pero si está metida en algún problema grave, va a necesitar ayuda.

—Y usted propone que sea el Tilly quien se la brinde —completó Honeker.

—Sí, señor. El único problema es que no sabemos qué le puede haber dicho ya a Camp Charon… o cómo van a reaccionar si de repente nos dirigimos al planeta cuando nos han dicho que nos quedemos quietecitos donde estamos.

—Entendido. —Honeker se quedó de pie un momento más, frotándose las manos todavía, y después miró a Fraiser—. Contacte con Camp Charon, ciudadano teniente. Informe de que vamos a ir en ayuda del Tepes por orden mía y a máxima aceleración y pídales que confirmen que han eliminado los campos de minas para cuando pasemos.

* * *

Honor Harrington se puso de pie y de frente a la puerta de su celda y, en cuanto comenzó a abrirse, la parte derecha de su rostro se quedó tan inexpresiva como la parte izquierda que ya tenía muerta.

Y no fue algo fácil. Timmons se había deleitado en comunicarle que la próxima vez que le abrieran la celda sería para llevarla al cadalso. Aquello hubiera debido de bastar para que le resultara difícil mantener la compostura incluso con los fogonazos de emociones que había empezado a recibir a través de Nimitz. Estaban demasiado lejos y su vínculo se había hecho muy débil como para que ella pudiera saber qué estaba sintiendo el gato, pero había una sensación de… movimiento, y afilados centelleos de dolor, como si el movimiento le provocase dolor. En primera instancia, Honor estaba segura de que lo estaban transportando hasta el planeta para morir con ella, tal y como Ransom le había prometido, pero poco a poco le habían ido surgiendo dudas, porque había empezado a brotar un flujo de excitación y una extraña y fiera determinación parecía haber logrado imponerse al resto de sus emociones. Pero podría no ser nada más que una ilusión por su parte, inspirada por sus propios miedos y la debilidad que le producía estar casi muriéndose de hambre. Pero, pasara lo que pasara, recibiría a Timmons y sus secuaces sin pestañear.

El pestillo de la puerta se abrió y Honor se cuadró en cuanto la bisagra empezó a ceder. Y entonces…

—¡Milady! ¡Lady Harrington!

Honor se tambaleó y el ojo bueno se le abrió de par en par al ver que era Andrew LaFollet quien gritaba su nombre. Su hombre de armas personal apareció al otro lado de la puerta, con la cara demacrada y su uniforme, normalmente inmaculado, hecho trizas. Entre los brazos llevaba un pistola de dardos.

No es posible, se dijo para sus adentros con calma. Que no es posible, te digo. Tiene que ser una alucinación.

Pero el caso es que no lo era, así que Honor se precipitó hacia él mientras LaFollet soltaba una mano del arma y se la ofrecía. El ojo que le funcionaba se empañó, dificultándole la visión, pero la mano era cálida y firme, y se cerró en torno a la de ella.

La apretó con fuerza y Honor soltó aire entre temblores, rodeándolo con el brazo, abrazándolo con avidez.

—Hemos venido a sacarla de aquí, milady —le dijo él al oído y ella asintió con la cabeza, obligándose a soltarlo. Después se quedó allí de pie, secándose el ojo para poder ver, lo que le permitió observar que el rostro de LaFollet cambiaba por completo al reparar en su aspecto. Aquel mono de color vivo parecía dos tallas más grande de lo que le correspondería a su cuerpo demacrado y los ojos grises de él se endurecieron más que el acero al percatarse de que uno de los dos lados de su rostro estaba sin vida. LaFollet abrió la boca, pero ella meneó la cabeza y se anticipó.

—No hay tiempo, Andrew —le espetó—. No hay tiempo. Luego.

Él se quedó mirándola una fracción de segundo más y después se reactivó como si fuera un perro que se sacude el agua.

—Sí, milady —le dijo, asintiendo con la cabeza en dirección a otra persona. Quienquiera que fuera estaba a su izquierda y Honor se giró rápidamente, después tomó aire, producto de la sorpresa, y Andreas Venizelos apareció a su lado para abrocharle un cinturón de armas. Cuando acabó, alzó la vista y sus ojos se encontraron con los de lady Honor mientras esbozaba una sonrisa tensa y ella atrapó su hombro por un momento antes de llevarse la mano a la pistola de pulsos y revisarlo rápidamente.

