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—Le agradezco el gesto, ciudadano comandante, pero si se supone que no debemos conocer la agenda, usted no debería estar aquí. —Los cuatro dientes que le faltaban y los dos que tenía rotos, el peaje que tuvo que pagar tras exigir ver a lady Harrington, hizo que la afirmación de McKeon no quedase muy clara, pero la sinceridad con la que la enunció se sobrepuso a todo y Warner Caslet se encogió tímidamente de hombros con un cierto aire fatalista.

—Tampoco me puedo meter en muchos más problemas ya, capitán —le dijo—. Ni usted ha sido el causante de esto, ni tampoco lady Harrington, la verdad. Son hechos, nada más. Y como son lo que son, me puedo permitir pasar algo de tiempo haciendo lo que creo que está bien.

McKeon no dijo nada durante un buen rato, simplemente se quedó mirando el interior de aquellos ojos almendrados de Caslet. Después sus propios ojos se ablandaron y asintió con la cabeza. De hecho, tanto él como Caslet sabían que el ciudadano comandante podía hacer más bien poco, pero no por ello lo que había conseguido era menos valioso. Los pequeños favores que había intentado procurarles, como los limitados suministros médicos que Montoya había usado para curar a Nimitz (y también para aliviar el dolor constante que McKeon tenía en la boca) fueron debidamente agradecidos, pero además, saber que venían de alguien que estaba arriesgándose haciendo aquello solo porque su sentido del honor se lo exigía, había hecho más por la moral de los prisioneros de lo que el propio Warner Caslet tal vez sospechase. Y saber el precio que probablemente iba a pagar por su ejercicio de decencia solo convertía sus esfuerzos en algo todavía más valioso.

—Gracias —musitó el manticoriano, extendiéndole la mano—. La dama Honor me dijo que era usted alguien especial, ciudadano comandante. Veo que no se equivocaba.

—No es tanto que yo sea especial como que SegEst es una alcantarilla —se quejó Caslet amargamente, pero de cualquier modo acabó estrechándole la mano a McKeon.

—Tal vez. Pero solo puedo considerarlos por cómo se muestran ante mí y…

El manticoriano se detuvo a media frase, mirando por detrás de Caslet cómo un oficial repo abría la escotilla sin previo aviso. Solo había una razón por la que la escotilla se pudiera abrir antes de que Caslet le ordenase a Innis que lo dejara salir, así que no quedaba más que esperar a que una mano pesada y desdeñosa se posase sobre su hombro y una voz le dijera que estaba arrestado por asociación ilícita con los enemigos del pueblo. Pero, en vez de eso, solo escuchó un silencio extraño y ensordecedor, como si el sonido y el movimiento se hubieran quedado suspendidos por un momento y nadie de los allí presentes pudiera creerse lo que estaba pasando. Y entonces la quietud se hizo pedazos.

—¿Harkness?

El asombro y la incredulidad absolutamente sinceras que desprendía la voz de Venizelos hizo que Caslet se diera media vuelta pese a su firme decisión anterior de no hacerlo y, acto seguido, la mandíbula se le desencajó al reconocer al hombre que aparecía por la escotilla. El tipo llevaba cuatro pistolas de dardos pesados bajo el brazo izquierdo como si fuera un extraño ramo de flores, mientras que de la mano derecha le colgaban cuatro pistolas de pulsos enfundados con sus respectivos cinturones.

—Sí, señor —le respondió Harkness antes de asentir con la cabeza mirando a McKeon—. Disculpe la tardanza, capitán.

—Dios mío, Harkness. —McKeon parecía aún más perplejo que Venizelos—. ¿Qué demonios te crees que estás haciendo?

—Organizando una fuga, señor —repuso Harkness con total naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo.

—¿Adónde? —inquirió McKeon. La pregunta, reflexionó un atónito Caslet para sus adentros, tenía toda la lógica del mundo, puesto que se encontraban a ciento treinta años luz del territorio más cercano de la Alianza.

—Señor, lo tengo pensado ya, creo, pero no tenemos tiempo para quedarnos aquí discutiéndolo —respondió Harkness, aún reposado pero con una cierta prisa—. Tenemos que llevar a cabo el plan en un espacio de tiempo muy pequeño si queremos que funcione y… —Harkness se detuvo de inmediato y se quedó mirando a Caslet como si se hubiera hecho cargo de repente de la presencia del repo. Acto seguido, el gesto se le torció—. ¡Joder, comandante! ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Yo… —comenzó Caslet, pero después se detuvo. No tenía más idea de lo que estaba pasando que los propios oficiales aliados, pero sabía que su propia posición acababa de cambiar en un momento. Había pasado de ser uno de sus captores, por más que fuera respetado y honorable, al único oficial enemigo en un compartimento lleno de hombres desesperados. ¿Pero estaba ocurriendo aquello de verdad? ¿Seguía siendo su enemigo? Y, a efectos, ¿podrían estar ellos más desesperados que lo que había estado él mismo durante el último mes?

—Solo llevo aquí unos minutos, jefe —apuntó instantes después—. No más de cinco o diez.

—¡Pues menos mal! —Harkness respiró y volvió a mirar a McKeon—. Capitán, ¿podría hacer el favor de confiar en mí y mover el culo ya mismo, señor? ¡Tenemos que darnos caña si no queremos acabar sufriendo un terrible episodio de muerte!

McKeon se quedó mirándolo un segundo más y después se puso en marcha, asintiendo pronunciadamente con la cabeza.

—No cabe duda de que está usted como una cabra y que va a conseguir que nos maten a todos, jefe —dijo mientras cogía uno de los cinturones de armas—, pero al menos esta vez sí que sabemos a qué nos enfrentamos. —Los dientes rotos le dejaban una sonrisa que daba un poco de miedo y la mirada era gélida.

—Si le da lo mismo, señor, yo me agarraría a esta opción —le replicó Harkness—. Y tal vez esté loco, pero creo que tenemos una oportunidad.

—Muy bien, jefe. —McKeon les hizo una señal a los demás para que se pusieran en marcha y en sus rostros comenzaron a florecer sonrisas afiladas según iban despojando a Harkness de su cargamento de armas. La mayoría de ellas tenían salpicaduras de sangre, a pesar de los esfuerzos de Harkness por dejarlas limpias, y McKeon echó un vistazo al pasillo apretando los labios en cuanto vio el charco de sangre que rodeaba los cadáveres destrozados del destacamento de guardia.

—¿Hay alguna razón por la que no tengamos ya a los matones de Seguridad Estatal pisándonos los talones? —le preguntó casi con normalidad.

—Pues sí, señor. Lo cierto es que sí que la hay. —Harkness le entregó la última pistola de dardos a Andrew LaFollet y se sacó el miniordenador para enseñárselo—. He pirateado más o menos sus ordenadores. Por eso me preocupaba que el comandante estuviera aquí. —Harkness le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza a Caslet—. He cargado un bucle en las imágenes de las cámaras de vigilancia de esta sección.

—¿Un bucle? —repitió Venizelos.

—Sí, señor. Les di la orden a las cámaras de grabar cinco minutos de la vigilancia normal y repetirlos durante veinte. Empezaron a emitir el bucle a los tipos que están supervisando las cámaras ahí arriba hace unos dieciséis minutos. A no ser que envíen a alguien aquí abajo a echar un vistazo, van a seguir viendo lo de siempre y, según los archivos de Seguridad, no está previsto que venga nadie hasta que manden a los matones a recogerlos a ustedes y al resto de oficiales para sacarlos de aquí. Ese es el lapso de tiempo con el que contamos, siempre y cuando todo vaya bien. Pero como haya grabado la llegada del comandante y lo vean entrar dos veces sin salir entre medias, pues…

Harkness se encogió de hombros y Venizelos asintió con la cabeza. Acto seguido se giró para observar detenidamente a Caslet durante un buen rato y después alzó una ceja mirando a McKeon.

—Se viene con nosotros, Andy —concluyó el capitán con firmeza. Caslet pestañeó y McKeon le sonrió sombríamente—. Me temo que no tenemos otra alternativa, ciudadano comandante. Por mucho que nos caiga bien a todos y por muy agradecidos que le estemos por todo lo que ha hecho, sigue siendo un oficial repo. Su deber es evitar que… bueno, que hagamos lo que quiera que Harkness tenga en mente. Y si le dejamos aquí encerrado no le vamos a hacer ningún favor tampoco, ¿verdad?

—No, no lo creo —corroboró Caslet. Su sonrisa contenía un gesto torcido, pero también había algo de humor de verdad encerrado en ella. Caslet se preguntó si a McKeon lo habría sorprendido tanto verla como a él esbozarla—. Pensarán que tengo algo que ver en todo esto, ¿no?

—Efectivamente —asintió McKeon antes de girarse hacia Harkness—. ¿Puede abrir el resto de compartimentos?

—Pan comido, señor. Subí las combinaciones ahí, a la mesa de seguridad.

Harkness asomó la cabeza para mirar el mostrador y McKeon tuvo que reprimir un escalofrío que pugnaba por salir con fuerza. No solo es que el mostrador estuviera bañado en sangre, sino que había una horrible cantidad de trozos de guardia por todas partes, hasta en el mamparo. Para llegar al ordenador, Harkness tenía que meterse justo en medio.

El capitán volvió a echar un vistazo por el pasillo al reguero de huellas sangrientas que iban desde el mostrador hasta menos de dos metros de la escotilla del compartimento.

Se quedó mirándolas un momento, y después respiró hondo y volvió a concentrar su atención en Harkness.

—En ese caso, pásele las combinaciones al comandante Venizelos y que las abra mientras usted me cuenta qué demonios hacemos, jefe —propuso McKeon.