—Por aquí, milady —dijo LaFollet con urgencia, tras lo cual la comodoro dio media vuelta para seguirlo… pero enseguida frenó en seco. Había cuatro cadáveres sobre la cubierta, todos ellos rezumantes de sangre por múltiples impactos de flechillas. Honor reconoció a dos guardias cuyos nombres jamás se había molestado en aprender, y a Timmons… y a Robert Whitman.

—Bob —susurró. Honor iba a arrodillarse ante él, pero LaFollet la cogió por el brazo y sacudió la cabeza con grandes aspavientos.

—¡No hay tiempo, milady! —Si Honor no lo conociese tan bien, lo habría odiado en aquel momento, porque las palabras sonaron bruscas y ásperas, desprovistas de cualquier emoción. Pero lo conocía y supo reconocer una angustia oculta bajo aquella máscara de impasibilidad mientras él seguía tirando de su brazo—. Tenemos que movernos, milady. Ya habían dado la señal de alarma antes de que Bob los matara.

Honor asintió con la cabeza y trató de despejarse la mente mientras Candless aparecía por el otro lado y entre él y LaFollet la metieron medio en volandas por el agujero del ascensor. Marcia McGinley estaba esperando allí para ayudarlos y la dama se agarró a ella por un momento, a la par que sus hombres de armas saltaban a su lado. Honor trató de decirle algo, pero su oficial de operaciones se limitó a darle un abrazo fuerte y breve antes de coger un pistola de dardos y desvanecerse en la oscuridad del agujero, siguiendo los pasos de Candless, mientras Venizelos se unía a Honor y LaFollet.

—Bueno, al menos, tenemos bastantes armas —le dijo el comandante a Honor con gesto amargo, entregándole un pistola de dardos que hiciera juego con su arma de pulsos—. Tengo también cargadores.

—Vamos, milady —insistió LaFollet, y tanto él como Venizelos urgieron a Honor para que se diese prisa.

* * *

—¡Intentan colarse por el ascensor de nuevo! —gritó alguien, y Alistair McKeon escuchó que la voz venía acompañada por el ruido de los disparos de un lanzagranadas.

A su lado pasaron silbando tres granadas que acabaron colándose entre las puertas que el primer ataque había dejado medio abiertas y, después, se hizo un momento de silencio. Acto seguido empezaron a escucharse gritos antes de que las granadas explotaran en una rápida sucesión. Su efecto en el ascensor cerrado debía de haber sido indescriptible, pero Jasper Mayhew lanzó dos más por si acaso.

McKeon gruñó de satisfacción, pero también le lanzó una mirada a Solomon Marchant.

—Necesitamos a alguien que se sitúe para ver quién sale por ese agujero —le dijo a toda prisa—. ¡Lo único que no puede suceder es que matemos accidentalmente a nuestra propia gente si aparecen por ahí con lady Harrington!

—Yo me ocupo de ello —le aseguró el graysoniano, haciéndole una señal a Clinkscales para que se le uniese mientras corría a toda prisa por aquel ascensor atestado de gente.

Parecía que el ascensor que había en el otro extremo de la galería del embarcadero no estaba dañado hasta ese momento, pero Russ Sanko y el jefe Halburton estaban acampados al otro lado de las puertas con un rifle de plasma enterrado detrás de una barricada de maquinaria destrozada y palés de equipamiento.

Otro de los programas de Harkness había bloqueado todos los ascensores hacia el embarcadero Cuatro, un hecho que los repos, obviamente, ya habían descubierto. Hasta entonces, se estaban limitando al ascensor frontal solamente, y dado que no podían usar la cabina en sí, habían bajado por el agujero e intentado reventar las puertas para acceder a la galería. Lo habían logrado en parte y la explosión que se produjo cuando hicieron explotar las puertas había matado al jefe Reilly, pero el resto del equipo de McKeon había masacrado a toda la tropa de asalto antes de que pudiera acceder al interior del agujero. El ascensor trasero, que no había sufrido daños, seguía siendo una amenaza, pero McKeon había llegado a la conclusión de que era mejor no volarlo. Tal vez Honor pudiera necesitarlo, y Sanko y Halburton eran, en sí, una medida de seguridad bastante eficaz. Cualquiera que intentara usarlo para atacar el embarcadero podría llegar hasta las puertas, pero lo más seguro es que no pudiera pasar de ahí.