—Y más o menos es eso —concluyó Harkness, mirando a los hombres y las mujeres que lo rodeaban y que ya habían sido liberados de su prisión. Excepto de cinco suboficiales, Harkness estaba por debajo de todos ellos en el escalafón y, aun así, todos le estaban prestando atención. Especialmente Scotty Tremaine, que parecía no poder apartar aquella mirada iluminada de su rostro—. He desconectado las alarmas de seguridad en la mayor parte de la nave y tengo la ruta hacia el embarcadero, pero no he podido ponerles temporizadores a ninguna de mis sorpresas porque no se pueden hacer una idea de lo que nos ha costado llegar hasta aquí simplemente así. Esto significa que tendremos que mandar el código de activación cuando estemos en posición, y eso significa también que alguien va a tener que enchufar mi ordenador a una ranura de acceso en el momento justo. Y no puedo entrar tampoco en los sistemas que controlan la zona de los calabozos. Es la parte con mayor seguridad de toda la nave y sus ordenadores son independientes. No hay un interfaz que conecte directamente aquello con el sistema principal y solo llegar allí físicamente va a ser complicado de cojones, capitán. Podemos hacerlo, pero si el destacamento del calabozo tiene tiempo suficiente para pulsar el botón de alarma, esto va a estallar, porque no tengo la capacidad de contrarrestar eso.

—Entendido. —McKeon se frotó el mentón, mirando a aquellos veintiséis rostros arremolinados en torno a él y Harkness, y que conjugaban una sombría determinación con el pavor que, en el fondo, les provocaba todo aquello. En calidad de oficial profesional de la Armada, McKeon creía que el plan del jefe era lo más demencial que había escuchado en su vida, pero lo más increíble de todo es que cabía la posibilidad de que saliera bien.

—Muy bien, vamos a tener que dividirnos —dijo un momento después—. Jefe, dele al comandante Venizelos la agenda electrónica.

Harkness asintió con la cabeza y le entregó la agenda que había cogido del mostrador de seguridad. Ahí había descargado los planos de los conductos de aire del Tepes y las vías de servicio para llegar hasta ellos y, justo antes de dársela a Venizelos, tecleó un comando.

—Estamos aquí, señor —le dijo, mientras el dispositivo parpadeaba—. He resaltado la ruta que parece más adecuada, pero no estoy seguro de lo precisos que son estos planos. Estos cabrones son verdaderos paranoicos y yo mismo me he topado con unos cuantos sitios en los que estoy seguro que pusieron información errónea adrede en sus propios ordenadores. E incluso si esto —dijo, señalando la pantalla— es seguro al cien por cien, va a tener que moverse rápidamente antes de que se descubra el pastel.

—Entendido, jefe. —Venizelos bajó la vista hacia el dispositivo un minuto y después volvió a mirar a McKeon—. ¿Quién más? —preguntó a secas.

—Voy a necesitar a Scotty, Sarah y Gerry en el embarcadero —pensó McKeon en alto—. Y a Carson, claro. —El alférez Clinkscales se puso rojo como un tomate al notar que todos los ojos se volvían hacia él. Se notaba raro con el uniforme de SegEst, pero era la única persona a la que la ropa de Johnson le quedaba más o menos bien, lo cual iba a ser importante cuando llegaran al embarcadero. McKeon se quedó reflexionando un momento más, rascándose la ceja y, finalmente, soltó un suspiro—. Estoy planteando esto mal. No tiene sentido mandar a alguien a por la comodoro sin un arma y no tenemos suficientes para todos. —McKeon siguió pensando un rato más y acabó asintiendo con la cabeza—. Muy bien, Andy. Tú, LaFollet, Candless, Whitman —Alistair McKeon sabía que no debía dejar fuera a ninguno de los hombres de armas de Honor—… y McGinley. Esos seis. Os daremos tres pistolas de dardos y tres pistolas de pulsos. Eso nos deja una pistola de dardos y tres pistolas de pulsos para tratar de abordar el embarcadero.

—¿Será suficiente artillería? —preguntó Venizelos ansiosamente.

—No deberíamos necesitar mucho para la fuga en sí, comandante —lo tranquilizó Harkness—. Y si conseguimos entrar en primera instancia, tendremos un montón de armas de las que poder hacer acopio.

—Muy bien, entonces —zanjó McKeon, asintiendo decididamente con la cabeza y sonriendo sin perder el gesto serio—. Como diría la dama Honor: «Manos a la obra».

* * *

Treinta y un minutos después, McKeon y Harkness estaban de pie buscando resuello en el interior del hueco del ascensor con Carson Clinkscales. Scotty Tremaine iba con ellos, con las arrugas de expresión que se habían formado en su cara durante el último mes aún visibles pero mucho menos patentes. El resto de la expedición estaba desperdigada por el hueco, formando más o menos una fila, con los cuerpos bien juntos, que se encaminaba a los túneles de inspección que salpicaban las paredes del interior de aquel agujero. Habían pasado al menos una docena de lanzaderas por allí durante su trayecto, pero ninguno de los pasajeros de aquellos vehículos había sospechado de lo que se movía más allá de las finas paredes de su medio de transporte. Ahora McKeon había posado una mano sobre el hombro del alférez y lo miraba a los ojos.