McKeon se giró y observó al resto de los suyos salir escopetados a cumplir sus respectivas funciones e incluso mientras seguía escupiendo órdenes, en su interior le seguía maravillando lo que había hecho Horace Harkness. La «deserción» del jefe lo había engañado hasta a él mismo, y estaba dispuesto a hacérselas pasar canutas, si había que llegar hasta tal extremo, para sonsacarle la historia entera. Pero aquello tendría que esperar. Por ahora, lo único que importaba era que el alocado plan de Harkness parecía estar saliendo bien.

El hecho de que el Tepes fuera una nave de Seguridad Estatal jugaba a su favor por el momento. Cada una de las lanzaderas de asalto del embarcadero estaba configurada para liberar una de las enormes compañías de infantería de Seguridad Estatal, que eran aproximadamente un setenta y cinco por ciento más grandes que una compañía de la Real Armada Manticoriana, como poco. Eso significaba que su artillería, tanto de a bordo como exterior, estaban permanentemente listas para el ataque… y que las armas que contenían siempre estaban cargadas, con la munición bien a mano. Su gente tenía bastante más artillería de la que podía utilizar, todo ello por cortesía de Seguridad Estatal, y además estaban reciclando todo lo que iban encontrando para disparar a discreción.

Pero no podían permitirse dedicar todos los recursos para disparar a los malos. Harkness había movido su preciado miniordenador de la ranura de acceso que Clinkscales había usado a la cabina de una de las lanzaderas y la había puesto en modo terminal automático para declararles la guerra a los técnicos informáticos repos, que se habían percatado tardíamente de lo que estaba sucediendo. El jefe contaba con dos ventajas enormes: era mejor programador que cualquiera de ellos y, al contrario que ellos, sabía exactamente qué había hecho en primera instancia. Pero tenía dos desventajas igualmente importantes, porque había más repos y, al contrario que él, ellos sí tenían acceso físico a todos los sistemas de la nave. Después de veinte minutos intentando recuperar el control de la nave, habían empezado a apagar ordenadores, o a destrozarlos directamente, para activar el modo manual.

Por suerte para los prisioneros que habían conseguido huir, Harkness había planeado su sabotaje original meticulosamente. Donde le había sido posible, había usado los ordenadores para infligir el mayor daño posible en los sistemas en lugar de conformarse con paralizarlos, así que el Tepes iba a necesitar meses de reparaciones antes de poder volver a entrar en funcionamiento. Su tripulación, por desgracia, parecía haberse dado cuenta y parecían estar perfectamente dispuestos a causar enormes daños adicionales contra su propia nave si ese era el único modo de llegar hasta sus enemigos.

—¡Preparados para la eyección, señor!

McKeon se giró al escuchar el grito de Geraldine Metcalf, que estaba de pie justo al otro lado del tubo que conectaba con la segunda lanzadera de asalto del embarcadero, y seguidamente el capitán le hizo un gesto afirmativo. Su oficial táctica se metió por el tubo mientras Anson Lethridge desbloqueaba los brazos de atraque. Entonces los propulsores de la lanzadera se encendieron y Metcalf la sacó del embarcadero. McKeon se tomó un momento para murmurar una plegaria silenciosa implorando que Harkness hubiera conseguido desactivar de verdad las armas de los repos.

Geraldine Metcalf condujo la lanzadera por encima de uno de los lados del crucero de batalla utilizando solo los propulsores de reacción. La enorme nave de asalto tenía una cadencia pesada y hasta chirriaba en su intento por coger más aceleración, pero aquello era lo de menos. Metcalf tenía un trabajo muy específico que hacer y ni siquiera unos sonidos delatores podían evitar que lo hiciera.

Una vez conseguida la posición por encima de la nave, los sensores pasivos de búsqueda pasaron por su ángulo crítico de ataque. Si aparecía algo procedente de Camp Charon, era casi seguro que vendría por delante, así que miró a los dos lados mientras Sara DuChene, su copiloto, recorría con los dedos el panel de armas. De pronto, las luces verdes en espera empezaron a dar paso a un inquietante color rojo.

* * *

—Mensaje de Camp Charon, ciudadano almirante —anunció Harrison Fraiser, ante lo que Tourville le hizo un gesto para que continuara—. Su intención de enviar ayuda al Tepes, en caso necesario, ha sido aprobada, pero el general de brigada Tresca dice que no tiene confirmación de que sea necesario. Está mandando varias lanzaderas para que lo comprueben y nos mantendrá al tanto de sus averiguaciones. Mientras, no se nos permite cruzar el perímetro exterior de minas sin permiso expreso.

—Estupendo —gruñó Bogdanovich—. Esos cabrones siguen sin querer que nos acerquemos por su horizonte, ¿no?

—Ya, ya, Yuri —lo apaciguó Tourville sin apartar la mirada de los ojos de Honeker, a ver si atisbaba algún gesto de desaprobación. No lo apreció y se guardó aquel tema para más adelante…

* * *

—¡Al suelo!

Andrew LaFollet placó a Honor porque, de pronto, alguien abrió fuego delante de ellos.

La caída la dejó sin respiración y tosió para intentar recuperarla mientras el zumbido de las pistolas de pulsos y el sonido más contundente de los pistola de dardos inundaba el agujero del ascensor. Se escucharon gritos y chillidos, y LaFollet la soltó para subir a gatas por el agujero. Ella lo siguió, pero una mano la sujetó por el tobillo, ante lo cual ella reaccionó girando la cabeza para ver quién le impedía avanzar.

—Usted se queda aquí —espetó Andreas Venizelos. Ella abrió la boca para replicar, pero él le hizo un gesto negativo con la cabeza—. Usted es la comodoro. Además, usted es la gobernadora de ese tipo y él no ha venido hasta aquí para que la maten en este momento.

Los dardos dla pistola de pulsos chirriaron al rebotar contra alguna superficie y convertirse en una lluvia de puntas que obligó a LaFollet a ponerse a cubierto involuntariamente, sin dejar de moverse del todo. Rápidamente se situó a la altura de Candless y McGinley, que estaban boca abajo por detrás de un reborde que hacía de contrafuerte de uno de los prensadores del agujero, desde el cual tenían un ángulo de tiro excelente. Por desgracia, los repos que había más arriba tenían también un ángulo de tiro excelente, lo cual significaba que la mejor ruta a cubierto de los fugitivos en dirección al embarcadero Cuatro estaba bloqueada.

Acto seguido, se escucharon los zumbidos de más dardos de pistolas de pulsos por el agujero y Candless se movió hacia un lateral para regar al enemigo con flechillas a modo de respuesta. Había dispuesto el patrón de dispersión a medio alcance y abrió fuego aprovechando toda la anchura del agujero. La respuesta fue un chillido horrendo y un gorgoteo, tras el cual se volvió a poner a cubierto antes de escuchar el sonido de más dardos.

—¿Cuántos? —preguntó LaFollet.

—No lo sé —repuso Candless, con los ojos escrutando la oscuridad que tenía delante de él—. Hemos podido verlos a tiempo de ponernos a cubierto por pura suerte. Calculo que habrá unos quince o veinte. No hay artillería pesada, todavía, o tal vez se hayan olvidado de nosotros, pero eso es algo que va a cambiar.

—Si saben coordinarse lo suficientemente bien —añadió McGinley. Parecía mucho más tenso que Candless, pero es que no era exactamente un tipo de lucha que a ella se le diera especialmente bien—. Si funcionara el sabotaje de Harkness, sus comunicaciones estarán probablemente igual de fastidiadas o más que las nuestras.