—¿Estás preparado para esto, Carson? —le preguntó con tranquilidad, y Clinkscales asintió con la cabeza. Fue un gesto brusco, pero encerraba una extraña madurez. Carson Clinkscales seguía siendo joven, pero solo físicamente. El último mes había arrasado la juventud que le quedaba dentro y una parte de McKeon se preguntaba si podría volver alguna vez. Eso esperaba… pero por el momento lo que importaba era que el joven de mirada adusta que tenía delante de él ya no era el chico patoso e inseguro que se había subido a bordo del Jason Álvarez y del Príncipe Adrián.

—Sí, señor —respondió el alférez, ajeno a los pensamientos interiores de su superior.

—Muy bien, entonces —dijo McKeon y, acto seguido, sacó un intercomunicador de mano que media hora antes había pertenecido al ciudadano sargento Innis. Usarlo conllevaba un riesgo, pero no demasiado. Todas las comunicaciones personales a bordo del Tepes se grababan, en lo que suponía una más de las medidas de precaución de SegEst, aunque era bastante improbable que uno de los técnicos de grabación estuviera escuchando de verdad y pudiese oír lo que McKeon estaba a punto de decir. Pero había una posibilidad de que así fuera, pensó mientras que tecleaba el código que permitía el acceso a lo que antes era el ciudadano cabo Porter.

—¿Sí? —Andreas Venizelos respondió casi al instante, y McKeon miró a Harkness y Clinkscales.

—El presente está aquí —le dijo a Venizelos—. ¿Está lista su parte de la expedición?

—Necesitamos otros diez minutos —repuso Venizelos y McKeon frunció el ceño. Sería mejor esperar hasta que el grupo del jefe de personal estuviera en posición, pero cada minuto que pasaba incrementaba las posibilidades de que el grupo del propio McKeon fuera descubierto… o de que alguien descubriera alguno de los cuerpos que Harkness había dejado por el camino. E incluso si se movían ya, probablemente tardaría diez minutos en poner en marcha su parte del plan. El problema, por supuesto, era que tan pronto como se empezaran a mover los grupos, los tripulantes del Tepes se darían cuenta enseguida de que había prisioneros que se habían dado a la fuga en el interior del barco.

McKeon se quedó pensando unos segundos en silencio y finalmente suspiró. No había alternativa.

—Haremos la entrega en los plazos establecidos, pues —concluyó.

—Entendido —respondió Venizelos y McKeon apagó la comunicación asintiendo con la cabeza en dirección a Harkness, que le pasó a Clinkscales el miniordenador. A Harkness no le gustaba un pelo la idea de desprenderse de él, pero no le quedaba más remedio.

Incluso aunque todos los miembros de su expedición fueran armados, las posibilidades de tomar de golpe un solo embarcadero, incluso con el factor sorpresa totalmente a su favor, habrían sido mínimas, así que necesitaba controlar todos los embarcaderos del Tepes para que el plan funcionase. Y, por desgracia, solo una persona podía ocuparse de aquello.

—Ahora mire aquí, señor Clinkscales —le dijo con el mismo tono de voz calmado que había usado con generaciones de oficiales principiantes—. Lo único que tiene que hacer es ir caminando hasta el embarcadero, conectar el ordenador a la ranura de acceso y teclear este comando. Con eso se transmitirá el código de acceso de Johnson, lo que lo meterá dentro del sistema y le permitirá ejecutar los programas, ¿entendido?

—Entendido, jefe —le respondió Clinkscales, y Harkness se quedó pestañeando por la solidez de su respuesta. El chico parecía estar hablando en serio y aquello era buena señal.

—¡Pues a por ellos, señor! —exclamó Harkness golpeándolo en el hombro.

Carson Clinkscales se recompuso y se agachó para meterse con paso firme por la escotilla de servicio que el jefe Harkness y el capitán McKeon le habían abierto. Más que paso, fue un gateo rápido y extraño, algo que había que hacer rápidamente no fuera a ser que alguien que pasara por allí lo viera y se preguntara qué demonios se creía que estaba haciendo. El movimiento acabó con sus huesos contra la brazola de la escotilla.

Clinkscales sacó un brazo como pudo para tratar de recuperar el equilibrio, casi a la pata coja, intentando no caerse por aquel pasadizo estrecho y, por un momento horrible volvieron a reflotar los recuerdos de todas las cagadas embarazosas y humillantes de su adolescencia, que pesaban todas ellas como un garrote contra su garganta. En ese instante supo, sin la más mínima duda, que también iba a cagarla esta vez y que, cuando lo hiciera, toda la gente que confiaba en él moriría.

Pero en ese momento, la mano que tenía fuera golpeó contra la pared que estaba enfrente de la escotilla de servicio y consiguió sujetarse. El pánico le martilleaba la parte de atrás de su cerebro, pero no había tiempo para eso, así que con puño de hierro se obligó a dejar aquellos pensamientos aparcados para otro momento. No podía evitar que su pulso latiera tan rápido como lo hacía, pero sí pudo poner la espalda recta y cuadrar los hombros mientras se alejaba de la pared que había detenido su caída. Se colocó las mangas de la casaca (los brazos de Johnson eran más cortos que los suyos) y miró distendídamente a uno y otro lado. El pulso empezó a calmársele en cuanto se dio cuenta de que no había nadie a la vista.

Bueno, es que no debería haber nadie por allí abajo, se dijo para sus adentros. Aquel pasadizo se utilizaba normalmente solo para el servicio de la cubierta y los brazos umbilicales del embarcadero Cuatro. De estar inmersos en alguna operación de mantenimiento, habría grandes opciones de toparse con alguien, pero no figuraba tal cosa en la agenda que Harkness había extraído del ordenador principal. E incluso si las hubiera, no habrían usado el embarcadero Cuatro… a no ser que Cordelia Ransom hubiera decidido por alguna razón que tenía que lanzarse con todo al abordaje del planeta prisión de la propia SegEst.

Clinkscales se rió, de hecho, ante tal pensamiento, pero después respiró hondo y prosiguió con una expresión de calma y un paso firme que, visto desde fuera, le sorprendió a él… y a cualquiera que lo conociera de antes.

* * *

Andreas Venizelos miró al mamparo que tenía enfrente y después bajó la vista hacia la pantalla del dispositivo que le había dado Harkness y murmuró una blasfemia viperina. La cabeza de Andrew LaFollet saltó como un resorte al escucharla y el firme propósito de aquella mirada de ojos grises impactó contra Venizelos como si fuera un puñetazo. Era un propósito peligrosamente cercano a la desesperación (si es que no era directamente eso), así que Venizelos le extendió la mano para sujetarle el hombro con decisión.

—Estamos haciendo todo lo que podemos, Andrew —dijo con tranquilidad—. No vayas a cometer ninguna estupidez. Te necesito y lady Harrington también.

LaFollet asintió cortésmente, pero sin apartar la mirada de los ojos de Venizelos, como exigiendo una explicación por aquella blasfemia, ante lo que el manticoriano suspiró.

—Hay un desajuste en el plan —le explicó. Venizelos le retiró la mano izquierda del hombro para señalar un punto que convertía el conducto de ventilación en el que se encontraban en una intersección en forma de T—. Según los planos, esto sería una intersección de cuatro vías y la que nos quedase enfrente debería de conducirnos a los calabozos. Pero como la disposición es esta…

Venizelos se encogió de hombros y LaFollet agarró con más fuerza su pistola de dardos.

—¿Entonces por dónde vamos? —le preguntó con aspereza y Venizelos señaló hacia la derecha.

—Por ahí. Pero parece que se han esforzado más todavía de lo que pensaba Harkness en sellar los calabozos del resto del casco. Esto… —prosiguió, asintiendo una vez más hacia el mamparo que no debía estar ahí—… debe de ser un añadido. Supongo que cuando decidieron entregar el Tepes a SegEst, decidieron cortar todas las vías de ventilación interconectadas como medida de seguridad adicional. Probablemente se lo pudieron permitir porque esta sección va a dar a una de sus plantas medioambientales. Lo único que habrán necesitado es desviar suministros y devolver los conductos hacia ahí. Para el resto de la nave, cualquier cosa que esté en esta zona del calabozo pasará por una parte más del sistema de distribución. Pero si han sido lo suficientemente paranoicos como para sellar los conductos de ventilación, puedes estar seguro de que habrán hecho lo mismo con las vías de servicio.

—Lo que significa que… —dijo LaFollet.

El hombre de armas odiaba ser dependiente de nadie más para planificar el rescate de su gobernadora y se le notaba. Pero, a pesar de todo el tiempo que se había pasado a bordo de diferentes naves con lady Harrington, no era un experto en la materia. Andreas Venizelos sí, y no le resultó difícil reconocer ese aire de furia que se escondía detrás de sus palabras. Por eso mantuvo su tono de voz todo lo calmado que pudo y más equilibrado que lo que él mismo creyó que podría conseguir y, antes de proseguir, volvió a apretar el hombro de LaFollet.

—Lo que significa que no vamos a poder colarnos con nuestros guardias por el sitio por donde Harkness lo consiguió —le dijo, tecleando una serie de comandos en la pantalla. El dispositivo cambió la escala, perdiendo algo de detalle pero mostrando un área mucho más grande, a la que él señaló con el dedo—. Vamos a tener que cruzar este pasadizo de aquí hasta el ascensor, después bajar por el hueco hasta la cubierta del calabozo. Si nos están siguiendo, es posible que tengan cámaras en el hueco, en cuyo caso nos estarán esperando. Sabemos que tienen cámaras en las cabinas que circulan por el hueco, pero Harkness no tenía pruebas de que los huecos en sí estuvieran pinchados. Si no lo están, seguiremos contando con el factor sorpresa, pero vamos a llegar a ciegas hagamos lo que hagamos.