LaFollet asintió con la cabeza como ausente. Los comunicadores que él mismo había robado eran un auténtico galimatías, lo cual significaba probablemente que los esfuerzos de Harkness por paralizar la central de comunicaciones de los repos habían surtido efecto.

Pero la presencia de aquella gente allí delante era la prueba de que no habían funcionado del todo… y que había alguien al otro lado que se había imaginado, al menos en parte, lo que estaba sucediendo. Si no hubieran adivinado lo que estaba ocurriendo, no habrían sabido que tenían que bloquear el agujero del ascensor entre los calabozos y el embarcadero Cuatro, y si no hubieran podido disponer al menos parcialmente de sus comunicaciones, no podrían haber mandado allí a esa gente para que efectuara el bloqueo. Pero ¿cuánta capacidad tenían? Si era algo más que testimonial, no conseguirían sacar a la gobernadora de allí nunca, porque sencillamente había demasiado personal a bordo de aquella nave. Como los oficiales pudieran decirles adónde tenían que ir para interceptar a los fugitivos…

—Ya me ocupo yo —dijo Candless con tono calmado. Ni siquiera había mirado a LaFollet y nunca apartó la vista del agujero, pero el aire conversacional de su expresión dejaba a las claras que había estado pensando exactamente lo mismo que LaFollet—. Retrocedan unos sesenta metros y prueben con ese túnel de servicio de la cubierta Diecinueve —prosiguió—. La comandante McGinley se lo puede indicar.

—¡Espere un minuto! —protestó McGinley—. No podemos…

—Sí que podemos —replicó LaFollet con dulzura—. Aquí. —LaFollet le lanzó la agenda electrónica y señaló con un pulgar la salida por el agujero del ascensor—. Vamos —dijo, con un tono de voz tan seco que resultaba imposible no colegir un halo imperativo.

McGinley se quedó mirándolo durante un momento y después respiró hondo, se dio la vuelta y se deslizó en la oscuridad. LaFollet se quedó observando a Candless.

—¿Estás seguro, Jamie? —preguntó sin inmutarse.

—Estoy seguro. —La respuesta de Candless fue casi serena y se completó con una sonrisa al volver la cabeza hacia LaFollet—. Hemos compartido buenos momentos, mayor. Ahora saque a la gobernadora de aquí.

—Lo haré —le aseguró LaFollet. No era solo una promesa, era un juramento y Candless asintió con satisfacción.

—Pues será mejor que te vayas, Andrew —le dijo con mucha más amabilidad—. Y después, cuando consigas sacarla de aquí, dile… —Candless hizo una pausa, incapaz de encontrar las palabras que buscaba, y LaFollet asintió con la cabeza.

—Lo haré —le repitió, rodeando a su colega de armas con el brazo y abrazándolo fuerte.

Después se giró y siguió los pasos de McGinley por el hueco del ascensor.

Tardó solo unos minutos en llegar a la altura en la que estaban Honor y Venizelos. Ellos se quedaron quietos en el punto en el que McGinley los había adelantado, mirando hacia arriba del agujero porque un pistola de dardos estaba volviendo a escupir ráfagas de artillería, así que él también los adelantó bruscamente.

—Por aquí, milady —dijo, haciéndoles una indicación para que lo siguieran, pero Honor ni se movió.

—¿Dónde está Jamie? —preguntó y después se detuvo. Se quedó de pie por un momento, mirando por detrás de McGinley y después soltó un suspiro.

—No viene, milady —dijo con todo el cuidado del que fue capaz.

—¡No! ¡No puedo…!

—¡Sí que puede! —replicó él con fiereza y ella parpadeó ante la mezcla de orgullo y angustia que se dibujaba en su cara—. Somos hombres de armas, milady, y usted es nuestra gobernadora, así que puede hacer lo que haga falta hacer, ¡qué demonios!

Ella se quedó mirándolo por un momento sin respirar, incapaz de articular palabra, y después los hombros se le abatieron y su hombre de armas personal la cogió de la mano, casi como si fuera una niña.

—Vamos, milady —le dijo con dulzura, y ella lo siguió por el agujero mientras el pistola de dardos de Jamie Candless escupía a sus espaldas.