—Uhm —gruñó LaFollet, mascando el disgusto de lo que implicaba un ataque a ciegas contra un número desconocido de enemigos. Venizelos no tenía que recordarle tampoco que el cambio de ruta iba a retrasarlos. Colarse por el agujero del ascensor podría ayudar un poco en ese sentido (no cabía duda de que era más rápido que recorrer la misma distancia por las rampas de aquellos túneles), pero no le gustaba la idea de aparecer en los calabozos por el sitio más predecible. El factor sorpresa podía ser de gran ayuda, suponiendo que realmente contaran con esa ventaja llegado el momento, pero aun así iba a ser complicado.

—De acuerdo, comandante —concluyó un momento después—. Así lo haremos, pero dele su pistola de dardos a Bob. —Venizelos alzó las cejas como preguntándose a qué se debía aquello y LaFollet descubrió los dientes en un gesto que nadie hubiera podido confundir jamás con una sonrisa—. Él le dará su pistola de pulsos, pero cuando llegue al calabozo, usted y la comandante McGinley cubrirán la retaguardia. —Venizelos empezó a abrir la boca, pero LaFollet zanjó el asunto con un gesto brusco—. Usted y ella son oficiales de la Armada. Serán más útiles que yo, Jamie o Bob si, llegado el momento, hay que buscar vías de escape alternativas, así que si tenemos que perder a alguien…

A Venizelos no le gustó ni un pelo aquel planteamiento, pero la lógica de LaFollet era incontestable. Por eso, en lugar de protestar, se desprendió de la pistola de dardos del hombro para entregárselo a Robert Whitman.

* * *

Carson Clinkscales caminó rápidamente por el estrecho pasadizo y la escotilla que había al fondo se abrió en cuanto se acercó. Se metió por ella, tratando de que aquello resultase completamente natural… y esperando que nadie se preguntara qué hacía un integrante de las fuerzas de tierra paseando por allí en medio de todos los controles de los brazos de atraque.

Había unas veinte o treinta personas en el pasillo del embarcadero. Parecía como si algunos de ellos estuvieran llevando a cabo rutinas de mantenimiento sobre la pinaza que había en la parte delantera del embarcadero, mientras que dos o tres hombres en trajes de vuelo estaban conversando ociosamente cerca del tubo de atraque que conducía a una de las enormes lanzaderas blindadas de asalto que llenaban el resto del embarcadero. Clinkscales miró a su alrededor como si tal cosa, intentando hacerse su composición de lugar rápidamente. Harkness lo había informado lo mejor que había podido, pero dar con la ranura de acceso sin haber estado allí nunca era más difícil de lo que se esperaba. ¡Allí estaba! Se giró ligeramente hacia la izquierda y caminó hacia delante, metiéndose la mano en la casaca en busca del miniordenador que Harkness había convertido en una auténtica arma letal. Lo sacó con una tranquilidad que estaba lejos de sentir de verdad y el dispositivo parpadeó al encajar en la ranura que habría de conectarle definitivamente al sistema.

—¡Eh, tú! —El grito procedía de su izquierda. Clinkscales giró la cabeza y le dio la sensación de que se le paraba el corazón, porque un sargento de SegEst estaba apenas a veinte metros y se acercaba a él con cara de pocos amigos—. ¿Qué cojones te crees que estás haciendo? —le preguntó el sargento.

Parecía más irritado que alarmado, pero el alférez se vio sumido en un momento de pánico absoluto. Pero justo entonces, cuando el pánico ya se había apoderado de él, algo totalmente diferente se abrió paso en su interior. Era como si la escala de tiempo universal hubiera virado en ese momento y una sensación fría y cristalina de seguridad en sí mismo reemplazase aquel terror abrasador. Seguía teniendo miedo, pero ahora solo era miedo, y el pavor estaba ya lejos, era pequeño y carecía de importancia frente a la absoluta certeza de lo que tenía que hacer.

Su dedo presionó la tecla del comando que el jefe Harkness le había dicho que tenía que pulsar. La pantalla del miniordenador parpadeó mientras los comandos almacenados se ejecutaban, pero Clinkscales ni siquiera miraba. Su atención estaba en el sargento, con una expresión como de interés desenfadado, y salió tranquilamente al encuentro de aquel hombre mayor. El modo en el que se aproximaban el uno al otro dejaba su flanco derecho oculto, así que se llevó la diestra de un modo natural a la cadera. Una vez sintió el tacto de su pistola de pulsos, sonrió y alzó la cabeza como si le estuviera preguntando al sargento qué podía hacer por él, mientras que aquella tensión glacial en su cerebro no paraba de preguntarse cuánto tiempo más iban a necesitar los programas de Harkness para activarse y qué pasaría cuando lo hicieran y, oh Dios, el sargento se está acercando cada vez más y…

El Tepes sufrió una violenta sacudida en cuanto la primera explosión reverberó entre sus huesos de acero.

Los embarcaderos no se consideraban normalmente zonas especialmente peligrosas. Era cierto que ofrecían multitud de sitios donde uno se podía meter en un lío, pero igual que muchas otras zonas a bordo de una nave, y las cosas que suponían un peligro para la nave, como las conexiones con elementos como hidrógeno o gas propelente de emergencia para las pequeñas embarcaciones que había dentro de la nave, o los almacenes de munición y artillería externa que había en depósitos cercanos, estaban protegidos de diversas formas. La primera defensa era una preparación adecuada para operar con esos materiales y para saber mantenerlos, lo mismo que la separación física, que mantenía las fuentes de peligro lo suficientemente apartadas unas de otras como los requisitos de servicio del embarcadero podían permitir. Y además de todas las salvaguardas humanas, los ordenadores supervisaban continuamente los puntos de peligro.

Por desgracia para el Tepes, no obstante, su red de ordenadores estaba en aprietos.

Nadie de la tripulación lo sabía… y a ninguno de los ordenadores le importaba. Solo existían para ejecutar las órdenes que les daban sus amos humanos, así que los códigos que Horace Harkness había modificado tenían el mismo sentido para ellos que las instrucciones correctas que tenían antes.

Los programas que ya estaban en el sistema principal empezaron a activarse a medida que los comandos de ejecución parpadearon dentro de la red a través del miniordenador enchufado a la quinta ranura de acceso del embarcadero Cuatro y todos los oficiales del Tepes se quedaron mirando a sus pantallas, primero confundidos, y después en estado de alerta.

El centro de información fue el primero en dar la voz de alarma y la primera oficial de rastreo soltó un exabrupto al ver que su dispositivo holográfico se fundía en negro. No es que fuera un desastre que amenazara sus vidas ahora que la nave estaba orbitando tranquilamente alrededor de Hades, pero era irritante de narices y no había una explicación lógica.

Aunque sí que había una. El dispositivo se podía haber caído por la sencilla razón de que los sensores de imágenes hubieran dejado de suministrarlas. Por un instante la oficial de rastreo se sintió aliviada al darse cuenta de que el fallo súbito que había experimentado el sistema no había sido culpa de su gente, pero entonces frunció el ceño al percatarse de algo aún más preocupante. ¿Qué demonios podía hacer que todos los sistemas de sensores se cayeran a la vez?

El programa que había hecho caer los sensores del Tepes finalizó la primera parte de su tarea y se dispuso a acometer la segunda. En un abrir y cerrar de ojos, demasiado rápido como para que cualquier operador humano se diese cuenta de lo que estaba ocurriendo, empleó los ordenadores del centro de información como plataforma de lanzamiento para invadir el sistema de procesamiento central del departamento Táctico, se asentó en ellos… y ordenó al sistema reformatearse a sí mismo.

El oficial táctico de vigilancia se quedó con la boca abierta, como si lo que estaba viendo le resultase imposible de creer, y los paneles que tenía delante empezaron a caer uno detrás de otro delante de sus ojos. Primero el de rastreo, pero a partir de ahí los colapsos se propagaron como la espuma. Radar uno, gravíticos uno y dos, lidar tres, defensa de misiles, control central de artillería… el nudo gordiano de la capacidad de ataque, o de defensa, de la nave estaba muriendo delante de sus ojos. Y aquellos daños no eran algo que pudiera repararse fácilmente. Habría que reprogramar completamente los ordenadores para volver a ponerlos en línea (una auténtica pesadilla para una Armada con tan pocos técnicos cualificados), y todo fue sucediendo de manera tan rápida que el oficial táctico apenas tuvo tiempo de apercibirse de lo que ocurría antes de que se completara.

Otros programas comenzaron a dar fallos, explotando a través de la red como si fueran víctimas de un ataque masivo. Las alarmas internas y los sistemas de comunicación central eran completamente inútiles porque los programas que los gobernaban se habían visto reducidos a un galimatías ilegible. Las salas de dirección y motores se cerraron a cal y canto. «El Depósito», donde se almacenaban todas las armaduras de batalla, se selló de repente automáticamente… y los subprocuradores, que supervisaban el estado de las armaduras para asegurarse de que estaban siempre listas para ser utilizadas al instante, empezaron a lanzar frecuencias por los canales de monitorización para lobotomizar los ordenadores de a bordo y dejarlos absolutamente inservibles hasta que llegaran los equipos técnicos especializados que deberían dedicar un buen número de horas para reprogramarlos.

Y mientras sucedía todo esto, los ordenadores responsables de la supervisión de las necesidades de combustible de la nave recibían sus propias órdenes. Se abrieron las válvulas y, en el embarcadero Uno, a un técnico que estaba trabajando por casualidad en un pequeño problema técnico en umbilical Dos, se le desencajó la mandíbula, aterrorizado, al comprobar lo que estaba pasando. Pegó un bote para hacerse con los controles manuales, tratando de tomar el control de la situación, pero no quedaba tiempo… aunque tampoco hubiera importado, porque incluso aunque no hubiera podido evitar que el gas propelente se metiera por el conducto de ventilación de umbilical Dos, no habría podido remediar que ocurriera exactamente lo mismo en umbilical Cuatro.

Aquel combustible de base binaria era hipergólico y aunque el técnico de servicio se dio la vuelta gritando y corriendo a toda prisa, sabía que no iba a conseguir nada. Los componentes que se estaban mezclando a sus espaldas eran demasiado… voraces, y el Tepes empezó a brincar como un caballo herido mientras el embarcadero Uno volaba en pedazos. La explosión se llevó por delante a veintiséis miembros de su tripulación y a todas las pequeñas embarcaciones que allí había, lo que hizo saltar todas las alarmas porque la detonación también impactó contra el casco. Los mamparos se hicieron añicos y otros cuarenta y un hombres y mujeres perecieron al crearse un anillo de fuego casi perfecto allí donde se había producido el impacto.

Las puertas salían volando, sonaban más alarmas, y los oficiales y suboficiales trataban de dar órdenes a través de los sistemas de comunicación. Pero los sistemas de comunicación ya no funcionaban y la nave volvió a estremecerse al estallar en pedazos el embarcadero Dos, exactamente igual que antes lo había hecho el embarcadero Uno.

El sargento que caminaba hacia Clinkscales se tambaleó con el impacto de la primera explosión sobre el casco de la nave, sacando los brazos hacia fuera en busca de equilibrio y comenzando un bailoteo cuyo fin último era mantenerlo de pie, pero que hubiera resultado tremendamente gracioso en cualquier otra circunstancia. Sin embargo, no había nada de cómico en aquellas circunstancias. Clinkscales sacó el brazo izquierdo tratando de sujetarse contra el mamparo y vio que los ojos del sargento pasaban por encima de él y se posaban sobre el miniordenador que seguía enchufado a la ranura de acceso. No había ninguna explicación lógica, pero no importaba. El sargento no sabía cómo lo habían hecho, o por qué, pero en ese instante la intuición valió más que todo y supo quién era el responsable de todo aquello. Era como si su mente estuviese de algún modo conectada con la del alférez, porque si el sargento tenía la intuición de que Clinkscales había provocado lo que fuera que estuviese ocurriendo, Clinkscales sabía a ciencia cierta que el sargento ya se había dado cuenta.

No había rastro de aquel joven patoso que se había embarcado a bordo del Jason Álvarez con lady Harrington en aquel tipo alto cuya mano izquierda lo propulsó repentinamente contra el sargento, que seguía haciendo esfuerzos por mantener el equilibrio mientras abría la boca para dar la voz de alarma. Pero nunca llegó a darla, porque en cuanto lo intentó, Carson Clinkscales le propinó un golpe seco en el pecho y los dos hombres cayeron al suelo. Clinkscales quedó abajo y el sargento sintió algo que le oprimía con fuerza en el pecho. Bajó la vista hacia Clinkscales y la confusión cedió ante el odio, pero todavía no se había percatado de qué era lo que le oprimía cuando Clinkscales apretó el gatillo y le despedazó el corazón con una ráfaga del generadpr de impulsos.

El cuerpo del sargento empezó a retorcerse encima de Clinkscales, bañado en un reguero de sangre. Clinkscales se lo quitó de encima y se puso en pie mientras la nave experimentaba la sacudida de la explosión del embarcadero Tres y la voz amplificada de Horace Harkness sonaba estruendosamente por la galería del embarcadero Cuatro.

—¡Escape de gas! —anunció—. ¡Múltiples escapes de gas! Evacuen el embarcadero inmediatamente. ¡Repito, evacuen el embarcadero inmediatamente!

No era ni una voz generada por ordenador ni un mensaje almacenado y, mientras el pánico se apoderaba del embarcadero, nadie se dio cuenta de que no tenían ni la más remota idea de quién era el propietario de aquella voz. Procedía de los altavoces del intercomunicador y hablaba con una autoridad absoluta, así que era lo único que les hacía falta saber. Salieron en estampida en dirección a los ascensores y empezaron a parpadear luces rojas y ámbar. El Tepes volvió a estremecerse al saltar por los aires el embarcadero Cinco y la conmoción condujo inmediatamente a la desesperación de los tripulantes. Se apilaban en los ascensores, demasiado apresurados en su huida como para reparar en el soldado bañado en sangre que estaba arrodillado junto a un sargento muerto. Carson Clinkscales los vio marchar y supo que, por primera vez en su vida, lo había hecho todo bien.